El huracán Isaac
paralizó la ciudad de Miami por un día. Su aeropuerto, Meca y delicia de la
inmigración y comercio latinoamericanos, es espantoso. Noventa por ciento de
aquellos cuya imagen de EUA está en Miami me contradecirán. Acepto que el calor
tiene su encanto, sobre todo para ver a las muchachas en cueros, pero aparte de
eso, nada. Opinión personal, por si acaso.
La gusanera, como
se dio en llamar al exilio cubano, a pesar de que gusanera habita y manda
también en la isla, ha convertido la ciudad en feudo. Entonces, volvemos al
aeroparque, donde desde el último barrendero, pasando por los preparadores de
emparedados de cerdo deshebrado, hasta los agentes de inmigración tienen ese
origen. Para mal nuestro, del resto de los desheredados del sur a quienes los
bienaventurados nos consideran poco menos que escoria. ¿Qué tanto hace un
uniforme para cambiar la psiquis de una persona? ¿Magia de los entorchados?
¿Nostalgia de los heladeros o camareros que uno contempló en su infancia? Cosa
rara…
Pasó Isaac, dejando
a miles de personas varadas en el recinto gigantesco, a merced, peor por las
circunstancias especiales, de los uniformados que “protegen” esta tierra de
inmigrantes. Uno puede esperar lo peor: maltrato, desprecio, negligencia,
desidia, por parte de los defensores del orden, quienes, al presentarles pasaporte,
poco menos que exigen las intimidades del viajero como si ello tuviese que ver
con seguridad nacional. Debiesen arrearlos a todos hacia Afganistán para
recibir su propia medicina, que aquí inservibles son con sus desplantes, para
cualquier cosa.
Necesitaba información
y me acerqué a un joven cubano que ni treinta alcanzaría. Uniforme azul, placa
dorada de migración. Apenas vio que me acercaba, gritó “stop!” mientras extendía
la mano izquierda para detenerme y la otra agarraba la cacha del revolver. Di
un paso atrás, porque maricas semejantes conllevan peligro. Le dije que no se
asustara, que solamente quería averiguar algo. Y callé, aunque a decir verdad
mi deseo era reventarle el lomo a patadas, hacerle tragar las balas, cosa que
me hubiese valido Guantánamo y un viaje que -ya lo anoté- me obligaría al
detestable trópico.
Agarrar las
maletas, arrastrarlas, sentirse del montón al que azotan los amos porque llevan
armas, ostentan presidencias, galones, ministerios. Debo a mi padre,
felizmente, el asco por los circunstanciales poderosos, y más aún por la
francachela de las botas. Pasé veinticuatro años de mi vida escuchando marchas
militares en la radio. Uno tras otro, los borricos saquearon el país y nuestro
espíritu. Y siguen hoy poderosos, bien pagos y serviles ante el jerarca de
turno, con también inteligencia de cuartel.
Cada vez que
encuentro a uno de estos, sea del arma u organismo que fuere, se me revuelve el
estómago. Y parece que todos son lo mismo, que las baratijas que ostentan en
hombros y pecheras causan estragos en su ya desmedrado intelecto. Dicen que en
las féminas la reacción es contraria, que los uniformes estremecen este género
más que la escarcha del otoño. Ancianas categorías machistas que tal vez sean
ciertas y tal vez no.
Escribo porque no
puedo descerrajarle un tiro en la cara al importante cubanito, o ir a
Chonchocoro y cobrar como se debe a los malvivientes militares presos allí. No
sé si será bueno pero somos animales de costumbres, de buenas costumbres, y nos
educamos en privado. Pero a ratos un desfase de tanta consideración no vendría
mal. Sin embargo el latente riesgo de gustar de aquello frena, no sea que de
literato me convierta en vengador.
29/08/12
Publicado en Puntos de vista (Los Tiempos/Cochabamba), 31/08/2012
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