Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Elina Malamud y
Héctor Dinsmann viajan por Lituania con un par de escapadas a los vecinos
bálticos. Ella escribe; él acompaña (Los
pueblos del ámbar/Txalaparta, 2004), y, sin esperarlo, me cae la infancia
de lleno en estas tres de la mañana de un ventoso Colorado con presagio de
lluvia-nieve. ¿Por qué la infancia?, porque esta no tuvo empacho en habitarse
de hadas y cazadores de osos, de pantanos de la Rusia Blanca y fortalezas en
los bosques de Vilna. Oscar V. de Lubicz Milosz martillea en mi memoria diciendo que allí “todas las cosas tienen el color apagado del recuerdo”.
Aunque hay tanto verde en las páginas de Malamud que parecería una
contradicción, sin serlo. Esa nostalgia, melancolía, peso histórico y mítico,
permea incluso lo más colorido del otoño o lo luminoso del verano. En Vilnius y
en Kaunas, donde el universo se concentra en piedra y madera.
Quise anotar,
delinear un recorrido plagado de hitos para escribir una reseña, pero lo
poético de su trashumar, entre el asombro y el análisis, me descuidó. Mejor, me
dije, agarrar con firmeza el asa de un amplio jarro de cerveza y convencerme de
que hasta la realidad puede parecer sueño, y que hay -o había entonces (apenas
lograda la independencia)-, todavía, espacios de recogimiento ajenos a la
zozobra. Casas con entramado, color -y sabor- de chocolate, miniaturas, cuernos
animales, linces, saunas con un calmo y a la vez tétrico silencio, como en el
filme finlandés del mismo nombre, tanta historia; ni qué mencionar sangres y
esfuerzos, que es hasta indecible convencerse de la placidez de la narrativa en
tal mareo geográfico de trágicas aristas.
La comida… Elina
Malamud recorre en paralelo esa experiencia, que es quizá la más íntima de la
historia de los pueblos, desentramando nombres con ánimo de conocimiento y de
búsqueda de los ancestros propios. Viaje hacia sí misma en territorio fraterno
pero desconocido, donde la memoria colectiva de los suyos presiente que puede bandearse
sin riesgo y que sin embargo carga el peso de su exilio. Devora un kotlet, no otro que el katlet ucraniano que comíamos en la
Pequeña Rusia de Denver con Yefim, tipo de hamburguesa apanada que en su
simpleza relata una abigarrada pluriculturalidad, a pesar de la contraparte
dramática de saber nosotros que en ella se cocinaron sangrientas diferencias
nacionales.
Cuando escapan a
Estonia mantienen la imagen de que por sobre toda la región se cierne un aura
mágica. Se debe tal vez al olvido, a que los países bálticos han quedado
atrapados en el ámbar que trabajaron sus pueblos por siglos. Tienen brillo,
lucen, pero semejan hechizados de inmovilidad. La historia se procesa,
Gediminas, el medioevo, los caballeros teutones, los Jagellón, polacos y rusos,
tártaros, suecos, Riga, Tallinn, el fuego y la destrucción de la guerra y, sin
embargo, en cada página, la sensación de plácida modorra, de tomar el sol en
una veranda con cerveza y café, en éxtasis contemplativo que se equipara a
dulce muerte.
Se detienen en
Tartu. Hacia el oriente -sigo yo camino de Pskov y Leningrado- yace el lago
Peipsi, donde Eisenstein hundió a los caballeros germánicos en su épica del
príncipe Nevski. He leído que es una zona detenida en el tiempo, incluso con
Viejos Creyentes que siguen creciendo las barbas como en el siglo XVII y
extinguiéndose. Rusos refugiados en Estonia; hombres escondidos de los demás y
del tiempo.
Pablo Cingolani,
el señor de Río Abajo en una ciudad aymara con veleidades ultraterrenas -La
Paz-, me regaló este libro. Creo que por nuestras conversaciones virtuales del
más allá y el más aquí, porque a él tanto como a mí nos apasionan estos
relatos, que van desde castillos lituanos hasta la coca antigua de los yungas
de Arepucho. Me oyó hablar en mi escritura del enamoramiento con el centro y
este de Europa, cómo me considero la triste reencarnación de algún poeta menor
de Hungría, y el malhadado esbozo de un halconero de la taiga, lo que no me
impide ser perspicaz y despierto en cuanto a hilvanar los caminos de los
hombres y las encrucijadas de su matrimonio y/o su desencuentro. Supo que en
esta obra, con anotaciones manuscritas de Elina Malamud, lo que lo convierte en
joya, encontraría guiños de lo que ando buscando.
Lo disfruté en
dos vuelos de avión: de Miami a Panamá, y de Panamá a Cochabamba. No dudé en
creerlo, que al desbrozar los matorrales de la belleza báltica, y mirando desde
el cielo la majestuosidad del Mar del Sur, reanimaba la odisea de Balboa.
Extraño sentirse explorador en un amarrado asiento de vuelo comercial; ese el
encantamiento de la lectura, poción mefistofélica del eterno amor y también
veneno.
No importa lo que
se encuentre, y Elina Malamud sabe decirlo dejando abierta la posibilidad de
otros viajes; lo que vale es el pasmo, la expresión boquiabierta de lo sublime
en lo simple. Pisar una piedra antigua es de por sí trascendencia, y
trascendente es ordenar un plato de un menú en idioma extraño. Tal vez nos
toque un lenguado cocido a la manera de Danzig, de los casubos de Masuria, o
algún brebaje en donde aparezca un viejo mago que tajante exclame: "¡Yo soy
Merlín, y dormirás diez siglos!" (Mark Twain).
03/11/14
_____
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 11/11/2014
Imagen: Cubierta del libro
No comments:
Post a Comment