Thursday, October 31, 2024

Montañas de Bolivia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Subíamos en medio de soberbias alturas no nevadas y un algo raleado bosque de eucaliptos hacia Potolo, departamento de Chuquisaca, Nelson Tovar Ortuño y yo, en un auto chino que respondió muy bien a semejante odisea. Lo digo así porque cuando uno está al otro lado de la cordillera de Los Frailes, ya en los valles, mirando arriba, parece increíble haber descendido esa distancia. Se duda si será posible volver y, otra vez, el vehículo del oriente lejos responde.

 

Tierra de hermosos tejidos jalq'as, de sofisticada figuración. Monstruos, o lo que fueren, seres mitológicos, oníricos, estampados en fondos rojo y negro, como las montañas que acabamos de bajar. De la cumbre se observan tonalidades carmesíes de polvo, ríos de agua gredosa, tormentas de viento, árboles típicos de los valles bolivianos, maíz, quinua, papa. En la plaza de Potolo figuras de yeso de muy mala calidad representan héroes locales. Me recordó Tarabuco y las mismas representaciones burdas de sus triunfos ante España, tan distintas a la finura de sus textiles, más en Potolo que en Tarabuco, Yamparáez o Candelaria, pero también. Leo ahora el libro de Lindaura Anzoátegui de Campero, esposa del general Narciso Campero, acerca de Manuel Ascencio Padilla y me ubico, en parte, en esta geografía que recorremos hoy.

 

Con lentes de sol por la brillantez del aire, imagino tanto que desconozco. Cerros en forma de ráfagas recuerdan hechos históricos. De muy joven quise escribir una novela que tratase del viaje, a pie, de Tomás Katari de Macha a Buenos Aires con justas demandas económico-burocráticas. Devino en rebelión y en esas montañas que contemplo, desbarrancaron al caudillo. Hubo flores y chicha en el triste festejo de su muerte, cuando lo sacaron del fondo del abismo. Mientras tanto, habían lapidado y extirpado los ojos de su asesino, dejándolo insepulto por ahí, por donde mis ojos caminan como si tuvieran piernas y la imaginación es más viva que la sed. Aquellas páginas no se escribieron, la vida llevó hacia otros derroteros y hoy es tarde para dármelas de investigador con un largo proyecto literario. Pero es bueno ver esto, bueno saber, mal que mal en esta guerra racial que consume Bolivia hoy tenemos que aceptar que nuestra historia es tanto compartida como propia, nos pertenece a todos, así no lo acepten los adláteres de alguna confusa pureza de raza.

 

En la otra vertiente, en las curvas del camino por el que subían empolvados minibuses cargados de gente, aparecían casas solariegas que parecían vacías mas no abandonadas, de bucolismo tal que harían las delicias de cualquier cochabambino. Pequeños pueblos, nombres de embrujo, piedra de los ríos, olor a eucalipto, sendas con un destino anotado apenas en un peñón al lado. Con Nelson conversamos que en otra ocasión los seguiremos, hasta los todavía mágicos lugares de Potosí norte, las pampas acuíferas, la ruta de la plata, el oro y la diablada.

 

Estoy con El macizo boliviano, libro de Jaime Mendoza; lo estoy disfrutando. Seguirá Raúl Botelho Gosalvez y ensayos sobre el país. El autor nombra localidades, lugares que busco con avidez en la red, en los mapas de Google. He pasado una tarde tratando de ubicar picos de la cordillera occidental fronterizos con Chile, fuera de los famosos Licancaur, Ollagüe, etc. Sin éxito. No dudo que todavía existan, volcanes apagados muchos, pero les habrán cambiado nombres. Conocí a la hermana de un amigo a quien los militares deportaron a Ollagüe por actividades subversivas, al lugar más inhóspito del mundo. Majestuosamente  bello, sin embargo.

 

El geógrafo-escritor deambula, con largos párrafos y capítulos según su estilo, por una altiplanicie y orografía a las que poco falta para ser fantasía pura. Tiempos idos hoy que el capitalismo brutal de las mafias ha infectado el largo y ancho de la república. Hablamos de vistas de fines de los años veinte; el saqueo medioambiental, la falsa retórica indigenista, una historia corrupta y desalmada han casi acabado lo que quedaba. De profundo negro, el futuro. Como las oquedades del Tata Sabaya en donde se escondieron tanto indígenas chipayas como chinchillas azules, perseguidos por aymaras y blancos por igual. Relata Jaime Mendoza que los aymaras utilizaban hurones (serían comadrejas) para cazar las últimas chinchillas. El Tata, la montaña, los dejaba penetrar por sus resquicios y ya adentro los mareaba para que no saliesen más. Llorará el volcán Sabaya por sus hijos muertos, porque el viento feroz y helado ya no trae vestigios de vida. Tengo en mi colección de antiguos tejidos andinos tres fabulosos chullpas. Me dijeron “del Desaguadero”. Preguntas sin respuesta, solo adherirse a la belleza, al imperecedero arte de los contradictorios hombres. En 1980, viajando a Chile, auge de la dictadura de García Meza, nos detuvimos a tomar un baño a orillas del otrora gran río Desaguadero. Luego, caminando, me aproximé a un grupo de chullpares muy excavados por los ladrones de tumbas y me enteré que eran baños públicos en la inmensidad de la nada… Seguimos hacia Tambo Quemado, en otra ocasión lo hicimos por Turco, cruzando Curahuara de Carangas, de triste recuerdo para mis tíos falangistas. Frío y notable iglesia. Café destilado en vasos de metal. Queso y pan marraqueta.

