Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ha muerto el poeta Jaime Nisttahuz; murió mi amiga Liz Kreider. Tantos libros leímos durante años.
Alguien se
lanza desde el doceavo piso. Nunca llega al suelo. Vuela antes, se va con el
viento, tiene color de azul. Azulejos, pájaros con nombre quechua bebían debajo
de la pila en el patio de atrás. Coqueros anaranjados y casi negros los
chiwalos. Detenido el aire de pronto, ni para planear por cielos de amplio
panorama. Desaparecer, escapar de cadenas estilo Houdini.
Abro la
caja: Ramón Mayrata, Claudio Magris, Iván Bunin, Mijail Bulgakov, Vasily
Grossman, Juan Carlos Onetti, Johannes Vilhelm Jensen, Patrick Deville, Hans Magnus
Enzensberger, Los Cuadernos del Hafa
(Pablo Cerezal), la primera edición de El
mundo de ayer, Stefan Zweig en Editorial Claridad, Buenos Aires, 1942.
Alisto la primera maleta. Todavía incierta la fecha del regreso, incierta la
vida, pero preparo. Otro suicida sube al quinto esta vez y se tira hacia
arriba, cambió su desgracia humana por la de globo aerostático. Zeppelines que
flotan en apariencia libres pero que de todos modos van a estallar. Oculto tu
nombre tras un tallado inuit en hueso, preciosa foca que se remonta a dos
décadas al menos. Preguntaba a mi hija mayor, entonces en Manitoba, ¿has visto
a los inuits? Pero claro que allí tan abajo solo pocos caminaban ofreciendo
arte popular a transeúntes esquiadores. Brilla la bahía de Hudson, mítica.
Con Armando
buscamos sellos bolivianos del Graf Zeppelin, 1930, imposibles errores, en
tiendas de filatélicos judíos que todavía hablaban en yiddish, en la que
vendría a ser la avenida Heroínas, enfrente del aún inexistente correo. En su lugar
había un edificio colonial perteneciente a los curas. Allí una topadora haría
estallar un inmenso cántaro cargado de monedas de plata con la efigie de
Carolus Rex. Tengo una, de las grandes, hermosa en sí, indiferente a la silueta
del Borbón. La colección de estampillas sigue en casa, en Cochabamba, olvidada
gracias a féminos artificios.
He
escondido la música detrás de tu recuerdo. Por ahora no quiero escucharla. Ya
el año 42 colgaban de los balcones de Jarkov hebreos con lengua estirada. Hoy
ruinas, misiles de ancianos nombres, bombas norcoreanas de ojos rasgados. Y sin
embargo Mariana se toma selfies allí con mallas de vivo lustre, ajena a los
grititos de aquellos que arribaron de Manchuria. Turquía, Turquía pendula
alrededor, uno entre tantos viajes que de momento priva el dolor pero que
vienen de todos modos. En la noche de Aurora cuento de aquellas costas.
Pareciera que miento, que ese mundo no existe. Cuesta, sin duda, pero para qué
uno se ha roto la espalda por décadas si no para ver Petra, el desierto de los
nabateos. Para pasear por el Arbat, sin putinistas ni frailes, solo con la voz
de Bulat Okudzhava que quiero creer hablaba al menos de Pushkin, si no lo
cantaba. Un amigo, el príncipe Miskhyn, lee a Nisttahuz en Instagram. ¿Cuándo
recorrí esa novela de Dostoievski, El
príncipe idiota? Cuando estudiaba francés en la calle Santiváñez, y la
bella Elisabeth, maestra, reía con sus amigos. Si hay memoria, era entonces el
príncipe Mouishkine, o algo así, letras de obvia vertiente francesa. ¿Y tú, sigues
en Aurillac, sabia con tus juegos fonéticos? También habrás envejecido, pero no
arrastramos, bella, espero que tú no, los años como bolsas de habas.
