Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Vine de
tomar un café con mi hija Emily en Dazbog, café ruso con un gran cartel: No a
la guerra en Ucrania. Luego a casa. Iba a quitarme los zapatos pero decidí leer
algo de Zweig en la terraza. Comenzaba cuando llegó mi vecino, escritor de la
radio pública, jubilado, que enseñó en Harvard, que vio el 86, en Harvard, a un
viejito de bastón del brazo de una hermosa joven cabello azul. Lo vio pasar.
Alguien salió de una de las oficinas y preguntó: ¿lo viste? Era Borges.
De ahí me
pidió esperar un momento, él vive en la casa separada de atrás, solo. Sale
temprano con su maletín de cuero y lo veo caminando apresurado siempre. Volvió
con su laptop, y leyó, en inglés, un poema de Borges. Un par de veces secó
lágrimas. Perdón por lo emocional. Lo había leído por primera vez en Creta,
junto a un relato. Habló de Homero, del mapa del Laberinto, de Odiseo, Palas
Atenea, de la sangre en las manos. De Circe y las negras naos de Troya.
Derivamos hacia un tema que nunca dejará de causarme asombro, la Ilíada y los
libros alrededor de ella. Telamón y Tideo, padres de los héroes Ayax y
Diómedes. Salónica, ciudad donde no se puede dormir, tan viva está. Rembétika,
el subsuelo y Esmirna. Istanbul, puertas que invitan a ser abiertas y que al
cerrarse terminan la historia. Otra lágrima cuando Borges menciona
Northtumberland.
Vuelve a
Creta. Desciende de griegos sin hablar la lengua. Está ante la tumba de
Kazantzakis, lo llevan a la parte posterior. Unas líneas del escritor que dicen
que no espera nada, que no teme a nada. La Carta
al Greco, Cristo redivivo, Zorba, Anthony Quinn y Theodorakis. Pasa
otro vecino, embrutecido por el reefer, dando tumbos. Agarra el monopatín
eléctrico y desaparece. Vuelve con paquete de cerveza, choca contra las
paredes, rebuzna y desaparece.
Seguimos.
Menciono a Schwob. Oyó de él sin leerlo. Del libro que tengo conmigo, todavía
en la poesía, confiesa que ama a Joseph Brodsky. Osip Mandelstam, el hombre que
escribía sabiendo que era su sentencia de muerte mientras otros hacían
garabatos. Hablamos de Pasternak, un poco de Pilniak y Ajmátova. Por supuesto
de Babel y de Odessa, la belleza del decaimiento.
El clima
cambia, de un calor impresionante pasamos a un espléndido aire de lluvia. Le
cuento que el clima de Cochabamba es parecido al de San Diego, sin el mar. California,
San Francisco. Big Sur y Henry Miller. Comento que escribí ayer sobre mi largo
abandono de la literatura norteamericana. De Marilyn sugiere que el único que
lloró en serio fue Di Maggio, que era sentimental aunque tonto. Un amague
burlón a los hermanitos Kennedy. Arthur Miller.
Pregunta
sobre Buenos Aires. Le hablo de los bancos de madera del antiguo metropolitano,
de mis tardes sentado en Miserere, del ajetreo prohibido de Constitución. Emma Zunz, El Sur, cuchilleros que se desembarazan de la mano herida. En Borges,
el facón tiene mítica de espada escandinava. Recuerdo a Kipling y la saga de
Thorfinn Karlsefni. Le agradezco la conversación, no suelo hacerlo. Yo tampoco.
Eremitas somos y debiésemos escondernos en el Monte Athos, o en aquel
monasterio en medio del Sinaí, un pequeño ojo en el infierno, donde el aroma de
pan recién horneado es tan antiguo como las pirámides.
Mika
Waltari, Sinuhé el Egipcio. Qué
agradable conversar sobre las obsesiones, la cábala de los nombres, el hechizo
de los tiempos, la construcción de la forma.
Borges amaba a Yeats. De Yeats leí poemas y leyendas irlandesas. Derivamos al pintor Arnold
Böcklin, ni sé por qué, relacionado con el autor argentino. Resalta la Isla de los muertos y yo su autorretrato
con la muerte. Han pasado dos horas. El hombre ha llorado por Borges. Mis ojos
murieron en la sequía pero no el espíritu. Nos levantamos. Agarro mi libro, mis
dos libros que ni abrí, y él cierra el ordenador. Se va por el pasillo lateral,
el que tiene flores azules. A sentarse en su silla mesa solas. Ando en lo
mismo. Oigo al vecino lanzar coces arriba, mugen las gentes que atraviesan la
calle, faunos y langostas saltan y sobrevuelan encima de la carroña. Tipos
manejan a gran velocidad, la baba les explota en las mejillas. Mejor me
encierro, digo, que este Jardín de las Delicias me es conocido ya y hoy no
quiero condescender con molinos y molinas de aspas giratorias. Dejad a los
asnos su imperio que acá no entra nadie. Que copulen y paran bestias enanas que
han de crecer, ya qué más da para los lustros restantes. Inmensa pena de dejar
a los queridos en este fango. Pasa otro desnudo aullando, tiene patas de cabra
y cola de cerdo. Escribe Mandelstam: “Y un coro enmudecido de pájaros nocturnos/Atraviesa
el silencio”.
05/06/2022
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Imagen: Arnold Böcklin/Autorretrato
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