 

El Sajama es una de las cosas más impresionantes que he visto. Solitario, misterioso, hatos de cientos de llamas alrededor, uno que otro pastor. En el vivac de los camioneros bolivianos en Arica, Chile, se contaban historias de terror y espectros acerca del gigante que crece como seno de mujer en la llanura. Narra Mendoza que un dios envidioso de que alguien le hiciera sombra al Illimani, lanzó un potente hondazo contra la montaña rival descabezándola y enviando la parte superior muy lejos en el altiplano. Así quedó sin cabeza el Mururata y la testa fue, y es, el Sajama, lejos de cualquier envidia divina, en la torre de marfil de las maravillas.

 

Ha pasado mucha agua, demasiada sequía en realidad, y ya no existe el Poopó y no sé si los nativos que se cobijaron en la falda del Sabaya, a orillas del lago Coipasa, continúan latiendo o no. De las chinchillas olvídense. De las vizcachas, igual. Cuando cruzamos la frontera en Tambo Quemado fue como penetrar a otro mundo, con la estética agreste de nuestro entorno, tan feraz y atractiva como la nuestra pero con profusión de especies animales: vicuñas, vizcachas, ñandúes, zorros ya invisibles en Bolivia. Los Payachatas, dos, impertérritos, observaban el camino pavimentado chileno que iba hacia Putre. Cuando retornamos, la frontera boliviana no tenía a nadie en oficina. Estarían de fiesta o de defecada a la intemperie. Lo cierto es que sellamos nuestros pasaportes nosotros mismos y vamos a Patacamaya. No sin antes tomar en el pueblo una grasienta sopa de asnito, asno, sí, de los miles que Jaime Mendoza alega vivían a la vera del Tata Sajama. Con burro rebuznando en el estómago bordeamos la masa helada, tan imponente que dan ganas de rezar. Pedro no estaba en el pueblito de Sajama y hablamos de cómo les estaría yendo a nuestros amigos presos por el golpe de estado en las cárceles del DOP de La Paz. Sesiones de manguera en culo hasta que llegaron los suecos y se los llevaron al paraíso sexual de Malmö donde olvidaron la revolución.

 

Por ahora hablo de la cordillera occidental y del gran vacío entre las dos cadenas que se bifurcan y se unen debajo en los Lípez creo. En esa parte oriental que comienza con la increíble Cordillera Blanca y va achatándose y expandiendo en el sur, está Potolo. Hablaré en otra ocasión de ella. En mi sexta década voy a adentrarme en la profunda Bolivia, lectura y viaje, y al morirme es posible que haya encontrado los orígenes de mis contradicciones. De nada servirá cuando el fuego consuma la calavera pero supongo que habrá un instante de sosiego anterior que traiga silencio melancólico semejante al paraíso.

31/10/2024

 

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Imagen: Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2024/Tormenta de polvo sobre el río Potolo 

Sunday, October 27, 2024

Volver a la bahía de Hudson


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En las periódicas expediciones en busca de mis desaparecidas bibliotecas hallo pasos de infancia y juventud. Hoy fue El país de las pieles, de Julio Verne. El primer libro que me compré de muy chico. Fue cuando aprendía francés en la Alianza Francesa de la calle Santiváñez. Mis padres me daban unas monedas para tomar el “quinientero” en la plaza principal para retornar a casa en Cala Cala. Por quinientos, que era lo que correspondía a cincuenta centavos. Luego fue “milquinientero”, taxis colectivos de entonces (partían cuando se llenaban), modelos de los años 40 y 50, de esos que aún funcionan en La Habana. He visto uno parado en la calle Antezana final. Iré a tomarle una foto mañana. Aquí se hicieron chatarra, nada se conservó.

 

La cosa es que volvía a pie, me ahorraba el pasaje y así fui construyendo una biblioteca con muchos libros de editorial Sopena. Una pequeña firma en la primera hoja dice “cfc”. No consigna el año, principios de los setentas, seguro. De las lecciones de francés me quedaron algunas cosas, un poco del idioma, los filmes de miércoles por la noche en donde vi Los miserables (Raymond Bernard, 1934) con Harry Baur en el papel de Jean Valjean, inolvidable. También Napoleón, de Abel Gance (1927); Poil de Carotte (Julien Duvivier, 1932), triste y magnífica. Estaba Elisabeth, maestra bella y risueña, lejísimos del niño que era yo y que miraba con platonismo su cabello rebelde, sus jeans, la desfachatez con que se movía rodeada de acólitos de su edad babeando a la intemperie. Mucho después, pero mucho, le confesé que la había contemplado por diez años. Respondió que sentía que por ese detalle ejercía yo, sobre ella, irrenunciable hechizo. La recuerdo en medio del canto amaneciendo de aves en las alturas de Cochabamba, con media botella de vino tinto encima del lecho que asesinó al tiempo, corto intervalo de un extendido llanto y una última carta desde Aurillac que decía que “nunca debí haber salido de ese sueño”. Fuimos cómplices en la lectura de La hermandad del anillo, de Tolkien, así como de Yevgueni Evtushenko. Intenté comunicarme, treinta años pasaron, y pidió no remover las ruinas. La atrapó la senectud, supongo, o el miedo de alivianar la sangre de nuevo para irnos de batalla.

