ELENA
FERRUFINO-COQUEUGNIOT
La temática que
nos convoca en el espacio reducido de este curso tiene que ver con algunas de
las maneras, razones y estrategias mediante las cuales se hermanan historia y
literatura. Y, al hacerlo, resulta esencial una vasta reflexión –casi
melancólica, en términos de Luckács- sobre una serie de preocupaciones que se
entretejen alrededor de una relación tan fructífera y tan apasionante.
Podríamos
detenernos a observar lo que sucede cuando se entrecruzan el espacio de la
historia y el espacio del discurso. Pues, como lo considera Seymour Chatman,
así como la dimensión de los sucesos de la historia es el tiempo, la de la
existencia de la historia es el espacio. Y así como distinguimos el tiempo de
la historia del tiempo del discurso, tendríamos que distinguir el espacio de la
historia del espacio del discurso.
Quizá resultaría
interesante detenernos, entonces, a analizar el discurso de la historia que,
como lo considera Barthes (1983), constituye una forma de retórica, un lenguaje
particular que nos invita a preguntarnos si la narración de acontecimientos
pasados, sometida a la sanción de la “ciencia” histórica, bajo la imperiosa
garantía de la “realidad”, difiere realmente, “por alguna indudable
pertinencia”, de la narración imaginaria tal como la podemos encontrar, por
ejemplo, en la novela.
Hayden White
(1987), por su parte, nos propone la consideración del texto histórico como
artefacto literario, bajo la premisa de que las obras de historia, al ceñirse a
la forma narrativa, no son más que ficciones verbales, cuyo contenido es
inventado, tanto como descubierto. O considerar, con Borges, que toda obra de
arte, toda creación literaria consiste en transformar en símbolos la
“realidad”, de manera que éstos puedan perdurar en la memoria de los hombres.
En todo caso,
resulta evidente que podríamos discurrir por la teoría, a lo largo de infinitas
opciones, todas ellas igualmente apasionantes, que nos llevarían a derivar
sobre tópicos de identidad textual, producción simbólica, agencia y estructura.
Se hace importante, sin embargo, antes de sumergirnos en la perspectiva
particular que hemos seleccionado para este curso breve, posicionarnos en un
espacio donde confluyen historia y forma y, desde esa dialéctica, cuestionarnos
sobre sus posibles conexiones, subjetividad y objetividad, ficción y realidad… ¿Será
que la historia está trabajando a través de nosotros –así como de los autores
que invitamos en nuestro recorrido? ¿Seremos nosotros, en este curso, los que
estamos haciendo la historia? ¿O será que son los textos que nos han convocado
a lo largo de los diferentes módulos, los que nos escriben, en tanto que
lectores y observadores de la historia y la literatura?
Pues, debe quedar
claro que cuando decidimos trabajar con un texto, necesitamos tener certeza de
lo que queremos saber. Debemos tomar conciencia de que se trata, en este
específico caso, de un problema subjetivo, auto reflexivo, traducido en el
cuestionamiento de las condiciones del discurso –sea éste histórico o
literario-, a través de la producción simbólica; de las posibilidades y las
formas de la realidad y sus representaciones (o de la realidad como
representación); de la propia existencia de los textos y discursos; de las
condiciones de su estudio –en tanto objeto- y de que, al penetrar en sus
laberintos, nos estamos observando, cuestionando a nosotros mismos.
En este vasto
escenario, y por razones más bien pragmáticas, hemos decidido detenernos en un
espacio particular de la historia; de la historia literaria; de la crítica
literaria: la postmodernidad. Y, en ese marco, hemos considerado pertinente
hacer un alto en un tema: el pasado en el presente y en dos novelas que,
fácilmente, podrían ser “catalogadas” dentro de la concepción de la literatura
postmoderna: El Señor don Rómulo (2003), de Claudio
Ferrufino-Coqueugniot y Las andariegas (1984), de Albalucía
Ángel.
El concepto de
metaficción historiográfica nos servirá de herramienta para desentrañar, en el
primer caso, algunas de las estrategias mediante las cuales
Ferrufino-Coqueugniot reescribe el pasado y propone la novela como espacio de
mediación entre el mundo oculto de una etapa de la historia de Bolivia y el
reino de la existencia del presente, en términos estéticos y discursivos. En el
caso de Ángel, la perspectiva metaficcional hará posible nuestro transcurso por
un texto caracterizado, entre otras cosas, por su carácter conspirativo en
contra de la historia oficial establecida como única “verdad”.
