Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Marchan,
uno dos, uno dos, botas camino de Vietnam. Mi amigo Frank, mientras acabamos
una botella de Canadian Mist, tiene los ojos en las selvas, en descabezados
niños guerrilleros muertos. Uno dos, dos uno, uno uno dos dos, marchan. Cuenta
que mientras asaba ardillas en los bosques donde se escondió al retornar a
Estados Unidos oía el crepitar del napalm, tapires que huían aterrados con
medio cuerpo incendiado. Oigo, Claudio, oigo y marcho, uno dos, dos tres,
cuatro cinco, uno uno. Marcho. El whisky barato tiene color de orangina. Quema.
Pesa. La habitación en penumbras, sótano de Maryland, se llena de humo y gritos.
Me quedo a dormir pero en realidad me traslado. Llevo un uniforme, marcho,
marcho. Whisky, marcho mientras las Shirelles cantan Soldier Boy.
Con mucho
alcohol en un jergón en el piso. Frank murmura entre sueños, no lo puedo
entender. Cuando al quitarme las botas vio que mis calcetines tenían agujeros
en la parte del dedo gordo, fue a su cajón y me regaló media docena de medias
militares.
De Vietnam
no trajo victorias pero sí una pequeña y hacendosa mujer de rasgados ojos. No
de Saigón, de por ahí, de los arrozales donde las cobras se alimentan de
vietcongs muertos. Le dio dos hijas y él corrió a la floresta de Maryland para
no salir nunca más. Cargamos camiones, Frank suda, moja sus anteojos; se
detiene a ratos para secarlos. Cajas de iceberg, de papas rojas, hasta de
paltas chilenas. Dos, tres años vivió de lo que proveía el camino, animales
atropellados por los carros a velocidad. Venado, ardilla, mapache, serpientes
de agua, cuervos atrapados antes de alzar vuelo, distraídos con la carroña. En
un techado de cartones y madera aguantó. Suelen ser tremendos los inviernos de
la costa este pero aquí estaba, recibiendo órdenes de Joe Day, What the fuck
are you looking at, bitch? Get your ass to work! Fuck you, Joe! Varios de ellos
son veteranos: Ernst el viejo, Will, el mismo Joe, Tyronne. Todos negros y
todos pobres, bueno, quizá Joe no al ser capataz, pero le gusta tanto la
“mierda”, el crack, que no sé si le queda algo. Pussy alrededor, sexo femenino
carente de lírica, mojado hoyo que alivia el mal recuerdo.
No vio otra
vez a su familia, no la buscó. Un día faltó al trabajo. Apareció al día
siguiente y lo expulsaron a empujones, casi tirándolo fuera del dock. Jamás lo
volví a encontrar. Está en mi mente, claro, siempre, cuando contemplo mi
historia en cinta sinfín. Mis pupilas no envejecieron como el resto. En ellas
guardo el humo de roedores asándose entre árboles de hoja caduca en algún lugar
entre el norte y el oriente. Suena un tango ruso. ¿Emula aquella tristeza? O
poca la suya comparada a correr entre piernas desgajadas cuando los cañones del
Tet caían sobre la trinchera.
Usé
aquellos calcetines de campaña que me regaló. Me sirvieron para el terrible
invierno del 89. En la penumbra de mi dormitorio escuchaba a Bob Dylan, los
Everly Brothers, Del Shannon. Estoy aquí, me decía, aquí donde he estado tanto
en libros, donde en los bosques de Thoreau se mueven refugiados asesinos,
buenos asesinos algunos, del sudeste asiático. En Whitman, en Emerson,
en The Red Badge of Courage… Stephen Crane.
“No tiene
memoria ni miedo ni esperanza/más allá de la hierba y las sombras a sus pies”.
Hart Crane.
“No era la
Muerte, pues yo estaba de pie/Y todos los muertos están acostados (…)” Emily
Dickinson.
“Quizás te consideres un oráculo, / portavoz de los muertos o algún dios.
/ Yo llevo treinta años esforzándome / por limpiar de fango tu garganta / y no
he aprendido nada”. Sylvia Plath.
El metro nos lleva a Takoma Park, ¿O era Silver Springs? Maryland, de
todos modos. Ya cuando el sol de marzo calentaba la espalda, cuando los dardos
del invierno no crucificaban el rostro ya no más, pensé en mujeres. Nam,
Vietnam, se aletargó, despertó el cuerpo, dejé que el Reuben James se hundiera en las aguas heladas, los marinos pegados
al suelo oceánico y yo pegado a tu cuerpo ni sé cómo te llamabas, rubia que
gemías. Carol, sí, Carol. Tu gato se lamía las patas y la escalera de Arlington
que llevaba a tu pieza habíala yo pintado con los colores de Gabrielle Münter.
Luego te llevé a comer comida china, de cincuenta centavos el cucharón.
Si todavía estaba vigente la Era de Acuario no puedo decir. Pero el aire
venía de allí, aquello estaba todavía muy cerca y los hippies no se habían
aburguesado tanto como para el oblivion. Hair,
triste maravilloso film, con música de The Fifth Dimension. De la rubia caí en
piernas de la antropóloga judía. Gritaba y el sexo era con luz y ventana
abierta. Después encendía, ella, un cigarrillo, y hablaba de Teresinha, Brasil,
y de caimanes de barro.
Subía el zipper y bajaba por la colina de Adams Morgan. Me emborraché en
el Montego Bay, con Red Stripe, cerveza jamaiquina. Hasta el vaso olía a ti,
ese aroma entre de zorrino y azahar.
¿Si era la de Acuario cuál es esta otra? Pasaron treinta y añadidos años.
Supongo que el vendaval los dejó muertos, amigos y conocidos, entre el mejunje
de alcachofas y reefer; entre remolacha y hash. Frank llevará décadas de
calavera. No iba a vivir mucho. Nadie carga el horror por demasiado tiempo.
Recuerdo cuando nos escondimos en aquel sótano de Maryland, detrás de la mesa,
porque caían misiles rusos y dejaban el dormitorio como retamas sangrientas.
Sombreritos negros entran a los apartamentos por oleadas, pequeñitos,
guerrilleros enanos como decía Boogie el aceitoso, alegando que no había niños
en Vietnam.
Oh, Summer of Love!
21/01/2023
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Publicado en REVISTA 88 GRADOS, 12/02/2023
Imagen: Armando Ferrufino Poggi
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