Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mendigo con la mitad de las piernas sobre el activo cruce de autos. Solo un instante para que un conductor distraído se las corte. Oblivion? ¿Olvido? ¿Qué piensa el hombre dormido? Mutilarse para vivir… tal vez, quizá el último recurso para asegurarse un lecho. Dudo que lo consiga. Tendrá que dormir, ya siendo un hombre a medias, en alguna suerte de vehículo que alguien le done. El sistema no perdona, va empujándote al abismo de a poco. Duermes en un rincón y te saca la policía; encuentras otro y te expulsan vecinos armados con ametralladoras. Queda trashumar las calles por la noche. Con suerte en la mañana se podrá dormir en una biblioteca, en un banco de plaza soleado hasta la noche del interminable paseo, arrastrando un carrito de supermercado o una vieja bicicleta cargada de bolsos llenos de cosas innecesarias.
Beethoven.
Suave, y de pronto su magnificencia brutal, explosión de instrumentos. Corno y
oboe, cuerdas. Paso otra vez dos horas después. En la esquina no hay rastro de
sangre. Si algo ocurrió ya lo lavaron. Otros mendigos, tres, dos hombres y una
mujer, se mueven como muñecos de opereta. En la oscuridad se escucha el
castañetear de dientes, pocos, y rastros de cerveza y orina tocan la pelambre
de una mascota suya que tal vez no sepa la diferencia entre miseria y no.
La noche.
Romance para violín. Pero también Sandro y Brassens. Pienso en mi hermana
muerta, en cómo se construye lo abyecto sobre los idos, que dijo y no dijo, que
fue así aunque era asá. Jugaban a las cartas entre amigos y de pronto ella dejó
la mesa, se puso de pie, voló hacia la sombra; ya no se la distinguió entre
cuervos que chillaban sobre una rama de álamo, árbol del algodón, le dicen,
porque arroja copos que semejan nieve en un calor de 82 Fahrenheit. La bandada
deja el refugio, se aleja por el camino hacia Parker, mi hermana se va con
ellos a pesar de que le digo que pondré su favorita canción de Leonardo Favio.
Romance de
la luna luna. Bluegrass del puercoespín. Conduzco por casi cuatro horas.
Observo al menos veinte mendigos en solitario y en colectivo. Cuando me detiene
una luz roja trato de no mirarlos. Con las manos me están diciendo hola, aquí
estoy, hambre tengo. Subo el volumen. Suenas las tres. Siempre llevo billetes
de a uno y cinco. Voy entregándolos como óbolo al papa. Dios te lo pague. No
pagará, Dios no paga porque no existe. Si paga, si sus dedos cuentan monedas, tal
vez crea. Mientras tanto no es otro que un comerciante de cuadro flamenco, lejano
y sepia, tanto que parece amor.
Otra
bandada de cuervos sobrevuela encima. Más lejos una formación de combate en V
de gansos canadienses. Bocinas del cielo en la noche. El lago de la encrucijada
entre la avenida Belleview y el bulevar DTC apesta. Hace demasiado calor y no
estarán funcionando los drenajes. Agua verde tomamos en una antigua caminata
entre Parotani e Itapaya. Los cuervos ríen, me arrojan relojes para que tenga
conciencia del tiempo. El maestro sordo no escucha su música, no le importa,
estalla y se burla. Ya en casa llorará la pena de la discapacidad, que es tan
parecida a la melancolía.
El bajo
suena profundo y rasgado. Será Cachao, o Django Reinhardt. Pero el canto es en inglés. El hombre, en la
canción, le dice a la mujer que no comprende. ¿Acaso hay algo que entender?
Esta vez los cuervos avientan Big Bens, para que aprendas. Y yo sueño. Con una
cabaña como la de Thomas Hardy, con esos extraños techos oscuros de la verde
Albion. Me detengo, ajusto el botón de cerrar el automóvil, me aseguro de que
todo lo que debe estar en los bolsillos sigue allí. Entro en casa por la puerta
lateral, miro la terraza para ver si está libre de ladrones, abro la casilla de
correo con las ofertas crematorias usuales cuando pasas el límite de los sesenta
años. Rutina. Me acuesto, son las cinco de la mañana. Me despierta una canción
de Tormenta, Adiós chico de mi barrio.
Con dos dedos abro la persiana y mi hermana María Renée está cantando en la
cima del inmenso árbol que da sombra a mi ventana. Me acomodo como para
concierto, sonrío. Te espero, me dice al terminar, adiós chico de mi barrio.
Pensé que el agua de mis ojos eran lágrimas y no: llovía.
Hice huelga
hoy, apenas me levanto y me pongo vertical. Prurito de vampiro, ¡oh dulzura del
catafalco!
Quiero
continuar con mi libro en ciernes con textos de la guerra de Ucrania pero no
tengo fuerza. Comenzaría con un verso de Calligrammes
sobre la belleza de las explosiones. Vuelva mañana, digo, o no vuelva, mejor.
Pregunta Apollinaire dónde está Max Jacob y no sé qué otro. Me pregunto dónde
estoy, que esta mañana vi mi cama tendida, no había yo dormido allí. Andaré
desdoblado, como cuando era niño, y atravesaba las paredes de cristal
creyéndolas paredes de aire.
31/08/2022
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