De manera casi
sintomática, y perfectamente acorde con el título de este artículo, la Bienal
de Viena, de 1980 que, entre otras cosas, introdujo el concepto de
postmodernidad en el ámbito de la arquitectura, tuvo el acierto de denominarse:
“El presente del pasado”. Bajo esta sugestiva convocatoria, se presentaron
objetos de arte diversos, que utilizaron ese espacio como una ventana hacia la
historia y la leyeron e interpretaron de manera anacrónica, a la vez que
sugestiva y revolucionaria.
Si bien la fuerza
de esta representación se hace dramática, en el caso de la pintura, la
fotografía y la arquitectura, no es menos conmovedora la presencia del hoy en
el ayer, cuando se trata de literatura y, de manera más específica, de la
novela. Para los estudiosos de la literatura, los críticos literarios, resulta
obvio que el término de postmodernidad describe –entre otras cosas- la ficción
que es, a la vez, metaficcional e histórica, puesto que está constituida por
los ecos de otros textos y contextos que provienen del pasado. A partir de la
exposición de Viena, Linda Hutcheon (1988) utiliza el término de “metaficción
historiográfica” para describir esta suerte de constructo paradójico, y
distinguirlo de la ficción histórica tradicional.
Grandes novelas
como El nombre de la Rosa, Cien años de soledad, El tambor de hojalata
o Los hijos de la medianoche, por ejemplo, podrían formar parte de este
universo, cuyos elementos esenciales son la intertextualidad y una fuerte dosis
de auto reflexión metaficcional, elementos que cuestionan y problematizan la
veracidad de la historia, entre otras cosas. El Señor Don Rómulo y Las
andariegas, por su parte, pueden leerse bajo esta perspectiva también como
novelas postmodernas, pues nos permiten explorar algunas de las maneras en que
la ficción se abre hacia la historia, en términos de lo que Edward Said (1980)
llamaría el “mundo”.
Esta apertura,
sin embargo, no se logra a través de la experiencia inocente de la literatura.
No es posible hablar de una referencia directa e ingenua a la historia. La
relación entre historia y ficción, en términos postmodernos, es compleja y se
fundamenta en la interacción y la implicación mutuas. Como lo asegura Hutcheon,
la metaficción historiográfica intenta situarse dentro del discurso histórico
sin, por ello, renunciar a su propia autonomía, como ficción. De este
modo, los intertextos que conforman tanto la historia como la ficción adquieren
un estatus paralelo (aunque no similar) en la reconstrucción del pasado
textual, tanto del “mundo” como de la literatura. La incorporación textual de
los pasados intertextuales, como elementos constitutivos estructurales de la
ficción postmoderna, funciona como una marca formal de la historicidad, tanto
de la literatura, como de la historia. No olvidemos que, si bien Borges
aseguraba que tanto la historia como la literatura constituyen realidades
ficticias, ya Hegel y Nietszche ponían de relieve el problema de la realidad
como representación. Pues no conocemos la historia directamente, sino a través
de su representación.
Hutcheon nos
recuerda, a su vez, que ese tipo de novelas “postmodernas” nos invita a
considerar que tanto historia como ficción son términos históricos y que sus
definiciones e interrelaciones se encuentran históricamente determinadas y
varían con el tiempo. Ambas proponen la persistente relevancia de tal oposición
–entre literatura y realidad- y ambas instalan y luego empañan la línea
divisoria entre historia y ficción (Hutcheon, 1988).
“El Señor don
Rómulo” (2003), de
Claudio Ferrufino-Coqueugniot podría definirse, en el contexto de este curso,
como una novela que pone de manifiesto algunas de las preocupaciones más
evidentes sobre la interacción entre la historiografía y la ficción, la
naturaleza de la identidad y la subjetividad, el cuestionamiento a las
referencias y la representación, la naturaleza intertextual e ideológica, tanto
del pasado como del discurso literario.
El argumento y la
forma narrativa se conciben en términos de una saga familiar matizada por la
presencia escurridiza de la historia boliviana, transcurrida entre 1882 y 1951,
fechas que encuadran el nacimiento y la muerte de Rómulo, personaje principal
de la novela. De allí se diseminan lugares y acontecimientos en anacrónico
estallido metaficcional, donde los tiempos cambian y se sobreponen, según
convenga a la estructura narrativa y a la fuerza del relato. Del siglo XVI
europeo, donde el narrador escarba los orígenes del protagonista, hasta inicios
de la década del 2000, enraizada en las tonalidades de Colorado, Estados
Unidos, la novela cuestiona abiertamente la cronología de la historia y traza
la misma con un personalísimo punto de vista que representa su propia mirada
hacia el pasado, como una suerte de narrativa codificada que tenemos todos que
descifrar.
