Así conocíamos en
la niñez a quien reparaba bicicletas. Jamás imaginé que profesiones tan
dispares, soberbia una, humilde la otra, fuesen de pronto similares. ¿En qué se
parecen el oficioso trabajador que suda desarmando vehículos con el oligarca
que rige los destinos de un país? En nada, sólo que uno, el de traje elegante y
enrevesado discurso, observó la labor de quien trabaja e ideó, no para aprender
sino con sentido práctico, la acción de parchar cada pinchazo que viene de
clavos que él mismo arrojó camino de una inmortalidad que se le ha terminado. Y
para parchar ni siquiera se quita la costosa vestimenta que lo disfraza, no sea
que al hacerlo se descubra que no era quien dijo ser y el desencanto explote
como noche de San Juan.
Alistó los
parches, de todo color y toda índole: promesas de mayores porcentajes, motores
fuera de borda, donaciones, dineros, soslayando la visión de que la bicicleta
plurinacional se cae a pedazos, que necesita refacción completa, soldadura,
rodamientos, pintura, montura, manubrio, ruedas, porque sin ellas no se anda.
El bicicletero se ha quedado solo, y las existencias se le acaban. Tal vez pueda
importar de China algo, pero para entonces la estructura estará tan cubierta de
gomas que se habrá convertido en inservible.
Mirando el
noticiero, cuando veo crucificados ya no imagino el Gólgota, sé que se trata de
Bolivia. Cuando miro enterramientos en vida, ya ni pienso en Bram Stoker, sé
que es Bolivia. Cuando contemplo cómo ladrillo tras ladrillo, y yeso, van
levantando un muro, me doy cuenta que no es el de Berlín que se reconstruye:
son los tapiados. Entonces aparecen los ministros, aquel con tenue resemblanza
de piraña, otros esperpentos huidos de las páginas de Valle Inclán o de El hombre que ríe, todos verborrágicos,
trágicos en su desesperación de conservar lo que ya tienen y más ambicionan. Se
trata quizá de una carrera contra el tiempo, la hora contra reloj, y retomamos
de pronto, otra vez, el oficio de las bicicletas, como trabajo, como
entretenimiento, como tic tac premonitorio del cual se desea escapar pedaleando
con frenesí.
Marchan los
marchistas, porque en el caso de los del Tipnis es emblema honroso. Los
médicos, los estudiantes, los mineros. Contramarcha la Fejuve de El Alto y
escucho chiflidos, rechiflidos, anatemas. Busco su origen y no hay croatas
rubios silbando, ni banqueros, ni agentes del servicio secreto gringo que a
esta hora estarán festejando con putas; silban los pobres, los engañados. Ellos
no votaron para instalar una corte feudal. No lo hicieron por príncipes ni
reyes, ni delfines ni santos.
Se conformaron
variopintos estamentos de poder. A ratos pareció que se había llegado a la
concertación general: étnica, racial, social, política. Vimos, por ejemplo,
subir como diva a la señorita Ballivián, rodeada de originarios, ella cuya
sangre viene de Sebastián de Segurola, represor de indios. Los descendientes de
Julián Apaza y los de sus matadores gobernaron en concierto, siguiendo las
enseñanzas del pequeño fakir, como nombraba Churchill a Gandhi, y del eterno
prisionero, Mandela. Nos equivocamos, los que sí y los que no, y lo que creímos
polifonía se convirtió en música sin ton ni son.
Maestro, se le
dice al bicicletero, “se me ha pinchado la bicicleta” (en idioma cochabambino).
El hombre pule con paciencia la llanta en el esmeril, le pasa aceite, corta con
parsimonia un trozo de parche, lo pega, lo somete en la prensa al calor y
“yastá”. Pero si le llevas una rueda deshecha te dirá que te compres otra. La
vida es así; hay que saber discernir. Los de arriba creen que es un juego de
taba donde siempre se gana; pero no, el astrágalo vuela indeciso en el aire y a
veces cae “suerte”, otras cae “culo”.
30/04/12
Publicado en El Día
(Santa Cruz de la Sierra), 03/05/2012
No comments:
Post a Comment