 

Senilità, Italo Svevo. La vida estéril, monótona. Viejos estamos pero no somos. Sin embargo no dije nada a modo de respeto. No estoy todavía para arreglar floreros o lavar con spray rosas de plástico. Ojo, que no es reproche, solo recuerdo una obra del autor italiano y divago acerca de lo leído.

 

Hoy recuperé seis volúmenes. Tres de Julio Verne, un Dickens, Tartarín en los Alpes, de Alphonse Daudet, y el Wilhelm Meister de Goethe. Estoy contento. Vuelvo al país de las pieles. Cuando mi hija Emily visitaba los mil lagos de Manitoba le pedí que fuera a la bahía de Hudson. Imágenes que nunca olvidé, el fuerte Confianza en un marzo de 1859. Hablamos de una época en que iba perfilándose el futuro de Norteamérica, el expolio de la feraz naturaleza, lidiar con pueblos nativos en condiciones que las circunstancias determinaran. Cuando veía un castor en mis viajes por el campo en Colorado siempre recordaba esta obra. Uno de mis animales totémicos, escurridizo, brillante, constructor del espacio exterior desde su refugio bajo tierra. El solo sonido de su cola golpeando el agua todavía me estremece. Estruendo entre ramas, una piel brillosa estilo jabón que desaparece con ruido. ¿Qué era? Siempre el soberbio castor que se convirtió en comida, en piel, hasta casi extinguirlo.

 

Largos inviernos del norte. En Chicoutimi, Canadá, volvían las páginas de Verne a hacerse vivas, junto a las de James Fenimore Cooper. Como si la niñez hubiese permanecido crionizada y recién despertaba, siglos más tarde, a la todavía abierta última página de la lectura. Lastimosamente he olvidado la mayor parte del argumento. Quedan los grandes escenarios, la majestuosidad de la bahía, universo interminable y rico. Suavidad de las pieles de zorro, aquella acogedora de las pesadas del oso negro. Linces, mapaches y martas americanas de marrón pelaje. Grandes búhos blancos, mugidos del alce. Emily ¿has visto a los inuits?

 

Octubre casi termina. He completado un año desde mi regreso. Lo que otrora fue preciosa biblioteca va reanimándose a retazos. Vale, como todo el resto en vida, efímero, necesario cuando se debe, recuerdos los más. A qué llorar. Pequeñas grandes alegrías como esta de encontrar el primer volumen adquirido por mis propios medios, por once pesos.

 

Subía por la calle Baptista desde la plaza 14 de Septiembre. Hacía un alto en la plazuela Granado y bebía guindo api caliente antes de proseguir. Me apoyaba en los gruesos muros de las Carmelitas descalzas, sospechaba a tales mártires del otro lado observando el mundo exterior a través del opaco alabastro, dedicadas a hervir tostadas y a hacer dulces de almendras.  Cuando la Baptista hace una curva salía hacia el Prado, cruzaba el puente, el estadio de fútbol, llegaba a la boca de lobo de la avenida Juan de la Rosa y sus inmensos eucaliptos. Sobrecogía y, a propósito, combatiendo a mí mismo, me metía allí, en la caverna, y caminaba a gran velocidad las cuatro cuadras que me separaban de mi calle. Miraba atrás, no fuera que se me apareciera el hombre calavera del Orfeo Negro, filme que también vi impresionado en la Alianza Francesa. Noche tras noche para el tiempo de la adrenalina. Los vecinos contaban que asaltaban ciclistas, que les mochaban las orejas y etcéteras. Tal vez los maleantes me observaron caminando pero qué obtendrían de mí: el librito comprado en la tarde, Rojo y Negro de Stendhal, Las almas muertas de Gogol, ambos en Sopena española, amados, idolatrados. Sensaciones que sé únicas, las de un alarife que contempla el crecimiento de su obra. Miedo tenía pero más ansias de llegar a casa, comer lo que madre había dejado tapado para mí, cepillar de dientes, luz de lámpara y adentrarme en mundos lejanos que desde entonces forman parte de mi memoria inmediata, convertidos en vivencia ineludible, en geografías precisas y caracteres humanos de distinta particularidad.

 

Debo volver no solo a leerlo; me aguarda la floresta. No estuve en el Canadá central y debo ir, obviar la modernidad de Winnipeg, abrir la hojarasca y encontrar la fabulosa mancha acuática. Lírico, cierto, que el siglo XIX ya no pertenece, pero puedo recrearlo en mente. Una pequeña talla de foca de los esquimales me sirve como amuleto. La acaricio en la esperanza de que se presente el espíritu de los grandes lagos y obvie la historia hasta que yo lo considere conveniente.

 

Habrá todavía un resquicio de la bahía de Hudson donde pueda encallar mi bote y ponerme a pensar que es marzo de 1859 y las trampas han sido distribuidas por el bosque. Hora de dormir, hay que respetar el ulular de las lechuzas, el caminar profundo de los grandes mamíferos que no desean ser interrumpidos por el hombre. Tampoco yo lo deseo, quiero estar en silencio, alejado de las bestias.

26/10/2024

Monday, October 21, 2024

Érase el campo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En Trojes, tarde que huele a flor de paraíso, casi extinto ya, a retama entonces. Mantos de retama que han retrocedido hacia la falda hasta perderse. Juegos de memoria, deseos permanentes no inútiles. Se puede traer en palabras el flujo de aquellas brisas, hoy y en el final dormitorio con resina de olíbano ardiendo.

