Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Porto,
Oporto. Intento recordar el aeropuerto, llegando de Londres, y no puedo. Dudo
que fuese algo inolvidable pero por lo general siempre presto atención a detalles.
Podría ser la emoción; era el inicio de un viaje que no tenía retorno y ahora
estoy sentado con un café con leche condensada y mordiendo unas galletas cerca
de donde lo comencé.
Bajo de mi
pequeño hotel, un cuartito en el piso arriba desde donde observo jóvenes en las
escalinatas del teatro al otro lado de la calle. Comienza a anochecer. Otoño,
pero está más que templado. Cada día paso por un restaurante popular, muy
ocupado, y desde la vitrina veo infinitud de chorizos que entran y salen del
parrillero. Siempre me digo que voy a entrar y no entro, y termino comiendo
comida turca en una especie de Prado al fin de la colina, con profusión de
entregadores de comida en moto, algunos turistas, y grandes edificios viejos en
penumbra.
Cerveza en
soledad, dejo las horas caminar sobre mí. La lager amarilla ha perdido espuma.
Agito el vaso, me gusta que la cerveza tenga espuma, me gusta la espuma del
amor. Tu sexo parecía canción de navidad, venerable efímera barba blanca, sin
villancicos de por medio. Sudor de ti. El paseo de Oporto se nubla, la gente va
raleando, los turcos comienzan a poner sillas sobre mesas. Tiempo de cuesta
arriba. He mirado hermosas portuguesas, todas ajenas, vírgenes medievales que
no miran ni al costado. Como caballos.
Al subir
veo el ajetreo de los choriceros. La luz externa ya es mortecina, han bajado su
intensidad para avisar que cierran. Mañana vengo, me prometo. Mañana voy.
Me
desvisto. Los hoteles son carísimos. Esta sería una buhardilla; le inventaron
un baño. Un plástico duro hace de pared para no mojar el piso, hay que eludir
la llamada “taza”, burlona descripción del trono íntimo. Habrá diez centímetros
entre el muro plástico y ella. Cada ducha lava todo el resto del baño; hay que
secar. Ninguna municipalidad aceptaría eso, pero soy de Bolivia y me he
acostumbrado a los “hechizos”, no me refiero a encantamientos sino a cosas
hechas burdamente a mano, o fuera de cualquier lógica. Un ron Zacapa perfuma la
oscuridad; gotas sobre los pezones aplacan maremotos. Un ron “hechizo” te manda
al carajo, ron pendenciero, ron de piratas de secos ríos, jaja, como los
almirantes de mi patria que nunca vieron mar ni nadar saben, solo bambolearse
en el oleaje turbio de la chicha y el oprobio.
Duermo
bien, con la ventana abierta. Hay brisa cálida que llegará del océano. Por más
que intento no oigo fados, serenatas. Portugal es frío como sus bellos
azulejos. ¿Cómo no ser triste con mujeres que miran al frente y nada más? Queda
el fado, la saudade de la nada. Duermo. Sueño con chorizos portugueses en
oleajes rojos de peri peri.
Seis sardinas
doradas en la parrilla, papas fritas, helado vino blanco, ensalada rusa,
lechugas. Entre el tren y el mar, en una calle de restaurantes a izquierda y
derecha, de piel de pescado reventando en el calor de la brasa. Olores, aromas,
una foto personal para la memoria. No como la cabeza no porque no sepa si es
parte de la tradición hacerlo sino porque ni entrañas ni cabeza para mí, me dan
escalofríos. El vulgo local cochabambino dice “calofríos”, y ay de que los
contradigas. Abro la boca y el pescado me mira, no tiene párpados, cómo es
posible, pregunta, y apuro el vino. Otra copa, obrigado. Las sardinas son de un
gris metálico, hasta con rincones azules. Añado sal a la ensalada, la papa no
ha sido bien cocida, pero en general el plato está sabroso, el ambiente
perfecto, viaje de conocimiento y de placer. Sardinas frescas comí una vez, en
los muelles de Castellón de la Plana, cuando los del sindicato de pescadores
nos regalaban bolsas de ellas, para los miembros de la FAI, Federación
Anarquista Ibérica, en cuyas páginas hoy se ensalza a Evo Morales. Borré la
página, no la visito más, me quedo con los Solidarios, con Durruti, Ascaso y
García Oliver, con los amigos de Castellón. Canta Chicho Sánchez Ferlosio.
Ahora la revolución ya no es contra el poder, puede ser a favor del poder de
corruptos y pervertidos. Un amigo escribe una elegía al porcino líder
norcoreano. Los ojos de la sardina están muertos y ciegos. Los míos vivos, pero
decido que también ciegos. No quiero ver ni saber. Deseo la sombra de un árbol.
Un molle, y que no me estrangulen ni pobres ni maleantes, que tampoco ya dormir
bajo un árbol se permite hoy.
Camino por
los altos del río Duero. Fotografío acá y aquí. Al fondo veo el pez plateado,
las riberas, casas de altos, coloridas con los rojoamarillos que se desvanecen
crepusculares. Tomo una mesa y pido vino del Douro, cómo no, y ordeno un plato
de carnes. Pienso que hace unas semanas me agitaba en desesperación, que el
mundo ya estaba hundido, que era cuestión de horas. Ahora, lentamente, hago girar
la copa, con pausa sorbo, el vino corre en la garganta como rebasando rocas,
haciendo cascadas. En el café tocan Suzanne
de Leonard Cohen. Es Portugal y el Duero corre allá, detrás de los arbustos de
la quebrada barbada de verdes. Si ella está aquí, la que se fue, seguro, pero
no se sienta en mi mesa, sorbe su propio vino verde y canta como una paraba
pírricos triunfos de amor. Paraba azul, casi extinta. En mis ojos, cultivos de
papaya a orillas del Caine, camiones llenos de polvo. No, no estoy allí, en las
piedras de lo antiguo. Portugal. El Duero corre detrás de Suzanne que lleva
calzones rojos de bandera comunista, la hoz que degüella, el martillo que
aplasta mi sien hasta que tomo aspirina.
¿De cómo
llegué a Porto? Lo sugirió una amiga que se deshizo en amor hacia Portugal.
Aparece una ventana en mi ordenador. Una tal Julie, 26, muestra tetas globo
terráqueos con polos de marrón casi oscuro, cerámicas que venden en mercadillos
de terracota. No quiero conocerte, Julie, ni así con esos punzones que tocan la
eternidad pero no soy hombre divino, ni Belerofonte ni titán. Apenas sorbo esta
sangre de uva con bayas del bosque mediterráneo y tiempo no deseo hoy dar al
amor ni a la carne, excepto al asado que nutro de sal y cierra mis labios en
pico de beata rezando.
Hay más,
mucho más, pero quiero detenerme en la terraza de este café de Porto, elevado
por encima del río. Ahorrar el vino algunos años, recordarlo como amante que
tocó la puerta mientras estaba descalzo, traía calcetines mojados de invierno y
una espalda que era más dolor que huesos. Todavía canta Leonard Cohen mientras
me alejo. En esta parte de la ciudad hay aire de pueblo, a pesar de que en
general el puerto no es una luz de neón sino claroscuros de modernidad
copulando con inquisidoras húmedas baldosas de negro piso piso negro y focos de
escasa potencia.
Amarilla la
sábana que cubre mis desvergüenzas. Si hubiera un grillo que cantara la
infancia, si tuviera mis libros de joven, Stendhal y Anatole France…
04/06/2022
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Imagen: Rua 31 de Janeiro, Santo Ildefonso, Porto
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