Leía en un banco
a Joyce. El libro se había remojado noches atrás en cerveza. Estaba doblado.
Los universitarios de la FUL corrían de un lado a otro; andaban siempre
ocupados. El pretexto: la revolución no espera. Leía a Joyce. Francine me había
abandonado. Y me moría mientras leía a Joyce pensando que alguien, algún otro,
tocaría esas nalgas blancas, chuparía los rosas pezones y se hundiría en su
vientre que en el crepúsculo tomaba tintes azules, como de lomo de ballena.
¿El tiempo? Era
antes, mucho antes, pero para nosotros literatos el tiempo es plastilina, y
también los personajes. Sin ser magia, cabalismo, mover las letras,
intercambiarlas, sobreponerlas, inventa hombres, y dioses. Francine estaría
moviendo su vientre azul, parecía un cuadro de Jawlensky, mientras un mestizo
entusiasmado, raza entusiasta que somos, golpearía sus costados metódicamente
hasta extraer de su pene el maná, el proverbio del que venimos todos, y que
curiosamente, quizá para ocultar la vergüenza, llamamos amor.
Era antes, lo dije,
y barbados jovencitos jugando al Che disminuían el pensamiento y la vida, los
contraían hasta convertirlos en un simple cubo, no el de Rubik, aburrido y
desesperanzador
Pesa la tarde.
Mastico una galleta de nuez que denigra mis expectativas. Soñaba que con ella
leería poemas debajo de un cedro, que hasta concedería a Gibrán páginas
valiosas, pero no. La nuez apenas se siente; los caracteres árabes del envase
me engañaron y, sin embargo, aparece una muchacha muy blanca con sandalias
doradas y pelo negro. La observo desde el auto, Mirada de águila arpía. La
radio castiga con un merengue, Supermancito,
que cuenta la épica de dos boxeadores; De la Hoya y Trinidad. Las sandalias
brillan y ella muerde una hamburguesa. La pegajosa nuez me ha recordado con
dolor que envejezco y que las muchachas blancas de sandalias son como fatídicas
galletas semitas, te arrancan los dientes.
…Marruecos, ya
que los árabes han dado una voltereta, de la nuez a la literatura. Abro la
novela del Hafa de Pablo Cerezal, español, madrileño, que de pronto habla desde
la nube virtual que nos controla y echa gajos que se harán cultivo. Página tras
página ¿o no era así? ¿o lo leí después de conocerlo? No se trata de una falsa
cronología; una indisciplinada, tal vez. El hecho es que habla y nos entendemos
en esa tierra de nadie que hay entre su castellano y el mío. Nos gusta Henry
Miller y comienza bien. Los Trópicos, Anaïs que narraba que sentía la verga
dura de Henry penetrándola. Juan Goytisolo, más que Flaubert, en la poética
sucia y dolida magrebí. Conversamos de hachís, el chocolate, y le digo que en
el ghetto, en los refrigeradores del Mercado, lo fumábamos dentro de manzanas
verdes, Granny Smith, las agrias y jugosas, con una protección de estaño,
claro, pero que dejaba penetrar el aroma, no duro como la verga de Henry en la
memoria de la más hermosa de todas: Anaïs, pero bastante como para derribarnos
entre papas dulces y repollitos de Bruselas. Cargadores éramos, estibando para
los ricos de la capital lo que el mundo producía. El plástico que impedía el
ingreso del aire a las conservadoras era grueso y hacía ruido al chocar.
Pablo está casado
con Sabah. Casado con Marruecos. Escribe en Red Marruecos. Su desgracia es
España pero también su fortaleza.
Él vive en una
Bolivia que yo había abandonado. Me corrieron los brujos escupiendo alcohol
hacia la noche. La noche que me despedía vinieron cuatro mujeres. Una se quedó.
Sobre su vientre miraba hacia atrás y me sonreía. Ven, dijo, pedía, igual que
la muerte sigue llamando, la que me va arrebatando a los queridos, uno a uno,
en espiral hacia mí para que nunca termine mis páginas. Pablo vive con niños
pobres y es, como ellos, otro funámbulo que se mece en palos endebles recogidos
de un mundo mal construido. Así goza y escribe, en un circo al que no le falta
color pero que truena y graniza. Hablamos, sin idea de la gravedad de la voz,
del tono, del tiple. Ni siquiera la trampa de una cámara en el ordenador. Nos
conocemos de palabras. Nos leemos. Nuestras ciudades se acuestan como mi amiga,
de estómago, para mirarles las corvas, las estrías que las decoran de tanto mal
parir.
