Monday, February 20, 2017

Retrato del artista Pablo Cerezal como perro de la lluvia

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Leía en un banco a Joyce. El libro se había remojado noches atrás en cerveza. Estaba doblado. Los universitarios de la FUL corrían de un lado a otro; andaban siempre ocupados. El pretexto: la revolución no espera. Leía a Joyce. Francine me había abandonado. Y me moría mientras leía a Joyce pensando que alguien, algún otro, tocaría esas nalgas blancas, chuparía los rosas pezones y se hundiría en su vientre que en el crepúsculo tomaba tintes azules, como de lomo de ballena.

¿El tiempo? Era antes, mucho antes, pero para nosotros literatos el tiempo es plastilina, y también los personajes. Sin ser magia, cabalismo, mover las letras, intercambiarlas, sobreponerlas, inventa hombres, y dioses. Francine estaría moviendo su vientre azul, parecía un cuadro de Jawlensky, mientras un mestizo entusiasmado, raza entusiasta que somos, golpearía sus costados metódicamente hasta extraer de su pene el maná, el proverbio del que venimos todos, y que curiosamente, quizá para ocultar la vergüenza, llamamos amor.

Era antes, lo dije, y barbados jovencitos jugando al Che disminuían el pensamiento y la vida, los contraían hasta convertirlos en un simple cubo, no el de Rubik, aburrido y desesperanzador

Pesa la tarde. Mastico una galleta de nuez que denigra mis expectativas. Soñaba que con ella leería poemas debajo de un cedro, que hasta concedería a Gibrán páginas valiosas, pero no. La nuez apenas se siente; los caracteres árabes del envase me engañaron y, sin embargo, aparece una muchacha muy blanca con sandalias doradas y pelo negro. La observo desde el auto, Mirada de águila arpía. La radio castiga con un merengue, Supermancito, que cuenta la épica de dos boxeadores; De la Hoya y Trinidad. Las sandalias brillan y ella muerde una hamburguesa. La pegajosa nuez me ha recordado con dolor que envejezco y que las muchachas blancas de sandalias son como fatídicas galletas semitas, te arrancan los dientes.

…Marruecos, ya que los árabes han dado una voltereta, de la nuez a la literatura. Abro la novela del Hafa de Pablo Cerezal, español, madrileño, que de pronto habla desde la nube virtual que nos controla y echa gajos que se harán cultivo. Página tras página ¿o no era así? ¿o lo leí después de conocerlo? No se trata de una falsa cronología; una indisciplinada, tal vez. El hecho es que habla y nos entendemos en esa tierra de nadie que hay entre su castellano y el mío. Nos gusta Henry Miller y comienza bien. Los Trópicos, Anaïs que narraba que sentía la verga dura de Henry penetrándola. Juan Goytisolo, más que Flaubert, en la poética sucia y dolida magrebí. Conversamos de hachís, el chocolate, y le digo que en el ghetto, en los refrigeradores del Mercado, lo fumábamos dentro de manzanas verdes, Granny Smith, las agrias y jugosas, con una protección de estaño, claro, pero que dejaba penetrar el aroma, no duro como la verga de Henry en la memoria de la más hermosa de todas: Anaïs, pero bastante como para derribarnos entre papas dulces y repollitos de Bruselas. Cargadores éramos, estibando para los ricos de la capital lo que el mundo producía. El plástico que impedía el ingreso del aire a las conservadoras era grueso y hacía ruido al chocar.

Pablo está casado con Sabah. Casado con Marruecos. Escribe en Red Marruecos. Su desgracia es España pero también su fortaleza.

Él vive en una Bolivia que yo había abandonado. Me corrieron los brujos escupiendo alcohol hacia la noche. La noche que me despedía vinieron cuatro mujeres. Una se quedó. Sobre su vientre miraba hacia atrás y me sonreía. Ven, dijo, pedía, igual que la muerte sigue llamando, la que me va arrebatando a los queridos, uno a uno, en espiral hacia mí para que nunca termine mis páginas. Pablo vive con niños pobres y es, como ellos, otro funámbulo que se mece en palos endebles recogidos de un mundo mal construido. Así goza y escribe, en un circo al que no le falta color pero que truena y graniza. Hablamos, sin idea de la gravedad de la voz, del tono, del tiple. Ni siquiera la trampa de una cámara en el ordenador. Nos conocemos de palabras. Nos leemos. Nuestras ciudades se acuestan como mi amiga, de estómago, para mirarles las corvas, las estrías que las decoran de tanto mal parir.

