Lo que se
llamaría el Gran Denver, ciudad que abarca un hato de ciudades menores, Aurora
entre ellas. Denver fue la Meca del oeste durante la invasión y el expolio del
nativo americano. Rutilante joya de la plata, mineral que ocasionó ya
desde antiguo la aparición de nombres como Potosí en minas argentíferas de
los cerros de Colorado. Acá está enterrado el perfecto aventurero: Buffalo
Bill, y los viejos -elegantes todavía- hoteles del downtown cobijaron a gente
como George Armstrong Custer, o al asesino de Sand Creek, el coronel
Chivington.
En Denver
hay un par de gigantescas esculturas de Botero por el centro. Y un museo de
arte de los más modernos existentes, en la línea del Gugenheim de Bilbao.
Ciudad que en domingo perece. Los
días hábiles no hay gente por las calles, interminable marea de automóviles con
un pasajero cada uno. En domingo subimos por la avenida Colorado y bajamos
por la Colfax, hasta el meollo de la villa. La arquitectura de fines del
ochocientos se nutre de palidez invernal de un cielo con mayor abandono.
Aurora es
un apéndice por lo general feo, a momentos desagradable. Buscando se hallan refugios
de árboles y vida animal. Aurora va convirtiéndose en un pequeño barrio
latino; México avasalla: carteles de "miscelánea", peluquería",
"taquería" y caracterizaciones de una cultura distinta abundan. La
actividad se centra en gigantescos espacios de consumo; también se acunan
pequeños cafés donde pasar un agradable instante con un libro. Como en
cada lugar del mundo. Pero ante esta cadencia de desidia, de aburrimiento,
de rutina tonta que tienen las ciudades nuevas del centro y del oeste
norteamericano, crece el color en tonalidades locales: peruanas,
vietnamitas, y de a poco transforman las calles antes ajenas en barriadas donde
apreciar la vida en otra perspectiva, otro color, distinto sabor.
Se traza
un laberinto de calles que con la costumbre toman forma de línea recta, las
rutas de mi trabajo, de la, o las, escuelas, de las tiendas de antigüedades, de
alguna librería, parque natural con venados y mapaches. Sendas que se
hacen además de útiles y necesarias, familiares.
¿Entonces
una ciudad se transforma en hogar?, me pregunto, y la respuesta la da la
vida con sus cambiantes secuelas de clima, de lluvia, de nieve, de hielo,
fenómenos que como a las hormigas nos ciegan porque esfuman los caminos a
seguir.
De la
ventana miro una Aurora de 11 años y crece la niebla del parque enfrente como
hierba mala. No se ve dónde quedó el carro, y solo el ladrido del perro
de las hijas muestra que no es un sueño,
o una pesadilla, que se anuncia tormenta.
4/2/08
Publicado
en Opinión (Cochabamba), 02/2008
Foto: Camión abandonado en la pradera de East Aurora, Colorado
No comments:
Post a Comment