Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
a Daniela Billus, en Budapest
Manejo por la
avenida Alameda que cruza Denver y penetra en Aurora, la atraviesa, y se
pierde en la pradera, por 500 millas, incluyendo Kansas. La pradera de
Karl May, el escritor alemán que nunca la vio pero que
la presentía. Claro que no es la misma, ya ni indios ni bisontes
hay. La avenida Alameda se insume en el tiempo mientras evade los
círculos gigantescos de unas instalaciones militares desde donde se
controlan satélites.
En un momento la
radio toca Time de Pink
Floyd. Recuerdo a Ricardo, amigo, médico, genio electrónico, mal
esposo, buen padre, solitario, a quien un extraño cáncer
destruyó. Quiso eludirlo, con fórmulas de laboratorio que más que
remedios eran tristeza de alcohol. No lo logró; tampoco uno de los
miembros de Pink Floyd que tocan aquel eterno Tiempo. Ni sé cuál, murió hace unos días, sobrevivido por esta
bella canción que es desahucio y desaire a la vez.
Pienso en la
gente alrededor, en los que se ligan o ligaron a mí por cualquier
razón. Cuando contemplo que el tiempo se va de las manos, que los
instantes son mayormente perdidos en presagios insolubles, en
deseos insatisfechos y en acciones a medias, me doy cuenta de lo poco que
hacemos por aprehender lo inaprensible. Peor aún si doramos la
supuesta necesidad de tiempo y de silencio con dramones de modista, de
actriz en barlovento. De pronto, cuando la furia de los minutos se abata
con rapidez de tornado, la senda que llevaba atrás se habrá borrado y, es
lástima, sólo quedarán oscuridad y polvo, que el Yellow Brick Road del Mago de Oz, o del músico Elton John, son
ilusión.
Disquisiciones
sobre el tiempo las hay. Esta no es una. Anoto lo que se me
ocurre ahora, cuando la lluvia deja lugar a un mortecino sol que perecerá
más tarde ante el invierno. Somos presuntuosos queriendo creer que
existe un mínimo dominio nuestro sobre las horas. Nos protegemos con ventanas,
con casas, con escuelas, con cuarteles. Creemos haber dejado
al enemigo afuera y de pronto está allí, en el comedor, jugando contigo
una partida de ajedrez predestinada. Peor si no sabes jugarlo, si lo
encubres con satines de novelón. Mejor permitir que corra, porque el
tiempo es el viento, y si te sumas a él te invadirá la frescura, mientras
que si te le opones te tumbará con tus dotes de bailarín flamenco, de
salsera vieja, de mimo empedernido, de eterna beba, de indispuesta
sexualidad, de deshonrosa hombría y de alharacas de amor.
Que Pink Floyd
siga tocando Time. Recuerda a
los amigos. No recuerdes tus amores que son lo primero crucificado en
el vaivén de las horas.
13/05/08
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Publicado en
Opinión (Cochabamba), 05/2008
Imagen: Dang Xuan Hoa/El paso del tiempo, 2008
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