 

Trojes, pueblito antesala de la otrora plácida Tiquipaya. Algún año de mi juventud se encaramó en el poder el MIR, Movimiento de Izquierda Revolucionario. Allí pavimentaron una callecita que subía al cerro y la llenaron de mansiones revolucionarias. Hoy existen mayor número de ellas, pertenecientes a gringos, ex militares de extrema derecha, indigenistas ávidos de dólar, radicales dirigentes mineros, cocaleros, pachamámicos y pachamamistas y una amplia gama de falsarios en la tierra de la gran mamada.

 

Ahogué en ron las horas de pesadilla del karaoke, con mínimas excepciones. Una mujer mayor cantó El Pañuelito, tango de 1920 de Juan de Dios Filiberto. Lo tengo en antigua versión de Roberto Firpo y su orquesta. Valió. A lo lejos sonaba la diablada, fiesta de San Miguel Arcángel. Medioevo y Mad Max en extraña y real conjunción que desafía toda lógica. Frenesí del waka toqori, digno de Goya, hombre sobre toro, dentro de toro, abarcas y pies cuarteados de labranza pero también tenis Converse de la lujuria norteamericana; borrachera, resaca, muerte y resurrección…

 

Por poco no robé a mi hermana un libro de Juan Perucho; incluso lo separé pero no tuve tiempo de regresar. Los maravillosos cantantes ¿de dónde son los cantantes? (del país del karaoke) destrozaban a Nino Bravo y a Sandro. El fundamental gitano argentino perdía su tragedia a manos de un mínimo y tembloroso habitante del Ande, de piel blanca y calvicie no usual entre indios. Otros, en esta multigama de tonos local, discutían de política o peroraban con altivez de sabios de opereta de cualquier cosa porque las saben todas. El ron cubano de Varadero, una de ellas, y la grandeza del Castro barbado con voz de falsete que parece según decían había influenciado incluso en el sabor del licor.

 

En el mercado pregunté por tamarindo y la frutera respondió que debido a los bloqueos no habían traído. Y pomelo tampoco. Imperio de narco y perversión, muy cerca del génesis de la humanidad donde un ser único domina el total, es dueño de forma y discurso, maestro de escondrijos y hechizos, cabello de paja brava pintado a brocha, sentenciosos deditos índice de puta enana. Pobre Bolivia, tan cerca de sí misma. Difícil eludir tal circunstancia. Pues, salud, y ahora, para ustedes, bolero. Bienvenido Granda se habrá puesto de cabeza en su tumba.

 

Loma negra, tiznada a raíz, otra marrón con vitiligos gualdos. Chicho Sánchez Ferlosio, al menos en este rincón, esa lucha de gallos bicolores ha perdido asidero. Ninguna trascendencia en la nueva Gomorra. Hablar de Durruti se equipara a leer versos de Bécquer, hermosos con aroma de cedrón. Los de abajo, los más de abajo, nunca saldrán a flote. El verbo, así sea en castellano a medias, no sirve de salvavidas. Bordados, portaligas con arabescos, medias negras con lunares según llevaba Francine en la noche cochabambina que vendía llauchas en la avenida San Martín. Ay, el pañuelito blanco que te ofrecí, lamento borincano…

 

Recuesto en una acequia seca a V., pequeña que era, en la subida norte de la encrucijada antes del río de piedra. G. corre libre sin ropa alguna cerca de un escondido estanque en el camino del sur. Olían a joven eucalipto, hojas grises, ambas, y el reloj las tenía descansando al mismo tiempo porque a la memoria le pinta. Creced y multiplicaos, vaya si lo hicieron, y helados de canela, guanábana, mango y durazno llenaron la panza de la novel colectividad popular. Donde había árboles hay niños. El lecho incómodo de los amores, más árido que nunca, sirve de guarida excremental.

 

No que vaya tontamente a recitar a Manrique. Imparable dinámica futura. Hablábamos de génesis, en un tris apocalipsis. Amo las grandes ciudades, el ruido, el neón, la intimidad individual en el centro de la muchedumbre. Solo comento, ni sé ni diré de planes de desarrollo, de política no comento más, que se jodan todos. Para mí, recuerdos que hubieran sido serenos con música de fondo. Me tuve que aguantar seis horas de divos de la intemperie. Lo dicho, salud ron y venga otro.

 

Sin embargo, el peceto en olla, que en Bolivia se llama wit’u, estaba suave y delicioso, bien sellado, cocido a fuego lento, entremezclados ajo, tomillo, locoto y vinagre perdiendo su identidad personal. Uno de mis platos preferidos, con puré de papas y bañado en llajwa en esta ocasión verde, apenas perceptible la quilquiña que en lo posible prefiero obviar. Borra el plato el castigo de los canarios de turno, opaca su jugo marrón la silueta de las caderas firmes ayer, piezas de tango presentes.

 

Para descargo del espíritu musical he reservado en este momento una extensa compilación de The Kinks. Muy personal, de cuando Inglaterra y Leeds, y la vieja York, formaron parte de algún proyecto largamente detenido. Primero daré unas cuchilladas extras al texto y luego me sentaré flotando en el crepúsculo del Tunari a escuchar lo que quisieron extinguir ayer los soldados del karaoke.

 

Yo con el wit’u, sabor de dioses apátridas sin Olimpo, notando que la noche va horadando el último brillo para dar cabida a fantasmas. Una sandía en exceso madura brilla carmesí en la ventana desafiando el silencioso domingo.

