Claudio Ferrufino-Coqueugniot
A Gabriel
Acebedo
Estaba, a
los 18, en la matanza. Preparada la pistola de la que salía un tubo, disparábamos
a las vacas en la frente. Morían al instante. Les poníamos cadenas en las
patas, las colgábamos, degollábamos y desollábamos. Superadas las 200 piezas,
los patrones daban dos barriles de cerveza para festejar. Yo me encargaba de
los pulmones y los estómagos. Se amontonaban las cabezas cortadas mientras
pisteábamos. Miraban esos grandes ojos tristes. No dejaban de mirar.
San Marcos,
Texas. En la radio, Steppenwolf, Born to Be Wild, que fue el himno de aquella
generación de hispanos angloparlantes en los pueblos de frontera y esperanza.
Canción que me recuerda a Fernando Vargas, manejando él, los dos borrachos, por
la avenida Constitución de la capital norteamericana. Parábamos en bares con
música en vivo: blues y country, y alcoholizábamos el conocimiento sabiéndonos
parte de la odisea de la emigración.
Denver,
ayer, las vísperas de la Nochebuena, Gabriel y yo, hombres solos, chingones y
chingados, cargando el fracaso de las relaciones humanas, las pesadas sombras
de mujeres que amamos. En un shop de segunda mano el disco de Steppenwolf, y a
manejar. El Subaru Outback corre como caballo bronco. Gabriel se pone a cantar
en alta voz, invoca los vientos muertos de San Marcos, los fantasmas del amor
que son más oscuros y pesados que los del Necronomicón.
Simbiosis
de dos mundos ajenos en su mayoría y hermanados por el vértice de la raza.
Fraternos en la experiencia de un tiempo y una música que sugirieron
posibilidades de épocas nuevas que fueron avasalladas por el capital. Nacidos
para ser salvajes, claro, seguro, posible que sí. Pero el salvajismo, el
cuchillo entre los dientes se herrumbran, los toma el orín. Las puntas se
mochan, los filos se hacen romos. Nadie a quien degollar. Aunque las vacas, en
un entorno de mayor sofisticación permanecen con los ojazos abiertos y tristones.
Algunos irán a aumentar el variado y surreal mundo de los tacos; serán ofrecidos
como tacos de ojo, pupilas que se derraman como huevos crudos por sobre la
tortilla. Mientras por otras mejillas corren chapulines rojos tratando de
escapar de otra grande matazón en menor escala. Si uno se alimenta de ojos
tristes lo ataca la melancolía, y ese es problema tan antiguo como medieval.
Yo, sin tacos de ojo, nacido para matar, arrastro mis tristezas por una Navidad
que semeja domingo.
¿Dónde
estamos y a dónde vamos? Pregunta superflua mientras devoramos hashbrowns con
tabasco. Hay un límite para la conversación, uno más corto y estrecho para
superar la congoja, si no lo haces entonces, ya no hay cura, viene a ser única
la del final, el pabellón de desahuciados, el pabellón de cáncer del alma.
La matanza
es lugar solitario. Hay gritos sangre, carreras, humeantes vísceras. De esa
portentosa y terrible soledad se alimenta la gente; come y mientras come traga
pupilas gigantes, negras, que miran como espejos dramáticos, que muestran el
canibalismo entre nosotros mismos, que hacen del dolor alimento y del placer,
muerte.
Nombres de
mujeres. Los últimos; de su lado y el mío son Laureen y Ligia. Pero hay más que
eso, que esa invocación casi sagrada hacia el amor. Existe el miedo, el que
este gregarismo obligatorio del restaurante dé lugar al mundo de Mad Max, ese
donde con suerte tengamos una motocicleta desvencijada para buscar el refugio
del agua, para saciar el hambre aunque para ello dejemos pilas de cadáveres.
Hay más que una invocación al amor en esos nombres de mujeres. Pesa el recuerdo
del paraíso perdido, de todos los diarios paraísos perdidos por la estupidez
humana. Por eso callo, no digo, no invoco, no imploro. Escribo cartas secretas
que viven en la nube que abarca todo hoy. Letras de aire pero letras vivas,
flotantes, que con la brisa, tarde o temprano, llegarán a sus oídos y la harán
sonreír.
26/12/2018
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Publicado en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Editorial 3600, 2019 (Volumen 15 Obra Completa)
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