Munido de
certeras técnicas narrativas que lo acercan de lenguajes cinematográficos y
pictóricos, el autor nos obliga a ejercitar miradas transversales sobre la
historia, mientras nos hace conscientes de la auto-representación formal del
texto novelado y de los contextos históricos que lo tejen, a partir de espacios
y voces dialécticas que terminan por echar luces sobre lo que, inicialmente,
podría parecer una contradicción irresoluble. Desde Tiraque, Tarata o Cliza,
sea en 1920, 1879 o 1999, el texto emprende un juego anacrónico propicio para
la ubicuidad de tiempos, espacios y narrativas por las que el lector trasciende
en magnífica controversia entre lo objetivo y lo subjetivo, lo singular y lo
plural, lo relativo frente a la universalidad del discurso, la verdad y la
historia. El lenguaje con que Ferrufino-Coqueugniot entrecruza los planos está
en constante proceso de transformación, reflejando y mutando realidad y ficción
mientras cuestiona los sistemas lingüísticos establecidos, mediante un discurso
innovador y ameno que seduce la memoria y las posibilidades de lo estético.
Uno de los
elementos esenciales que articula el texto con la metaficción historiográfica,
es el magistral manejo de la voz, las voces narrativas. Si el narrador se
constituye en la instancia productora del discurso narrativo, la novela hace
gala de una gran polifonía que no solo transforma en problemática la veracidad
de la historia, sino que cuestiona las estructuras tradicionales del discurso
de la historia. Así pues, la relación que establece el narrador con el lector
es irónica y profundamente autoconsciente. En ese sentido, el texto deja de ser
una entidad individual para transformarse en una compilación de textualidades y
voces que nos posicionan frente a la literatura como sitio privilegiado de
producción semiótica.
La novela
estructura un vasto diálogo entre literaturas e historias que, a tiempo de
hacerlas posibles, irónicamente, las horada. Asistimos, así, a la historia
boliviana de finales del siglo XIX y principios del XX, la historia
contemporánea a la escritura de la novela, en Bolivia y Estados Unidos,
principalmente. Siglos anteriores nos presentan personajes, tramas y escenarios
diversos, aunque no dispersos. Pues la gama de voces narrativas dan cuenta de
la irreductible pluralidad de los textos dentro y detrás de un texto
particular. Al mismo tiempo, el juego narrativo nos seduce y nos obliga a
participar de un escenario polifónico y dialógico, para utilizar términos de
Julia Kristeva (1993), releyendo a Bakhtin.
Esas (inter)
textualidades se funden en puntos de vista disímiles, a la vez que análogos y
adquieren corporalidad a través de la figura del protagonista-narrador-escritor
que juega a establecer relaciones contestatarias y de tensión entre el texto
–espacio de resistencia- y sus lectores. En este proceso, el discurso narrativo
consigue poner en evidencia que, tanto historia como literatura, no son más que
constructos humanos, construidos a través del lenguaje y la representación de
los hechos del pasado. Los intertextos de la historia y la ficción adquieren,
en ese proceso, estatus paralelos en la reformulación del pasado textual del
“mundo” y la literatura.
Cuando los
personajes centrales de la trama –todos ellos masculinos- incorporan esos
pasados intertextuales en el fluir del relato, nos encontramos ante Rómulo que
observa los hechos de su entorno y, al mismo tiempo, ante Claudio que reformula
los mismos eventos desde su mirada fresca, más de un siglo posterior a la del
protagonista. Se elabora así un relato donde el pasado; los pasados constituyen
un elemento estructural no solo de la ficción postmoderna, sino de un esfuerzo
narrativo por rehacer la historicidad tanto literaria, como “mundanal.”
La historia, en
efecto, se hace disponible para los lectores, escritores y/o historiadores
contemporáneos, únicamente a través de un sistema de textos anteriores, todos
ellos imbuidos de las huellas de autores previos, cargados de sus propias
agendas ideológicas, presupuestos y prejuicios. Así, la historia que transcurre
a lo largo de la novela existe como una vasta red de voces y textos subjetivos.
La nueva narrativa que enarbola la historia, a través de la mirada de Rómulo y
de Claudio, se constituye en una pugna renovada del autor y, en este caso, de
las voces narrativas que estructuran el relato, por negociar una nueva
estrategia a través de un tejido intertextual de formas y representaciones
previas.