 

Amaba ir al campo en bicicleta, en la Hércules aro 28 color guindo de mi padre. Del canal de la Angostura descender a Cuatro Esquinas a beber chicha. Cuatro Esquinas forma parte de lo urbano sucio, en la glotonería de la urbe que no respeta tierras cultivables. Me pregunto cuánto va a durar, siento el polvo que se mete en mis zapatos, huelo desechos humanos en aire de molles y alfalfa. Aroma de pollo frito. No he de ver la debacle pero bien que la calo. El fraude de la madre tierra no es otro que el del capitalismo más brutal. Gaza sin bombas pero que viva la fiesta.

 

Me despido de las mujeres del norte y sur, agradezco pleno de lágrimas momias su delirio. El desastre alrededor supera el de la vejez. Con un objeto mezclo en el oscuro ron con Coca Cola las líneas del jugo de limón sutil. Cubro el trozo de asado en olla de amarillo puré; lo recubro de verdor picante y cierro los ojos que al abrir seguirán mirando el cielo como si nada hubiera pasado. Bolivia del imposible posible.

20/10/2024


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Imagen: Henri Rousseau, 1908

Tuesday, October 15, 2024

Cinco meses perdida en Escitia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Leía La confusión de los sentimientos, de Zweig. Frío de mosaico en el culo pero estoy absorto. Tengo quince años y no he llegado a capitán, si me entiende Verne.

 

Despierto; domingo, de octubre domingo, de día sin ti ahora que la noche pereció. He revisado viejos comics argentinos, del maestro Robin Wood, Jackaroe recordando a los guerreros de Victorio. He visto Texas y también Chihuahua y lo he imaginado, sin la ornamentación del pow wow los apaches chiricahuas han salido a matar. En Golden, Colorado, las mesas, como se llaman esas rocas cuadradas elevadas a modo de hongos en la pradera, en el cañón de Chelly, recuerdan los westerns de la niñez. Bravos, guerreros-perro, brujos, volaron desde las cumbres al suicidio del olvido. Hoy suena el cascabel, nido de víboras al sol, que se esconderán entre rocas cuando arrecie el terrible invierno. Debajo, preciosas y prácticas casas de madera albergan a los descendientes de los profanadores. Tierra de leones de montaña, anuncia un aviso en la carretera. Aconsejan, en presencia de uno de estos felinos, abrir los brazos, agitarlos, hacer que uno parezca más grande de lo que es; todo lo contrario ante la aparición de un oso.

 

El Isuzu Trooper recorre el camino entre Golden y Boulder, bordeando las faldas de la montaña. La última vez, esa, íbamos con Daniela a beber cerveza a la ciudad universitaria. Había venido por ocho días a visitarme desde Budapest, Eight Days a Week. Elegante saco rojo, franela quizá, murientes días del 2008. Llena de libros de poemas en rumano, viejas revistas del año 56 y antes con la figura de Stalin. Una colección de exlibris maravillosos. Y su cuerpo, blanco pelirrojo, que acaparaba la lluvia de mi ciudad y la entregaba húmeda, con fuerte acento su inglés, a medir la paprika para el goulash, desnuda como debe ser la cocina, condimentada, pecosa.

 

Una familia de ciegos musicantes cruza el campo de Alalay. Con un brazo tocan los instrumentos, el otro lo tienen para aferrarse al padre que va delante para no caerse. El hijo, al final del tríptico en fila, toca uno de esos organillos pequeños, con teclas, que se soplan. Ni pensé en la tonada, fue como una aparición pesarosa, los ojos solo líneas deformadas de mucho dolor. Libros en la bolsa, literatura y ensayo, geografía y verso, inútiles cargas del fin de un mundo. Como vinieron se fueron, agarrados a modo de soldados a la guerra peor concebida, la de falta de luz. Mañana es quince de mes, cinco desde las líneas que rezaban “no te preocupes”. Claro que me preocupo, me he quedado ciego también sin ser instrumentista ni cantor. Mis libros me arrastran hacia el fondo de la marisma, tan mojadas las páginas que ya ni se leen. Los ciegos, cieguitos en el habla popular, van desvaneciéndose entre los pinos negros de una especie muy rara que apenas se encuentra hoy en dos lugares de Cochabamba. Escribo, esto es para mí una suerte de calendario, pared de prisión para anotar tu nombre e inventar los mil y uno avatares que estarás encontrando. Corro para sumarme a la fila de los no videntes, ni siquiera silbar puedo, pero una vendedora de algodón dulce me indica que se metieron en medio de las totoras del pantano y fueron hundiéndose hasta que la música se hizo burbujas y la tarde noche. Los devoró una culebra larga de alba cabeza ovoide. De su satisfecho eructo creció la luna y me obligó a rememorarte. Si estás por ahí, debes saber que voy acercándome. El ruido de ramas quebradas soy yo; el silencio yo.

 

Desgajados días siempre plagados de triviales actividades. En la noche asistí a una invitación. Folkloristas de antes usaron guitarras de hoy y gorjearon como pájaros de antiguos agüeros canciones cuyo peso el tiempo fragilizó. Sin embargo hay momentos, tú, Gloria, en el son de Ché Guevara, antes de entregarnos a ser amantes en casa de Hernán Gamboa, cerca de Colcapirhua. Olvidé el manual de la lucha de guerrillas pero no puedo olvidar la circunferencia de tu cadera.

