Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Difícil creer lo que escucho. Parece sacado de Los Miserables. ¡Cómo me impresionó entonces, 1970 más o menos, la historia de Fantine! El señor Magdalena, Jean Valjean, es por supuesto la figura principal, pero giran cerca suyo, a cual peor, relatos de miseria y desdén. Los conocía el convicto de Tolón, tenía marcada la prisión en el cuerpo, el alma atornillada a helados muros. Mi amigo Gabriel me asegura que es falso que la sociedad acoja de nuevo a quienes subvirtieron el orden. Hay toda una reglamentación que impide que eso suceda. Un ex presidiario en Estados Unidos no puede alquilar una casa porque no tiene referencias, no puede conseguir trabajo porque no tiene dirección física. Trabas por doquier que obligan un retorno a delinquir. Fantine agobiada por la vida y con Cossette, su pequeña niña, toma el camino de vender su cuerpo, que no es acto criminal pero sí una mácula, en espiral, que conduce a la tragedia. Ese montón informe de penas, la sombra que convive con nosotros sin verla así se muestre. Piernas que no sostienen, más delgadas que brazos, una lata vacía de algo para hacer sonar las monedas. Cierto, César Vallejo, cómo innovar luego el tropo, la metáfora.
Pero
seguimos en la burbuja, en la eterna feria de las vanidades. Nada cambiará el
panorama, nunca fue cambiado, ni en el juego macabro de las izquierdas y menos
en la derecha. Una moneda aquí, otra allá; no alcanzan los centavos del mundo
para aliviar los males. ¿Tendrá la actual corte de los milagros que hacer volar
el mundo? ¿Y cómo y para qué? La vida no deja de ser sentencia bíblica, páginas
somos de un drama ha mucho escrito. Será que se ha agotado el verbo, aquel que
corría sobre las aguas en manto creativo. Tolkien, recordando los campos de
muerte del Somme, narra el yermo desolado en su obra. Una mujer descansa con
vasta cabellera negra sobre la almohada de verde marrón. Imagen de la muerte,
me tinca, con los oscuros colores de la destrucción. Los pobres del mundo
siguen aguardando el retorno de Zapata, el de Garibaldoff, según llamaban los
mujiks rusos a Garibaldi. Esos no regresan, son los párrafos inertes que suele
tener la ilusión.
Decía el
poeta latino Catulo: “No persigas las cosas que se han ido”. Y no es una, el
mundo se nos va, inútil perseguirlo. Observo los vivos colores de August Macke
y de Franz Marc. No eran coherentes con el lodo de sus muertes en trinchera.
Else Lasker-Schüler llamaba a Franz Marc
su “caballo azul”. La parca no distinguía colores en los campos de Francia.
Let it be.
Buses
amarillos y naranjas transitan las calles de la anciana Poltava. No hay rudos
atamanes hoy convocando a las huestes para asolar Estambul. La épica de las
batallas luce en papel; no hay belleza en la destrucción en Berestechko,
Volinia, o en Chosin, Corea. Crimea está dividida del continente por una
cintura, nada más. Luis Gonzaga cantaba en las tardes de la avenida Peoria:
Vem cá
cintura fina
Cintura de pilão
Cintura de menina
Vem cá meu coração
Terrible
encrucijada entre la guerra y el amor. Cintura para ser tomada o aniquilada.
Nos amábamos ante la ventana abierta, conscientes de estar solos en el mundo.
Veníamos del matrimonio ambos, de la derrota. Y sin embargo aromatizaban el
aire los cipreses, los plátanos dejaban caer hojas moteadas. El cielo amenazaba
con tornados rojos, más suaves que los del Somme, y Tolkien, a decir verdad,
pero espantosos también. El viento
ululaba como un gran búho. No fuimos al frente de batalla, Denver no era
Poltava, y cornejas y cuervos se regocijaban con ratones aplastados por los
automóviles. Difícil no recordar Matadero
Cinco, los soldados planos igual a cartón de embalaje en los caminos del
este. Kurt Vonnegut.
Rumbo a
Lakewood, dejando atrás el mítico río Platte, subiendo la colina, las calles
tienen nombres de tribus indias: Navajo, Zuni, Lipán. Extraños estos últimos,
guerreros de a caballo, con su jefe Flacco entrando a la batalla con ánimo de
viento. Contra comanches y apaches, las feroces etnias que dominaban los llanos
del sur entre Texas y México. Los bravos lipanes, apaches también, perdidos en
la bruma de la historia, idolatrados por sueños niños, por fantasías de
coloridos cómics, dormidos para siempre en la memoria colectiva que se minimiza
más cada vez. Victorio, Mangas Coloradas, jefes y caciques de una epopeya de
resistencia. Jim Morrison buscándolos en el desierto, por eso era el Rey
Lagartija, no solo porque saltaba y se tiraba, micrófono en boca, al piso. Lo
he sentido de igual modo, en los viajes entre Golden y Boulder, en medio de las
imponentes mesas de las cascabeles.
Retorno a
las horribles historias, los miserables redivivos en el planeta todo. La
admiración por la mujer, protectora, no solo paridora, de las sociedades.
Pienso en la Ucrania que amo, en el bello espectro de vestido blanco que subió
a los cielos. Las mujeres de Ucrania protegieron con sus cuerpos la herencia
ancestral, por mil años; lo siguen haciendo ahora, desde las estribaciones de
los Cárpatos hasta la destruida Sumy de mi querida Anna.
Yo vago,
camino por los rincones, despiadados y apacibles por igual. En una preciosa
calle miro en los sótanos el oro de los Akan, del África Occidental, para luego
cruzar la calzada y contemplar en físico los retratos del Cuzco que hiciera
Irving Penn. En el postrero viaje de este año, plagado de premoniciones que no
terminaron. Jean Valjean sabía que tarde o temprano el inspector Javert lo
encontraría. Sé muchas cosas que ocurrirán tarde o temprano. Hay que trabajar
la mente propia, domar los demonios, desbarrancar a los ángeles rebeldes. Dice
John Milton:
¿Es esta la
Región, esta la Tierra, el Clima,
dijo entonces el ángel caído, este el asiento
que debemos cambiar por el Cielo, esta lóbrega tristeza
por aquella luz celestial?
Entre
Catulo y Milton. Entre estatuas de próceres y escritoras, de frente a un mar
que ruge, con el olfato pegado a la belleza y los ojos a la belleza pegados. Niños
quechuas de Cuzco, o Cusco, tomas de mí mismo debajo de la fachada occidental. Piedras
talladas a viento. Cahuide que cayendo de la torre se convierte en inmortal
cóndor. Oro de los akan, lanzas de los lipanes, girasoles que tocan los senos
más hermosos del mundo, los de la mujer de ojos entrecerrados. El automóvil
sigue arriba por la colina. En una esquina, detenidos en semáforo de buganvilla
roja, observo atravesar la avenida a un viejito lisiado. Me doy cuenta que es
mi amigo Jesús, menor que yo, Chuy, y al viento grito su nombre mientras
enfilamos hacia la montaña.
18/08/2025
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