La construcción
del personaje constituye otro de los elementos estratégicos de esta
metaficción. Rómulo aparece como mediador entre etapas históricas disímiles
pero, sobre todo, se transforma en el instrumento de representación de la
historia; se transforma en el lugar (desde) donde acontece la historia. Su
presencia en el texto nos permite el recurso permanente a la memoria y al
intelecto; su mirada nos abre el mundo más allá de él mismo. Podemos observar,
de este modo, las culturas y las historias que pueblan el universo que ha sido
(re)construido por el texto. A través de los ojos de Rómulo –aunque con la voz
de Claudio- escrutamos una Bolivia racista, injusta, hipócrita, donde indios y
mujeres constituyen la marginalidad apaleada y abusada que nos cuesta enfrentar
con la mirada inexperta del hoy.
Rómulo
representa, asimismo, el movimiento cíclico de la historia; un lugar donde todo
es simultáneo; donde todo vuelve una y otra vez en la reiterada alusión a
hechos pero, sobre todo, en el casi obsesivo recurso formal del texto, que no
tiene capítulos, ni partes, ni estructura alguna que nos permita elaborar un
corte. Es como si presente y pasado, Rómulo y Claudio se hubieran hermanado
definitivamente en el espacio narrativo, en una suerte de sistema de constante
“renacimiento”, que se levanta una y otra vez de sus propias cenizas.
El autor que, en
ocasiones es Claudio –alter ego de Rómulo-, adquiere el estatus de artefacto
que dispone la estructura narrativa, la forma de la novela. Y, al hacerlo,
establece una suerte de autoreflexión sobre los problemas de la representación.
De la escritura de la historia, pero también de la construcción de la
narrativa. Se alía con el lector y lo hace cómplice consciente de los
conflictos de la escritura. La redacción del texto se transforma en un proceso
altamente escrupuloso que se constituye en el elemento clave del concilio entre
historia y literatura. Pero, también, funciona como instrumento de
verosimilitud, antes que de verdad “objetiva” de los hechos del pasado; como constructo
lingüístico que rompe, deliberadamente, con las convenciones de la forma tanto
de la historia como del discurso y despliega los textos del pasado y del
presente, como parte de su propia y compleja textualidad. De este modo, la
novela cuestiona la noción integral del “texto” como entidad autónoma,
poseedora de significado inmanente.
La metaficción
historiográfica demanda del lector no solo el reconocimiento de las huellas
textualizadas de la literatura y del pasado histórico, sino también la conciencia
sobre lo que ha sido perpetrado, a través de la ironía y la parodia, sobre cada
una de esas marcas. En ese contexto, El señor don Rómulo, como
novela postmoderna, representa un reto a las formas convencionales de la
ficción y la historia a través de la comprensión de su propia imposibilidad de
escapar a la condición textual de ambas. Pues, presente y pasado han sido
irremediablemente textualizados para nosotros –los lectores- y el juego
abiertamente intertextual de la novela sirve como uno de los signos esenciales
de este constructo postmoderno.
Esta suerte de
subversión generalizada en la novela de Ferrufino-Coqueugniot adquiere tintes
igualmente importantes en el caso de otra metaficción historiográfica: Las
andariegas, de Albalucía Ángel.
A lo largo de su
caracterización sobre la novela postmoderna, Linda Hutcheon afirma que uno de
sus elementos más importantes lo constituye la parodia, puesto que abre el
texto y cuestiona la particularidad y el centralismo del significado. En ese
sentido, la novela de Ángel no pretende destruir el pasado, al ironizar la
historia oficial, sino que intenta iluminarlo, mientras lo cuestiona y lo
desestabiliza. Como en toda novela postmoderna, las convenciones de la ficción
y de la historiografía son simultáneamente utilizadas y abusadas, instaladas y
subvertidas, afirmadas y denegadas. Y la doble naturaleza (literaria/histórica)
de esta parodia intertextual, constituye uno de los mayores instrumentos a
través de los cuales la condición paradójica de la postmodernidad se inscribe
textualmente.
