No puedo decir
qué es, ni qué se llama, o por dónde va, pero que no viene de la pestaña sino
de ojos bien abiertos, acostumbrados por décadas a luces de neón, de helio,
blancas, verdes, naranjas, de foco de 25W afuera en sillpancheras ya muertas en
el Kullku o rojos de mancebía atolondrada y varia.
Que la escribo,
lo único, y con dificultad, no porque no tenga memoria ni voz ni sobre todo
oídos, sino porque nos guían los relojes, los que encierran la noche (que
debiera ser eterna) en algunas horas breves, no suficientes para imaginar y
convertir en reales los mundos que aprehendo.
Y la lengua,
objeto animado y voraz, caníbal que no respeta reglas ni academias, que vive y
husmea sin fatiga como las escondidas musarañas. Cuando creí dominar un idioma
supe al primer día que había fracasado. Nada está dicho, por escrito que esté,
y menos santificado; lengua, idioma, jerga, variantes, orígenes, desviaciones,
neologismos, arcaísmos. Leo a un admirado amigo que dice que nos pasamos
repitiendo, reescribiendo lo ya trillado, tal vez lo único que tuvimos que
decir. Pero, y esto en calidad de emigrante/inmigrante, descubro que no, lo que
me alivia, porque lo peor, creo, sería cansarse de uno mismo. De la mujer,
quizá, pero inventaron la expresión “amor” cuyas connotaciones esotéricas
maldicen a los creyentes que desoyen los gritos de lealtad. Se comete falsía,
se es infiel, y luego de retorno a la redada, al gremio de los cariacontecidos,
los buenos y los tontos. Quizá los afortunados. Pero en cuanto al habla, luego
alumbrada en escritura, es la geografía la que mortifica, al revés del
cansancio, de no tener tiempo para captar sutilezas y sinuosidades, averías y
desdenes que nos renovarían por siempre y para siempre. La clepsidra se vuelca
a principio y fin, pero solo para lo efímero y carnal que somos, para el lomo y
muslo animal que poseemos a pesar de cualquier pretensión. La de escribientes,
verbigracia.
¿A qué va esto? A
que luego de más de treinta años de hacer borrones, manipulando un escueto
número de miles de vocablos, matizándolos con emociones a veces afortunadas o
jodiendo la palabra con jerigonzas, me gusta advertir que cada página me está
costando una noche, un precio muy caro si retornamos al asunto de la escasez y
de la luz que mata vampiros; es posible que con tanta muerte salga un engendro
jugoso que valga pizca más que los treinta denarios del Cristo. Lo vamos a
saber, un día, si los búhos gigantescos que pueblan las ramas de la ciudad de
Centennial no secuestran los ánimos y los destrozan como a ratones, o me ahogue
yo en el dique penumbral por el que atravieso manejando el auto a velocidad
dado lo invisible que soy, y que me siento entonces.
Hay un dolor que
supera el crujir de las rodillas de cincuenta años, lo cegato de estos anteojos
comprados en Walmart a dos dólares, y es saber que tienes a mano una pepita de
oro, un carbón dicho diamante y que quizá no tengas la destreza de manejarlo,
de pulir aristas y añadir quilates. Hay que intentarlo, sin embargo, con las
limitaciones de tu talento, felizmente sin ninguna (¡vade retro!) ofuscación de
fama y por encima de la ruidosa manifestación de los relojes. Al menos no hay
campanas de iglesia que suenen en estos pueblos infieles, aunque… a decir
verdad, me encantaba esperar el mediodía en la vieja plaza 14 de Septiembre, no
la nueva, y escuchar las campanadas de la Compañía. Recuerdo, tengo que
registrarlo, en el magnífico Los ríos
profundos, el ronco tintinar de la María Angola…
Pues heme de
nuevo sentado en silla africana de madera parda, acomodando hojas, cuartillas,
servilletas y listas de compras con notas que vienen al caso de producir una
novela. Más fácil me sería hacer cine, que las imágenes quitan el desasosiego
de querer explicar sin posibilidad de hacerlo. Igual con los colores, porque cómo
describo sin acuarela el paso de la sombra total a un sepia con tintes
amarillos y naranjas sin ton ni son. No hay cine, cámara, o Ava Gardner; tendré
que conformarme con lo prosaico del diecisiete de abril del año diecisiete, con
el café con leche enfriado y una dura mitad de galleta con chocolate chips.
La luz interior
del Honda parpadea, la batería muere a las doscientas mil millas. El resto de
la página lo escribo a oscuras, con letras grandes según corresponde a la
grafía de un novel analfabeto.
04/20/17
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Publicado en
TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 23/04/2017
Extraordinario escrito, querido Claudio.
ReplyDeleteUn fuerte abrazo
Gracias, Jorge.
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