Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Aridez, desierto de vírgenes. El zapateo dudo que plazca a ninguna divinidad por el polvo que levanta. Chicha color de leche sucia, diseños en el frente de los pantalones masculinos, si pareciera la corte francesa por lo emperifollado de los detalles. Fiesta de la llamada Mamita de Sik'imira, Raqaypampa. Otra vez, los hombres decorados con sombreros singulares que algo, un poco, recuerdan los de los kazajos y sus grandes águilas cazadoras de zorros en el brazo. No es el Tian Shan, son cerros más bien modestos de un antiguo espinazo de montañas que baja por América del Sur. Mamita Sik'imira, protégenos, tú que te escondes en nicho de trapos llamativos, para ser cargada en andas en medio del humo de incienso. Entrecierro los ojos no porque sueñe sino porque el alcohol ha cedido mi cuerpo al desdén. Podría ser la ruta de la seda, podría ser una imagen que retrata Gurdjieff. Rodeados de rastros de modernidad, Toyotas Hi-Lux, los dioses han entrado en el comercio y mi retórica del pasado ancestral suena a rictus de borracho. Existe, creo, todavía lo inconsciente, lo inmaterial que surge del tono de una zampoña y que es por ahora todavía mayor que la inundación de lo inerte. Eso que me sale personalmente sin yo darme cuenta y menos intelectualizar sus sentidos.
Sikimira
apodó mi padre a mi hija menor, Aly. La Hormiga, a veces roja violenta, a ratos
negra trabajadora y alerta. Nombre que viene de tradiciones familiares y habita
hoy en una moderna ciudad norteamericana del medio oeste, donde en los powwow
hermosos trajes de guerra de los cheyennes, arapahoes, siouxs y paiutes llenan
la pradera de Colorado y los jefes en perfecto inglés te piden diez dólares por
una foto. Dónde están los feroces comanches o los merodeadores hunkpapas, de
los lakotas, que comían corazones invasores en Little Big Horn. Como los
yampara aquí (que no es aquí en el momento pero que siempre Bolivia es en donde
teclee mi obsoleta laptop) y sus sangrientas fauces libertarias.
En el techo
del tren, Tren al Valle, cruzo Tin Tin y Vila Vila, miro el poderoso Caine en
Puente Arce. ¿Qué edad tengo? La suficiente para recordar. Tuve amor de un día
en Pasorapa y no me llevé su rostro conmigo pero sí un montón de papas marrones
que me regaló. Era cuando conocimos al francés de Moissac y lo alojamos en casa
de los Flores en Aiquile. Lloroso pasaba yo por allí, mucho después, buscando a
mis hijas mientras el terremoto derribaba iglesias e iconos católicos de yeso
inútil. Buitres negros pequeños de cabeza pelada en la entrada del gran río. Ni
me acuerdo si entonces ya había papayares, la desolación pesaba más que ancla profunda
y mi amor era un desecho de provincial riña de gallos. En 1986 fui a Moissac
solo para ver. Curioso. Occitania magnífica en donde no dudo había rastros
profundos de mí que no me interesó ver. Soñaba con Alemania, sabiendo lo frías
que son las alemanas, pero su piel era de agua tibia y sus vellos de alcanfor,
como que tenía cien años en sus treinta y viviría igual que Matusalén.
Un triste
vagón de contrabandista entre Oruro y Villazón extirpó su recuerdo. Lo arrojé
en una botella de cerveza paceña en la inmensidad entonces no famosa de la sal,
por un vidrio roto. La puerta del baño golpeaba, quebrada, incansable. Gente
que entraba gente que marcaba fronteras, si me entienden. Llanura del hedor,
ventanas cerradas, no abras que te dará aire y quedarás de boca chueca, tocador
de armónica de Apalachia, banjo y borceguíes.
Hablando de
folk norteamericano busco una vieja versión de The Sink of the Reuben James, historia del hundimiento del
destructor U.S.S. Reuben James por un submarino alemán en 1941. Creo que no he
escuchado canción más desoladora. Un su lírica cuenta como los cuerpos de los
marinos se van al fondo helado del mar, casi imitando a los longevos tiburones
de Groenlandia que viven a mil metros de profundidad. No la encuentro; hay
hermosas versiones de Woody Guthrie, Pete Seeger y otros pero aquella no. La
grabé de un cd de la biblioteca de Denver hace décadas. La recuerdo y basta. La
memoria no es frágil. Tardes que habré pasado en la calle Clarkson escuchando a
gran volumen The Carter Family, música rural de los años 20, de iglesias soterradas
en medio de la madera salvaje, de entiérrame debajo del sauce llorón…
Cierta vez
en el Café Fragmentos un tipo me dijo que dejara de tocar aquella música de
gringos. Observé al pajarraco y le quité las plumas. Me puse en el cabello
parodiando a un bravo shoshone algunas de sus más largas, y me pinté el rostro
con tintes de fuego y ceniza. Entiérrame amor debajo del más grande sauce
llorón, under the weeping willow tree; hazlo porque un día te besé y sentiste
en mi jugo el sabor de morir.
Sicaya,
Moissac, Knoxville, Tennessee.
Lodève, Ellicott City, Edirne, bombas caen sobre Poltava y te busco entre
los muertos. Los rostros se parecen. Me extrañarás cuando me vaya como yo te
extraño cuando te has ido.
Padcaya. El río Bermejo corre por varios cauces. Inmensos cañaverales
luego, naranjales. Aves de rapiña firmes a manera de soldados. Les miro los
ojos y creo que lloran. Será por el Chaco. O por Horacio Quiroga. O las tontas
canciones de amor. Cuando despiertes quítame la tierra de encima, desnúdame la
carne de gusanos, frótame con vinagres y óleo de palta. Después ámame porque
tal vez es última, solo se acepta resurrección de tres días; más que eso,
herejía.
Cargan a la mamita Sik'imira porteadores similares a las expediciones del
África, a los nobles del oriente camino del Mekong. Pero aquí no hay agua, ni
lluvia hay, la única humedad sale de mi boca o de tu otra boca, salivas sabor
de ilusión. Ante la sequía no quedan dioses que valgan, santos ni vírgenes.
Vengo de las puertas de la muerte y he aprendido a no mentir. Ríen, se burlan
de mí las momias, los momios malgaches carentes de muelas. Amanece, pero miento
y digo que atardece, crepúsculo color de oca cocida y moscas mariposas de
tornasol.
04/09/2024
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Imagen: Buscarril, Cochabamba
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