Ecografías
e índices de creatinina de mi padre, muy detallados, a mano, letra menuda,
lugar y fecha, entre las páginas de Zweig. Me alargó por primera vez 24 horas en la vida de una mujer,
editorial Tor. Conservo el libro, y Naná,
de Zola. Y Netochka de Fedor
Dostoievski. Netochka Nekrasov…
Comienza a
subir el calor.
He estado
pensando pedir a Nelson que manejemos hacia Pocoata a mi regreso. Tengo un solo
tejido de allí, magistral. Es bueno guardar un calendario en blanco e ir
llenándolo de nombres. Francine escribió en uno, no recuerdo la fecha: “día de
nuestro lindo party”. Hablaba de la calle Venezuela. En el auto chino de mi
amigo pasamos cerca de nidos de ibis negros en las lagunas de Vacas. Sin pensarlo,
ha corrido casi un año, de celibato casi. Muchacha de Leeds, Yorkshire, que
bailas a Blondie. Call me, llámame, pero tu voz, o tu teléfono, ha caído como
los suicidas desde un rascacielos. A diferencia de los Ícaros, lo tuyo se ha
destrozado, ha tocado el pavimento, estallado con esquirlas de metal y polvo de
concreto. Calendarios vacíos, ni siquiera el día de mi suerte muerte, Héctor
Lavoe. Ni el tuyo. Páginas como la planicie del oblast cercano. Todavía no he
llegado a Chernigov. Si llego, será ya Chernihiv y la guerra se habrá
aposentado sobre sus iglesias con largo y sucio manto de cuervo.
Llevo dos
horas en estos sorbos de café. El instantáneo, frío, sabe a agua sucia. Igual
lo acabo, con elástico pan francés. Me vendría perfecto un pan rye, amargo y
con semillas. De esos que usaba en mis tiempos de tendero delicado, con corned
beef cortado fino, chucrut, salsa de mil islas, tostado, caliente con queso
suizo derretido. Me dice un judío de Nueva York que nunca probó un reuben sándwich
como el mío, ni en emblemáticos delicatessen de la urbe. Un tejano añade,
veinte años después, en una barra de downtown, diciéndoselo al barman, que mi
chili con carne no tenía par; comida de cowboys y solitud. Tuve talentos.
Seguirán allí, detrás de tanta retórica. O tal vez me haya jubilado de ellos,
lo que no vendría mal. Todo lo que me recuerde trabajo me causa sarpullido,
pero vivan los trabajadores y el primero de mayo; los sindicatos que hoy hacen
de guarida de ladrones. Sin la tonta cantaleta de vejetes de que antes todo fue
mejor. Solo enfrascándome en la realidad de la peste negra, roja debiera decir,
de los comunistos a la caza de prebendas y riqueza. Para el pueblo lo que es
del pueblo, el resto para mí, su consigna. Me debo a las páginas de Malaparte
sobre los aristócratas del Kremlin. A Malatesta no olvido, ni que alguna vez
hubo hombres “santos” según el epígrafe suyo que usó Lina Wertmüller en Filme de amor y anarquía.
El corto, el largo verano. Breves y extensas preguntas. Elusivas
respuestas. Un par de abetos siberianos van creciendo en el jardín. Aún no sé
qué viene ni cuándo. Mientras tanto arreglo el equipaje como si fuese biblioteca.
Dejo una Historia del Reino de Quito
por demasiado volumen. Voy tachando compras en el listado de mi IPhone.
Escritor sin lapicero… Para nada.
Agosto de entierros a los que no asisto. O cremaciones. Liz trabajaba de
voluntaria en el hospicio donde terminó. El año 2015 tomamos seis cervezas con Jaime
en algún lugar de La Paz. Poesía y culo. Bataille y poetas beatniks mujeres.
Ahora soy yo el que subo las gradas a los altos. Pienso volar, sí, pero
mi ticket no va rumbo al infierno. A lo sumo dirá: Denver-Tashkent, o
Denver-Belgrado. Cargado de libros. Manos cansadas de peso. Suave tu piel.
16/07/2024
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Imagen: Max Ernst, circa 1919
Magnífico.
ReplyDelete¡Muchas gracias, maestro!
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