Hay una cita, fechas de azar y de conveniencia. Pero entonces Pablo tropieza con indigenistas putañeros y niñitos bien, igual putañeros. Todos quieren ser lo que no son, más de lo que son, prostituidos en mente y cuerpo; el alma no se les repartió cuando en el génesis se dio dádivas a los animales. Al león lo hizo feroz, inteligente al zorro. A estos les echo un espumarajo de duda, ni los consideró para el séptimo día. Así los heredamos, bien hijos de la gran puta.

Con ellos lidió y Bolivia se fue escurriendo al abismo de la cloaca, por donde se van, literalmente las monedas. Universo de firmas y sellos, de timbres con multa. Si poco falta que nos empaqueten y nos manden por bote, huesos ya. Ni que fuésemos san Expedito, el pobre santo cuyas reliquias llevaban un sello de expedición rápida y que las monjas, madrecitas, hermanitas, creyeron su nombre de pila y rebautizaron.

Expedito Pablo Cerezal. Ni ese lujo le dieron. Lo hicieron aburrirse en oficinas, aguantando la perorata de los necios hasta que lo echaron, criminal que es quien escribe y para desgracia suya recuerda. Ahora Pablo está en Madrid en esa puerta soleada por donde el sol parece no asomar.

Me propuso un libro, uno que amara y denigrara nuestras dos ciudades. No hay comparación, se dirá, entre Madrid y Cochabamba, pero en el cieno todo tiene el mismo color. De noche todos los gatos son pardos, decía en efluvios de cerveza Omar, convertido en profeta del escarnio. A la propuesta vino un seguimiento efectivo, la necesaria actitud empresarial en buen sentido para que las cosas funcionen. Pablo, acostumbrado a lidiar con bolivianos, se estrelló contra la inercia cochabambina y, para mérito suyo, se escribieron memorables páginas entre Vallecas y Cala Cala por su esfuerzo. Madrid-Cochabamba es el libro de Pablo Cerezal acompañado. Lo reconozco, libro escrito entre correrías y ajustes, de lejos, atrevido porque eliminaba tiempo y distancia. Lo eterno es eso, acabar con el tiempo y el sistema métrico; si hasta parecemos esos santones del sertón que combatían al metro con la misma beligerancia que a los soldados. Tiene alma de mártir este poeta vallecano, el único de su barrio que no se lanza a las graderías a hinchar vociferante por el equipo de la banda roja. Mártir, ermitaño, anacoreta; “antiguo punk”, le han dicho con ánimo hiriente, merecida medalla que desconocen los imbéciles.

¿Si nos hemos visto? Una vez, por unas horas, en el Café Fragmentos de Cochabamba, regentado por una amiga brasilera cuyos senos impactan tanto como su carácter. Pablo apareció, pequeño el hombre, y barbado. Parecía cohibido, no uno de los drugos perversos que retrata y que posiblemente fue, los de la naranja mecánica u otros más modestos de la berenjena hispánica. Nos abrazamos. Presentaciones sobran entre dos viejos punks, dos ácratas tan venidos a menos que tuvieron que escribir porque se les mojó la pólvora. Vamos con la época, repiten las tías, que son como madres pero con intención de amigas. Y la bomba se convirtió en pluma y la Ravachole en escritos subversivos que no dañan a nadie pero que brillan, oscuros como son.

Miriam vestía de negro y trajo una y dos y seis jarras de caipirinha. Pablo observaba sus botones plateados que apenas sostenían fantásticas tetas a punto de derramarse. Luego, por efecto del aguardiente con limón, estuvo quedo, mudo. Sonreía, sí, para anunciar que todavía no estaba muerto, que andaba de parranda. La mirada se hizo lánguida, los ojos vacuos. Callé, borracho, y me susurré en el oído: Homero, Milton, Borges…

No estábamos solos. Amigos sugirieron mandarlo a casa. Tambaleándonos lo acompañé a un taxi. El chofer, sombrío aymara, no habló. Lo amenacé. Como que no llegue a casa te busco y te mato. Llámame, Pablo, le dije fuerte, soslayando el pobre hecho de que ninguno de los dos tenía teléfono. En el futuro próximo me escribió. No lo había matado el nativo, que motivos tendría para deshacerse del conquistador. Gracias a ese ignoto perdonavidas tenemos un libro conjunto, una obra de arte sórdida, jocosa, triste, luminosa. ¿Y Pablo?, preguntaron. Lo puse en el taxi y semejaba un perro mojado.

Tom Waits, apoyado en el centenario adobe de San Francisco Solano, sugiere: no pongas “perro mojado”, pon “perro de la lluvia”. Pablo Cerezal, el perro de la lluvia, claro.
07/15

_____
Epílogo para la edición española de MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desatre (LUPERCALIA, 2016)

Imagen: Banksy

No comments:

Post a Comment