 

En esa fiesta, cierta mujer se recostó sobre un diván. Llevaba sutil blusa que permitía ver prohibidos nacimientos. En tal posición de maja vestida, notorios sus senos de cartón piedra que al oír a Silvio Rodríguez temblaban igual a medusas asesinas. Toqué más tarde mi cuerpo para saber si hubo trascendencia. Me vino el sueño. Nada trascendente en la gelatinosa visión de un desnudo al azar. Linda, sí, no esperpento de Grosz, pero hasta ahí. Fresa de los forever fields.

 

Un afiche de una retrospectiva de Kandinsky en el Centro Pompidou se apoya en mi máscara guro. Pertenecería a algún danzante de zaouli. Le llegó la hora del aburrimiento, no más trombas de polvo mientras los participantes semejan flotar. Jesús Cristo de los zaoulis, así se lanzó sobre las aguas de un mar que me he propuesto ver cuando entierren a todos los muertos. Galilea, nota de importancia sin ápice de creencia, luego a por los nabateos, Petra, Palmyra.

 

Comento con un amigo acerca de su camioneta Toyota Hilux, el carro de la guerra, versión moderna de los carruajes de Ramsés. Prosigo: ISIS hizo de ellos arma fundamental, ágil, despiadada. La utilizan en Ucrania y los rusos a los que disparan saltan y caen como pipocas de maíz. Cine trágico, dramático, que no esté muy fría la Coca Cola, por favor, me destempla los dientes.

 

Medusas tembleques, ciegos sopladores de instrumentos de viento. La culebra de Alalay, el lobo Fenrir. Época de monstruos. Con tus largos finos dedos de clavicordio apenas cargas con tu compañera una bala de cañón de 155 milímetros. Cuarenta y cinco kilos de destino. Cada munición tiene un toque de perfume que se ha de evaporar. Pero, al salir, tendrá aroma de fiesta y al explotar de fanfarria. Serpentinas y mixtura, los indios bailan en el socavón. Tenue línea que divide lo bello de lo trágico, sutiles besos que envías al misil que vuela. Va con mis mejores deseos, mi amor, que cause la mayor destrucción posible y que muchos no retornen a Rusia. Te amo, no te preocupes, esta es la cuota de muerte que mi país va poniendo desde el año 900. La noche está plácida y suena Charles Aznavour. Que no retornen que no, que alimenten girasoles para que Victoria pueda caminar sin ropa entre ellos. ¿Que quién es ella? Fotografías de la memoria. The Cure: Pictures of You. “I've been living so long with my pictures of you”.

14/10/2024

 

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Imagen: Leonor Fini, 1982 

Sunday, October 13, 2024

El ladrón de su memoria


MAURIZIO BAGATIN

 

Según Walter Benjamin “el discurso conquista el pensamiento, pero la escritura lo domina”. Claudio es el escritor que sustrae su memoria y hace con ella el más inútil y el más bello de los juegos jamás existidos. Hace poesía. Va yuxtaponiendo marasmos y recuerdos, antes del olvido recompone cuanto ve desmoronarse frente a él. Para él escribir es una necesidad, desafiar el silencio y la locura es la prioridad absoluta. Como el acróbata de un circo a luces apagadas, como el afilador de cuchillos en una calle desierta de Lublin, como el sonador de platillos que nunca fue.

Todas sus felices alucinaciones son metamorfoseadas en prosas: Ucrania es parte del iris de sus ojos y todo el este europeo fluye en sus venas, en las arterias hay sangre gala que se mezcla con el fluido piamontés. Estás disfrutando de un asombroso ocaso en Odesa y de repente, la serpiente emplumada te conduce hasta Tlachihualtépetl en Cholula. Manojos de zanahorias, de perejil y rábanos van inundando una perdida ciudad moldava y se cruzan con el aroma a piratas del ron Zacapa. Te distraes y el Martín Fierro ya está desafiando a Goyeneche. ¿Cuál literatura puede permitirse semejante disputa? ¿Hasta cuándo Jean-Michel Basquiat podrá aguantar que el espanto de Erich María Remarque interfiera en sus obras, hechas de hormigón y de acero?

Claudio es el ladrón de su memoria, de la memoria de un Funes que recién ahora ha decidido hacerse escritor a tiempo pleno. Bien para nosotros que así podremos seguir embriagándonos de su lenguaje, de un lenguaje hecho de muchas raíces y que por eso sobrevive a la Historia, a todos sus efectos y a todos sus defectos, conservando el estupor de un niño al recordar donde había sepultado el gran tesoro, ahora que niño ya no lo es, y que desafiando a Faust, nos sigue guiñando como si aún lo fuera.

Octubre 2024

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Texto leído en la presentación del libro Sombra de la tierra sobre la luna de Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

 

Eclipse de luna, daguerrotipo e imaginación


ELENA FERRUFINO COQUEUGNIOT

 

“Sombra de la tierra sobre la luna. 1:43 de la mañana comienza. A las 4:16 sigue, pero se muestra de a poco la luz. El tren del desierto de Mauritania es levantado por la arena con carga de hierro. Me recuerda los barcos que viera el loco Aguirre en las copas del Amazonas, suerte de naves fantasmas, de holandeses errantes, veleros al viento y del viento. El tren de Mauritania lleva miles de kilos consigo y las dunas lo mueven como cubos de hielo en algún whisky. Inmensas palas pegadas a las ruedas van barriendo los granos, y los obreros agitan las suyas casi en concierto barroco.”

