Me ocurrió con
los rusos, a pesar de que un buen porcentaje de los que llegaron a Denver en
los años noventa eran judíos, armenios, kazajos, rusos blancos. Miraba a esa
gran población migrante que de pronto había venido a ocupar puestos de trabajo
en la gloriosa era Clinton, donde el dinero fluía a patadas y “América” era esa
del sueño y la leyenda. Llenaron posiciones menores, de peones por usar una
palabra, aunque no era la suya labor agrícola. Hice amistad, devoré borsch con
crema agria y eneldo; los catliets ucranios eran oblongas albóndigas de
inolvidable sabor, tal vez debido a la cantidad de masa grasosa; dulce es la
muerte.
Observándolos, me
pregunté muchas veces si estos podían ser aquellos de febrero y octubre del 17.
De indisciplinadas costumbres, poco aseo, escaso interés en lo que convenía al
colectivo; parecía que no. Claro que los hechos sociales no se guían por
minucias como las de la aversión al agua o la borrachera perenne que en los
edificios de apartamentos de Valentia Street teníamos con vodka. Poco a poco me
di cuenta que sí, descendientes directos de los milicianos subidos sobre los
carros de asalto para escuchar a Dybenko. Es más, eran ellos, muchos pequeños y
esmirriados, lejos de la idea que tenemos del ruso, los que habían correteado a
los alemanes hasta Berlín.
Pues lo de los
mexicanos vino a ser narración similar. Mi vicio con la cronología y los
héroes, en medio de una masa que hacía de rodillo histórico que permitía
descollar a los líderes, me llevó a observar a los vecinos, compañeros de
trabajo, al vendedor de elotes con mayonesa y mostaza en las tardes de otoño;
la vendedora de pan dulce, la tamalera, cuyos rasgos eran tan dulces y tan
fieros como soldaderas entonces, y tan serios y cojonudos ellos, los machines, vendiendo
helados hoy o como cuando morían en las cuerdas de Pancho Reatas, según le decían
a Francisco Murguía, constitucionalista y carrancista, ayer.
No cabía duda:
los mismos pelados de la revolución. Chaparros, en su mayoría, gente por la que
la patronal gringa no apuesta un peso, tan insignificantes aparentan ser. No
encontré sino en un par de ocasiones bigotazos clásicos entre los norteños; mucho
bigotito tipo sobaco de niña denunciando la sangre india, el pueblo labrador,
hacia el centro y hacia el sur. Por un lado la humildad del que siempre ha sido
pobre; por otro, el orgullo que caracteriza a su nación -en general- y que les
hace despreciar la muerte por ser vieja poco cachonda y “jedionda”. Cuanto
antes, mejor.
Los mexicanos de El llano en llamas vivían alrededor.
Dichoso yo que trashumaba la gran literatura tocando a la puerta, escuchando el
verbo, sin necesidad de acercarme a la academia. Leí a Rulfo entre los amigos coculenses
de un Jalisco bordeando ya Michoacán. Sentí el polvo, lo olí, Sahuayo y Comala,
un humo que se arrastraba desde el volcán de Colima para ennegrecer el cielo
también pesado de cuervos. Pensé en Joaquín, mi padre, que me hacía leer a
Martín Luis Guzmán a mis diez años.
En un festín de
tacos: al carbón, de carnita, lengua, tuétano y ojo, contemplé en un mexicano
sesentón a Pedro Páramo. Se apoyaba en la baranda de un centro vecinal para
fiestas, con un fondo de piscina, y echaba pausadamente chile casi guindo sobre
la carne humeante. Le pregunté de dónde era; no quién porque lo sabía de
antemano. “Gómez Balazo”, respondió casi con rictus mientras le chorreaba el
ají de árbol por el costado canoso de la barba y se lamía los dedos ensuciados
por las diminutas tortillas. “Un gusto”, y me alejé. Solo faltaba el traje
negro y viento de angustia. Pero esto era Colorado y lo negro del crepúsculo no
lo es tanto como al sur.
Por supuesto
Gómez Balazo no existe. Bueno, sí, pero se llama Gómez Palacio, ahí entre
Durango y Coahuila. Y no es que Pedro Páramo se burlase de mí, de allí venía,
de la muerte, y no huía de ella sino que la trajo consigo para cuando llegue el
tiempo de noviar y acostarse.
Si Macondo fue de
lluvia, Jalisco de polvo fue. Al ventear, lo que se levanta del suelo y vuela
por el aire puede ser fina arena, ceniza, pueden ser muertitos que fallecieron
con sonrisa en labios porque se les frotó el cuerpo con vino, por donde
entrarían las balas. O angustiados. O indiferentes, remojándose los labios
mientras les acomodan la soga. Aquí van a morir valientes…
Claro que son los
de la era revolucionaria. En la noche puedo sentir los pasos cortos de gente
que llevó eternamente huaraches. Los de Rulfo, seguro, si parece que sus
páginas se escriben alrededor, mientras cuecen carnitas de color naranja en
discos metálicos.
Cada uno de
ellos, los mexicanos cotidianos, los que te traen atole con tamarindo y tamal
con epazote y son dicharacheros, maliciosos, reidores, llevan detrás, se les
nota, muy poco miedo y harto de tragedia. También crueldad, lo he percibido.
También piedad.
16/05/17
_____
Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 21/05/2017
No comments:
Post a Comment