Hay una cita,
fechas de azar y de conveniencia. Pero entonces Pablo tropieza con indigenistas
putañeros y niñitos bien, igual putañeros. Todos quieren ser lo que no son, más
de lo que son, prostituidos en mente y cuerpo; el alma no se les repartió
cuando en el génesis se dio dádivas a los animales. Al león lo hizo feroz,
inteligente al zorro. A estos les echo un espumarajo de duda, ni los consideró
para el séptimo día. Así los heredamos, bien hijos de la gran puta.
Con ellos lidió y
Bolivia se fue escurriendo al abismo de la cloaca, por donde se van,
literalmente las monedas. Universo de firmas y sellos, de timbres con multa. Si
poco falta que nos empaqueten y nos manden por bote, huesos ya. Ni que fuésemos
san Expedito, el pobre santo cuyas reliquias llevaban un sello de expedición
rápida y que las monjas, madrecitas, hermanitas, creyeron su nombre de pila y
rebautizaron.
Expedito Pablo
Cerezal. Ni ese lujo le dieron. Lo hicieron aburrirse en oficinas, aguantando
la perorata de los necios hasta que lo echaron, criminal que es quien escribe y
para desgracia suya recuerda. Ahora Pablo está en Madrid en esa puerta soleada
por donde el sol parece no asomar.
Me propuso un
libro, uno que amara y denigrara nuestras dos ciudades. No hay comparación, se
dirá, entre Madrid y Cochabamba, pero en el cieno todo tiene el mismo color. De
noche todos los gatos son pardos, decía en efluvios de cerveza Omar, convertido
en profeta del escarnio. A la propuesta vino un seguimiento efectivo, la
necesaria actitud empresarial en buen sentido para que las cosas funcionen. Pablo,
acostumbrado a lidiar con bolivianos, se estrelló contra la inercia
cochabambina y, para mérito suyo, se escribieron memorables páginas entre
Vallecas y Cala Cala por su esfuerzo. Madrid-Cochabamba es el libro de Pablo
Cerezal acompañado. Lo reconozco, libro escrito entre correrías y ajustes, de
lejos, atrevido porque eliminaba tiempo y distancia. Lo eterno es eso, acabar
con el tiempo y el sistema métrico; si hasta parecemos esos santones del sertón
que combatían al metro con la misma beligerancia que a los soldados. Tiene alma
de mártir este poeta vallecano, el único de su barrio que no se lanza a las
graderías a hinchar vociferante por el equipo de la banda roja. Mártir,
ermitaño, anacoreta; “antiguo punk”, le han dicho con ánimo hiriente, merecida
medalla que desconocen los imbéciles.
¿Si nos hemos
visto? Una vez, por unas horas, en el Café Fragmentos de Cochabamba, regentado
por una amiga brasilera cuyos senos impactan tanto como su carácter. Pablo
apareció, pequeño el hombre, y barbado. Parecía cohibido, no uno de los drugos
perversos que retrata y que posiblemente fue, los de la naranja mecánica u
otros más modestos de la berenjena hispánica. Nos abrazamos. Presentaciones
sobran entre dos viejos punks, dos ácratas tan venidos a menos que tuvieron que
escribir porque se les mojó la pólvora. Vamos con la época, repiten las tías,
que son como madres pero con intención de amigas. Y la bomba se convirtió en
pluma y la Ravachole en escritos subversivos que no dañan a nadie pero que
brillan, oscuros como son.
Miriam vestía de
negro y trajo una y dos y seis jarras de caipirinha. Pablo observaba sus
botones plateados que apenas sostenían fantásticas tetas a punto de derramarse.
Luego, por efecto del aguardiente con limón, estuvo quedo, mudo. Sonreía, sí,
para anunciar que todavía no estaba muerto, que andaba de parranda. La mirada
se hizo lánguida, los ojos vacuos. Callé, borracho, y me susurré en el oído:
Homero, Milton, Borges…
No estábamos
solos. Amigos sugirieron mandarlo a casa. Tambaleándonos lo acompañé a un taxi.
El chofer, sombrío aymara, no habló. Lo amenacé. Como que no llegue a casa te
busco y te mato. Llámame, Pablo, le dije fuerte, soslayando el pobre hecho de
que ninguno de los dos tenía teléfono. En el futuro próximo me escribió. No lo
había matado el nativo, que motivos tendría para deshacerse del conquistador.
Gracias a ese ignoto perdonavidas tenemos un libro conjunto, una obra de arte
sórdida, jocosa, triste, luminosa. ¿Y Pablo?, preguntaron. Lo puse en el taxi y
semejaba un perro mojado.
Tom Waits,
apoyado en el centenario adobe de San Francisco Solano, sugiere: no pongas
“perro mojado”, pon “perro de la lluvia”. Pablo Cerezal, el perro de la lluvia,
claro.
07/15
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Epílogo para la edición española de MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desatre (LUPERCALIA, 2016)
Imagen: Banksy
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