Así, con la prosa robusta y rotunda que lo caracteriza, Claudio esboza la imagen que le sirve de título para la compilación que presentamos hoy. Como sucede a lo largo de su obra, urdida a fuerza de imaginación y palabra, este nuevo libro que publica hoy la Editorial 3600, nos regala 54 joyas, pulidas a golpe de lenguaje y magia, fruto de la impresionante erudición y la imponente experiencia de vida de este boliviano, que ya es universal.

Hay mucha memoria entre las páginas. Y mucha vida. Infancia, familia, amores, historia… Mucho pasado que transcurre en las palabras. A manera de simbólica arca, el libro nos invita a un viaje en el que veremos el transcurrir del mundo; de este y de cualquier otro. De lo que es hoy y de lo que fue en alguno de los recovecos que el autor confabula a cada paso. En fino entramado inter discursivo, cada página nos seduce con culturas, mitologías, tradiciones, países y personajes. A veces, nos reconocemos en ellos. Otras, descubrimos, nos transformamos, crecemos…

Porque en el universo ferrufinesco, coincidimos con Cesárea Évora, así como con Gogol. Recordamos al “Señor Don Rómulo”, mientras perdemos la mirada en un cuadro de Chagall. Caminamos por el cerro Ticti o recorremos alguna “Desconocida calle de Drohobych”. El violinista en el tejado traduce en baile las “Divagaciones que vienen del frío” y, así, en derrotero casi infinito.

La poderosa metáfora que constituye la literatura de Claudio parece no conocer límites. Son dos los años que transcurren por entre estas líneas; y en ese reducido espacio, hemos visto acontecer la vida misma. Y la muerte. Ayer y hoy; aquí y allá.

 El esfuerzo estructural del texto nos embauca, nos somete. Prosa y poesía juegan al espacio que no muere; que cobra vida a cada instante. Silencios, frases aisladas, líneas solas, romances para violín que se han hecho letra…

Singular poder de la palabra en manos de Claudio. Cada estampa, cada libro podrían ser la imagen de la humanidad. Su literatura es como un espejo rajado, que se cierne sobre la vida y la refleja de inusitadas maneras. Infinitas facetas que se descubren cada vez que el lector deshilvana las palabras y las páginas.

Sibarita exquisito, refinado, como diría alguien, Claudio “cocina” cada uno de sus textos saboreando cada letra, cada silencio. Se extasía con cada evento que provoca, en espasmos confidentes. Descubre cada espacio, cada recuerdo, cada nota musical y cada color, en fina elaboración y delicadeza de sabor. Así, en este libro como en toda su producción, no podemos sino paladear espacios, palabras, geografías e historias. Nos regodeamos ingresando a la serie de laberintos que nos hospedan, regalándonos siempre una salida construida con envidiable destreza.

“Mi boca tendrá ardores de averno”, murmura Apollinaire. “Eu fiz tudo para você gostar de mim,” repite en eco Claudio, mientras mandinga y la salamanca zapatean la nostalgia de Ligia y el Café “Fragmentos” … Todo el universo en una línea; los jueves y los martes de lechuza; Theodorakis y Borges; Juan Araos y un sol con hielo… Fantástico pasaje por la vida, que se repite en reiterado júbilo de palabra; de crónica y semblanza agazapadas en cada página de este libro.

Luna de sangre… Sombra de la tierra sobre la luna. “Luna mitad llena. Vaciarían el resto entre gitanos -nos comenta Claudio- Lorca y Leonard Cohen -continúa-, en el vals que nunca bailé con mi madre.”

Cochabamba, octubre 2024

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Texto leído en la presentación de Sombra de la tierra sobre la luna, Editorial 3600, octubre 2024 

Wednesday, October 9, 2024

When Johnny Comes Marching Home


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dion and The Belmonts, muertos; The Diamonds, muertos; The Shirelles, muertas. Cuando la 2nd South Carolina String Band toca y canta la antigua canción de la guerra civil norteamericana, When Johnny Comes Marching Home, sabemos que el deseo de que regresen con vida aquellos idos no es posible. La cantaban ambos bandos, desde 1863, y el millón perdido de hombres ya marcha por caminos desconocidos en donde, supongo, ni música hay. Leo a Stephen Crane, a Walt Whitman para saber de su rastro. En páginas y versos no existe cosa alguna fuera de la imposibilidad de vencer al destino.

 

Thoreau murió durante la guerra. Antes escribió un alegato en favor de John Brown, quien asaltó un depósito de armas en Harpers Ferry, West Virginia, para iniciar una rebelión anti-esclavista el año de 1859. Recuerdo lo apacible de la confluencia de los ríos Potomac y Shenandoah allí. Fue nuestra primera parada antes de iniciar el viaje por las boscosas colinas del estado, diseccionando la historia. Al único, por lo hermoso, valle del Shenandoah retorné repetidas veces. Naturaleza y sonido de cañones mimetizados como truenos. El temible manco, Stonewall Jackson, atravesando campos que vi tan plácidos mientras recolectaba mustias hojas durante el otoño de 1989. No sé si volveré. Ni sé si Johnny tomó el camino a casa, a la alegría de los padres y al delirio de los perros. Yo regresé tarde a donde nací. Tarde. La greda se había ido, tarántulas y mariposas. No volvía de una guerra, aunque quizá.

