Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Siempre fui afortunado en recibir expresiones de amor por parte de mis hijas, desde las elaboradas tarjetas-collage de cumpleaños de Alicia hasta las cariñosamente doctorales cartas de Emily.
El tiempo ni a mí me perdonó, y Emily, hoy dieciocho, partió a vivir en el campus de la Universidad de Boulder, dejando el vacío de su cama, su escritorio, sus miniaturas, libros, posters de U2 y filmes. A veces, cuando estoy solo en la mañana, me siento a contemplar en detalle el cosmos de sus pertenencias. Algunos objetos se refieren a nuestro tiempo juntos, mientras que otros anuncian su independencia. Y me viene ese algo que los poetas llaman nostalgia. Entonces la llamo y hablo tontamente -como padre- a una bella e inteligente mujer joven, de valor indomitable y fresca dulzura.
Emily, hija mayor, apenas partió comenzó a enviarme postales con misivas, o notas acerca de su vida, recuerdos, extrañamiento, a conversar desde lejos como tal vez nunca pudimos en presencia. Lo hacemos de igual a igual, de mujer a hombre, de escritora a escritor. Me cuenta sobre sus clases de antropología, con un maestro tatuado de pies a cabeza a usanza de los maoríes. Debo ser antediluviano en tal área, porque yo leía a Franz Boas, Lévy-Strauss, Gordon Childe, Bronislaw Malinowski, pero podemos intercambiar ideas y creo ser el que más se beneficia con ello: un intersticio de modernidad en mi anticuario.
Llevo ya veintinueve postales de su mano. En letra suave repite su "Dear Daddy", sus "te amo", "te extraño", "te prometo". Habla de la soledad a que se condenan los que piensan, sin que ello la mortifique. La imagino mirando los árboles del jardín inglés de su linda residencia universitaria. A veces me da envidia ya no ser joven, no poder echarme a leer un buen libro debajo de los árboles. Pero tuvimos el tiempo, y lo disfrutamos y malgastamos a la vez. Ahora comienzo a comprender cosas que me fueron ajenas. Será eso la madurez, la adultez, el destino.
En la diversidad de las imágenes que escoge para sus postales, caminando por la incomparable Pearl Street de su ciudad, voy conociéndola. Hay fotos de viejos mineros del oro, arte contemporáneo, Aretha Franklin y Marian Anderson, cuadros de William Johnson, calaveras de las catacumbas de París. Aguardo, cada semana, el correo que me trae una o dos voces de la hija, de la distancia de su presencia y la cercanía de su amor. Jamás perdí a una hija; al contrario. Lo que sí gané es una amiga. Una que me escribe y me muestra los ventanales del universo.
16/11/09
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 17/11/09
Imagen: "Turkish Emily"/Fotografía de Aly Ferrufino-Coqueugniot, ¿2008?
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