Friday, May 17, 2024

El juego del azar


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Vagaba sin cesar, perdido, sonámbulo, por aquellos bosques virtuales, por aquellos bosques de palabras, cabañas de palabras, prados de palabras. (…). Lo que me rodeaba no me interesaba. Todo lo que me interesaba estaba hecho de palabras”. Escribe Amos Oz, el que tenía su madre en Równe (Rovno, Rivne hoy, Ucrania), de donde era también Zuzanna Ginczanka. “Zuzanna Ginczanka tenía los ojos/uno de ellos enfermo y el otro azul/un ojo dolía en el verso/el azul era el de la felicidad” (de la poeta Dorota Chróślcielewska). Amos Oz nunca fue a Równe por miedo de que se esfumara el encanto de las narraciones de su progenitora. Pensé pasar por allí, camino de Lublín, con Natalia Aleksandrovna, mientras dejábamos Vinnytsia. Tanto por hacer quedó detrás. Tengo confianza de que el ángel de la muerte se abatirá sobre Rusia y despejados de cadáveres estarán los campos de girasol. Brillará Van Gogh entonces y los cuervos volarán felices con ojos enemigos colgando de los picos.

 

Aullido macabro de los bursak (tejones), burla de la naturaleza ante la idiotez humana. Con felpudos abrigos grises se confundirán en la floresta y no habrá otro ruido que el de siempre, no explosiones, ni siquiera el suave trajinar de finlandeses sobre esquíes yendo a matar rusos. Me hiciste escuchar ese grito, no había llegado el crepúsculo, el día agonizaba con calma y tu perfume de nombre imposible deslizado entre los árboles. Así nos quedamos, “hasta el alba pelirroja”, bellamente escribiría Vladislav E. Jodasévich. El rubio de tu cabello habíase hecho sangre y desperté con el chaschás de los tranvías. Café, monsieur? Oui, con avellanas. Sabía que al norte se hallaba Zhitomir y quería verla. Distracciones varias que truncaron trenes, vagones que aunque marchasen por antiguos caminos de muerte, lujuriaban en vida contigo, si eras una fiesta, serpentinas de mi pueblo, blusas floreadas e hidromiel.

 

Detenido el tiempo, haría contigo un retablo, deshojaría las páginas de Badenheim 1939, de Aharon Appelfeld, la mejor novela del Holocausto, evitando el porvenir. Cuartillas de sutil, casi imperceptible, paso de alegría a purgatorio, apenas brisa de tormenta, breve rocío en el aire antes de que el mar arrase Indonesia, helado que se derrite; agotaría el libro sagrado con la certeza de que miente. Ríen, la gente ríe; en la sombra se apiñan diablos, reconvenidos espectros que pugnan por otra oportunidad, lava que hierve, caldera que cae de la hornalla y abrasa piel. Acá el adagio de quien ríe último no cuenta, ni el de últimos primeros. No va más, la ruleta se soltó y gira, salta, salpica, cabecea y luego inmóvil. Il ne vas plus, repite sin cesar cierto marqués en Barry Lyndon.

 

Devuelvo las novelas a su sitio, biblioteca de fantasmas. Tal vez, no lo sabré, vuela por encima de la Torre Alpha, donde vivo, un misil atómico. Mientras tanto, hasta mientras en verbo popular, pienso en qué camisa usaré mañana, palpo el arroz para ver si ha enfriado. Quedan segundos, minutos se consumieron. Así ocurrió la creación, un bum majestuoso y decisivo. De igual modo el final, rápido, sin la grandiosidad de Verdi en réquiem. Incinerados los alebrijes de donde hacen cruces de palo verde, destruido el “duerme, amor” de Evtushenko, tu dedicatoria, Elisabeth, menuda letra de ratón, en la segunda página de La hermandad del anillo. Las masitas de la cafetería Zürich que compartíamos en la avenida San Martín serían similares a las que devoraban los ricos comensales judíos en aquel balneario austriaco de Badenheim, instantes previos a que partiesen con rumbo oriente las máquinas de Eichmann humo negro premonición. Ojos de David Bowie que no parpadean, pupilas de distinto tamaño, colores caninos.

 

Perros copulan en las esquinas de Cochabamba, quedan colados, atrapados sin salida en su deseo. Las brujas salen de las casas con escobas y marmitas de agua hirviente para separarlos. Nadie quiere pornografía animal; la desean pero entre cortinas. Se tiró al aire la moneda y el reverso afirmó: después del placer, sangría. A las ocho de la noche el cerro San Pedro se ha esfumado. La silueta simula vago trazo de carbón gris. Sin el gran Cristo plantado arriba, no existiría; aviones estrellados allí. No cerro sino espejismo. Hoy esta mujer que me acompaña tiene dos nombres, jugarretas de acertijo, pero, no, tres, ya que añado una en pensamiento, justo en la falda del mentado monte, tratando de hacer piruetas dentro de un pequeño Volkswagen conmigo para ver si juntamos jugos y bebemos cicuta del cáliz de la única religión.

 

Un par de niños recitan a Rilke. Tweedledee and Tweedledum contemplan desde el mundo de Alice los cuervos que vimos sobrevolando el campo, llevando en pico ojos todavía parpadeantes y algunos que lloran. Ocelos de artrópodo.

 

El viento anuncia fin del escrito. La mesa ha sobrecalentado. El jugo de papaya toma un naranja opaco y sabe algo a limón. Vuelan cortinas, parpadeo de faroles. El histérico perro de siempre ladra sin cansancio. Trémulo se reunirá luego el coro y para medianoche habrán acallado el canto de sapos imaginarios. Acequias de la infancia, nadadores ahogados en Alalay, en la laguna de Sarco. Pies en agua fría y de pronto descenso hacia el abismo. La muerte carece de ríos en este lugar, hay sequía y no hay barqueros.

 

Bowie sigue observando, creo que por error. Busca una mujer de China.

 

Voy apagando luces y cerrando puertas. El pasillo es lobo de boca sombra. A las siete de la mañana, escucharé a la muchacha de la limpieza, Ana, trashumando gradas y elevadores. Gotas de agua detrás suyo, podría creerse que bajó llorando los ocho pisos de este peculiar infierno.

 

Submarinos de oscuro tono guerrean en el fondo de la papaya. Diría que son lombrices pero no, a no ser que sean adjetivos.

16/05/2024

 

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Imagen: Frida Kahlo

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