 

Suena el danzón en domingo por la mañana. Doy unos pasos fantasmales, apenas sintiendo las aéreas caderas de mi acompañante. Bodas de oro, interpretado por los Hermanos Castro ¿Cuba, México? Elena y Omar partían por el camino a Veracruz. Ligia y yo nos quedábamos en el valle. ¿Cuánto ha de ello? Un conjunto mariachi de calaveras, terno negro, camisa y blancos dientes, se dispone a tocar. Iglesias coloridas contrastan con el albur de la muerte.

 

Estribillos del tango. Uno creería que es para dar aliento en medio del pesar y no. Escasos retazos de voz acentúan la pesadumbre y su aura de fiebre.

 

Visité  Shiloh, Antietam. Ajeno a los expertos que explicaban cargas de caballería, artillería, tipos de obuses, largos fusiles con aun más largas bayonetas. En una lectura pública leí dos textos de guerra: Antietam y Falsuri. Años ochenta, el estruendo de la guerra pervertía el amor, en Maryland como en Illataco. Bustos de piedra y otras materias; José Miguel Lanza, inmensa cabeza en camposanto. De allí en carro espectral hacia la bahía, inmersos en bosques interminables plagados de aullidos. Igual a los alces cegados por la nieve que corrían por la selva de Laurentides. Yo, como siempre, con ofuscada mente, sobria a veces para darme cuenta que estos devaneos viajeros reflejaban un intenso abandono en que voluntariamente había sumido mi historia.

 

Aquella que era isla durante la noche y playa pedregosa durante el día. Mientras yo pensaba en la Valadon y la pintura parisina, y a veces en la de turno lejos de mí, en azules lagos de hielo, enfrascada en minucias de vida que no me interesaban en el fondo pero que me hacían llorar. Extraños seres somos. Trashumaba el campo de batalla sabiendo que el soporte del suelo estaba conformado por huesos, dispersos, quebrados, sufridos. El banjo no deja de sonar, ven a casa, Johnny, que la mies ha amarillado y necesitamos cortarla. Ven que en el horno se cuece pan de centeno.

 

Feria de las vanidades. A ratos deseo perderme y no saber más de nada pero no puedo. Mi futuro también se decide en el matadero de Kursk. Acaricio mis muslos como caballos ancestrales. Si me fallan no habrá ni ida ni habrá vuelta.

 

En un filme lituano, de los orígenes del folklore y sonando una flauta de pan, dice el personaje que el pozo ha enmudecido, que ya no responde a su voz. Nada como la penumbra báltica, casi el límite de dos mundos, de ahí mi fascinación por Finlandia, los poemas y narraciones lituanas de Lubicz Milosz, la grandeza cercana al horror en la inmensidad de la floresta de Carelia. Diría que similares pero estaría mintiendo: el bosque atlántico de las Carolinas y la Virginia, subiendo al norte a los de Nueva Inglaterra, poco tiene que ver en espíritu con la fantasía nórdica. Tengo como labor leer varios volúmenes de una colección de literatura de la región. A ratos desespera esta ausencia de tiempo, la inminencia de quedarme ignorante para siempre en la mayoría de los temas, de haber picoteado por aquí y por allá sin aprehender nunca el vórtice de la tormenta.

 

En Veliky Novgorod, Milana contaba de la innegable presencia del Báltico. Reminiscencias de antiquísimo pretérito, la saga del príncipe Nevsky y tanto que no cabía en los oídos, las huestes de Rurik, el camino de Riga. Decía yo, no en oposición sino en charla, de las colinas de la Virginia occidental, de la masacre de Matewan y las luchas sociales. Puse en el tocadiscos Good Bye, Joe Hill, por Rosalie Sorrels, que cabía al tema ya que había mencionado al poblado de Matewan. Otra vez la penumbra, el titilante flujo de la muerte. Despierto a las dos y me pongo a escribir. Es el siglo veintiuno y no hay la romántica algarabía de las velas sino una clara luz halógena. El quinto piso semeja un largo nicho. Supuestamente viven vecinos orureños al frente pero jamás los escucho. Solo yo y los mosquitos. Los danzarines morenos caminaron quizá por esta sombra y fueron penetrando los recovecos del Dante.

 

“La nieve descendía por el aire negro”, escribe Johannes V. Jensen, Premio Nobel 1944. A veces salía del trabajo y conducía el auto resbalando a casa, a despertar a Ligia y mostrarle los árboles de cristal, la noche día de cuando cae hielo y se apodera del espacio una luminosidad única. El aire negro iría acumulándose en el piso días después, haciendo de la magia conglomerados de oscura mugre. Así la vida.

 

En este viaje me he traído de mis cosas guardadas el daguerrotipo pintado de un niño en silla. Quien lo ve conoce el espanto. Le permito deambular por estas soledades, sentarse en el sofá que mira a los Andes. También un gorro de niño afgano, pesado, cubierto de monedas y otros objetos metálicos cosidos a su superficie. Un par de máscaras, Ada Falcón. Picante de chile chambo de Panamá…

 

When Johnny Comes Marching Home, eterna música del norte, interpretada de mil maneras. El hijo pródigo, el guerrero, víctima de una época, héroe y mísero, cuando la épica cede a la belleza pero al mismo tiempo hunde una y otra en el lodazal del olvido. Mis remos son de madera feble, se han de romper.

09/10/2024