Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Prosiguiendo cortado ya que la Red es de notable lentitud aquí, miro por la ventana del Hotel Victoria las torres del Hotel Nacional, emblemático sitio de La Habana. Allí, por las noches, aparte de prepararse mojitos incomparables, las bárbaras hordas de turistas europeos se agitan en revuelco de camarones, ambicionando los frutos de placer que siempre esperan encontrar cuando salen en jauría, a precio módico, por supuesto. Edificio imponente, donde aún parecen ahogarse los gritos de Batista y sus lebreles, asustados porque el tiempo de las mansiones y la impunidad se les termina.
Olvidándonos de ellos, la arquitectura del lugar subyuga; cielos rasos de madera decorada, vidrios pintados, vitrales y oscuros maderos enlazados, sugerentes. Jardines cuyo único defecto, hoy, está en la vocinglería de los imbéciles. Pero en tanto espacio se puede caminar al borde del risco sobre el que se levanta, de noche en preferencia, y sentarse al amparo de los gigantescos cañones coloniales que apuntan a la bahía. Un espacio de silencio mientras la brisa del mar sube fresca y los amantes se besan en los bordes del Malecón, que a veces estalla en ola explosiva mojando amor y adoquines por igual.
Nada particular en la pieza que tenemos, pero en la entrada del Victoria, dos placas conmemorativas anuncian: Una: que Gabriela Mistral estuvo acá en 1938. Otra: que el gran Juan Ramón Jiménez, con su esposa, habitaron en el lugar desde el 36 al 39. En algún lugar de la oscura escalera, de los altos techados, indagaré si rastro hay acerca de cierto poema que deba su lírica a esta subida desde donde seguro se veía el mar. La Mistral me gustaba, pero Juan Ramón Jiménez era el poeta de mi madre, y con sus versos crecimos, y en algún momento encuentro señas de él en líneas mías, no por herencia, por dulce inercia.
Ya pondré en orden mis cosas y podré discernir sobre los temas que encierran estos vívidos seis días, demasiado pocos para todo lo que había que ver, mas cortos como las doce salvas que arrojan los cañones de La Cabaña a medio día, siempre, para hacer único el café de la casa Escorial, oscuro y amargo. En pocas partes el almuerzo se anuncia a cañonazos. Pero en pocas, al menos en América, rodean al cliente torretas del siglo XVI, capuchas de monjes del XVII y panes de plata y oro que salían desde Guanajuato, Huancavelica y Potosí, y que se almacenaban en las bóvedas de la Fuerza Real de San Cristóbal de La Habana, al frente de un pilar que rememora una Ceiba, que rememora a su vez hombres blancos de espada, y, también ahora, los isleños que ya se fueron tantos de muerto, y yorubas que verían en la ceiba su mitológico baobab.
Y cada ciudad tiene un espacio íntimo, aquel donde se cuece la comida popular. Ligia y yo tuvimos que seguir el borde del mar, hasta donde los barcos eran chatarra, inservibles aparatos de Belice y Panamá, herrumbrados, mustios, fantasmagóricos, nacido de nuevo y cada mañana en los humos del puerco asado con arroz frito (fragmentado) que renueva el espíritu cubano, lejos del mundanal ruido del turismo que pide color, sabor y precio. Para conocer un lugar hay que hundirse en la comida de todos. Allí sólo se podrá afirmar que se estuvo, que la constancia pesa en el estómago.
Se acerca la hora del avión, de los infectos guardias de seguridad de los Estados Unidos, que oliendo las acelgas revueltas con lechugas, imaginarán una campaña de innombrable terror. Pero quien nos quita lo visto y lo vivido. No ellos. No.
29/01/2010
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Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 31/01/2010
Publicado en Diario Nuevo Sur (Tarija), 02/02/2010
Imagen: La Habana vieja
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