Luego de las
peripecias de intentar viajar a Cuba desde los Estados Unidos, finalmente lo
logré. Había pedido permiso al Departamento del Tesoro, encargado del embargo,
para viajar con fines culturales, como jurado del premio literario Casa de las
Américas, a La Habana. Contestaron con un patético: «no creemos que hay
suficientes motivos válidos para su viaje». Tomé la opción de los duchos: la
ida a través de México. Como resultado, aparecí a los pocos días en la
bellísima tierra cubana, en una ciudad indescriptible.
En ambiente que
quizá no tenga par, de amistad, de gentileza, de tradición si se quiere, los
jurados comenzamos a trabajar en la Casa, en Cienfuegos y de retorno a la
capital. Debo decir que me sorprendió el nivel de las obras participantes. Lo
he dicho en prensa: hubo novelas que no fueron siquiera seleccionadas cuya
calidad excedía mucho material impreso y comercial en la América nuestra. Y ahí
cabe destacar el papel —valor— fundamental de este premio en las letras
latinoamericanas y los nombres que ha dado a la historia.
Entre las novelas
que se me asignaron había una —la que preferí—, no voluminosa, dinámica, ágil,
atrevida, con párrafos breves y páginas y páginas de oraciones que
representaban ideas y modelaban un personaje. Entre densos libros, de sólida argumentación
y destacado tratamiento narrativo, me incliné por Los hijos soñolientos del
abismo, de Geovannys Manso, escritor villaclareño de quien no había
escuchado antes, por el desafío estilístico y su paradójica sobriedad, amén del
suspenso por llegar al desenlace.
Preguntarme el
por qué la elección ante un cúmulo de novelística diversa y rica alude a mi
condición de lector, antes que jurado. Y es que los capítulos de esta extraña
producción literaria cargan tal soltura que la noche en que la empecé y la
terminé fue un paseo por una prosa admirable, cargada de ideas, plena de
sensaciones, donde la pausa no está dada por vacíos de calidad o inútiles
rellenos, sino por el aire que debe uno tomar para continuar en una carrera que
se debe terminar para conocer su epílogo. Difícil tarea la del autor, tomando
en cuenta que no hay una estructuración argumental clásica, y sí
experimentación verbal, usufructo de materiales de ciencias como la medicina,
de lógica matemática, de profundidad filosófica y sarcasmo natural.
En un diario que
marca los días, semana a semana, y que alterna con historias que no pertenecen
al detalle cronológico, Geovannys Manso escribe una novela inteligente, de gran
desenfado y humor, negro y ácido a menudo, con conversaciones intertextuales y flashes
del pasado en una perspectiva de presente vacío: «Miró a su alrededor, y
descubrió que sí: que el vacío existe».
No prosigo porque
sería quitarle esa intriga que persigue al lector a lo largo de las páginas.
Hoy, que las redes sociales se han extendido como un manto que lo cubre todo,
siempre que he «compartido» algún fragmento, ha causado asombro.
Y es que —sin
dudas—, estamos ante una novela compleja, filosófica, intelectual, cotidiana,
febril, irreverente; espejo en el que no todos queremos vernos, pero al cual
observamos de reojo.
Jurado Premio
Casa de las Américas, 2011
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Prólogo a Los hijos soñolientos del abismo (mención
Casa de las Américas 2011), novela de Geovannys Manso en LETRAS CUBANAS,
febrero 2017
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