Es el caso de
Albalucía Ángel, escritora colombiana, cuyo proyecto narrativo en su novela Las
andariegas representa una suerte de escenario épico desde el cual la
narradora reclama la participación de la mujer en el curso de los diferentes
episodios de la historia; la mujer que ha sido ignorada o borrada del contexto
general de la cultura y la sociedad. El texto recupera los roles de la madre,
la hija, la hermana, la amante, la reina, la viuda, la guerrera, la bruja, la
partera… Recrea una nueva historia desde la perspectiva de la mujer, asociada a
los ciclos de la tierra y la naturaleza. Siguiendo los pasos de las
“andariegas”, asistimos a la historia de la humanidad, desde los eventos
remotos hasta el futuro, cuando los signos de nuestro presente ya forman parte
del pasado.
A lo largo de
esta jornada nos convertimos en testigos de la reconstrucción de los hechos
desde una perspectiva alternativa, que confronta la visión masculina del
“mundo”, impuesta sobre una realidad silenciada. Son las voces femeninas que
fundan un espacio donde las imágenes inauguran una memoria colectiva. El
objetivo de las viajeras no es recrear un territorio específico, o imponer
nuevos límites a la historia, sino reconciliar el diálogo entre las criaturas
vivas y las muertas, los hombres y las mujeres, el presente y el futuro, para
así destruir las fronteras tradicionales establecidas entre los “territorios”
masculino y femenino.
Las andariegas es una novela que desafía los
discursos dominantes del establecimiento falocéntrico, cuestionando algunos de
sus supuestos fundamentales, como el sujeto, la verdad y la historia, entre
otros. En su búsqueda por nuevas formas de legitimación, el texto propone lo
femenino como la exploración de un espacio de alteridad cuyo elemento
discursivo tiene, necesariamente, que considerar la voz de la mujer.
La empresa de
reescribir la historia desde una perspectiva femenina juega alrededor de la
revalorización de la categoría “mujer”. Parte de este intento articula una
diferencia de la identidad de “hombre” que adquieren los textos hegemónicos y
que funciona como el estándar literario e histórico dominante. Al
cuestionar los conceptos y estructuras del discurso tradicional masculino, la
escritura femenina se presenta como un símbolo, una estrategia de subversión.
Necesita, entonces, especificar esta oposición, no solo a nivel temático, sino
también en términos del lenguaje y la forma narrativa. Funciona como el único
escenario donde, como diría Hélène Cixous (1993), es posible evitar la muerte
del Otro. Todo el mundo sabe, explica, que existe un espacio que no está
obligado a reproducir el sistema. Y ese espacio es la escritura. Si existe un
más allá que puede escapar a la repetición infernal, lo hace por donde se
escribe, por donde se sueña, por donde se inventa mundos nuevos.
Los elementos
temáticos focales, alrededor de los cuales se ha organizado la novela, son el
viaje y la reconstrucción de la historia, en busca de la recuperación de una
voz femenina que podría, eventualmente, eliminar otros espacios
marginales. El texto funciona como el escenario donde la dialéctica de la
libertad y la represión, la historia y la ficción, se traducen en términos de
oposición en contra de los patrones de la narrativa tradicional. La puntuación
ha sido prácticamente eliminada; las estructuras lineales dan lugar a una
narrativa circular, alterada, donde la heterogeneidad formal tiene como objeto
reflejar, gráficamente, la fluidez y la incongruencia de la escritura femenina.
Al mismo tiempo, la violencia ejercitada en contra de la página y de las
estructuras tradicionales, le permite a la autora cuestionar la cronología de
la historia oficial y reescribirla, desde estas estrategias de alteridad.
El espacio
textual es compartido con una serie de dibujos que representan ciertos
“momentos” en el transcurso de las viajeras, lo que parecería corroborar la
tesis de Cixous, que afirma que las mujeres tienen que escribir su cuerpo a
través de un lenguaje transgresor de las leyes y los códigos; que pase por encima
las barreras culturales, las clases sociales y la retórica intelectual. En este
sentido, la inclusión de elementos diferentes a los de la narrativa lineal y la
transgresión del espacio de la página, a través de caligramas, tipifica el
discurso mediante el cual las mujeres subvierten las estructuras monolíticas de
la opresión patriarcal, en términos discursivos, ficcionales e históricos, que
impone en todas ellas ciertos criterios específicos sobre lo que significa ser
mujer, frente a estos discursos. Julia Kristeva ilumina nuestra lectura, cuando
designa un modelo donde lo femenino encuentra su lugar en la significación del
texto como juego, como trabajo, producción y praxis. Se refiere a la
materialización lingüística del proceso de la estructuración de sentidos. Las
mujeres y la puesta en práctica de su potencial creativo devienen fuerzas de un
mismo proceso de desintegración de los límites de la racionalidad social
dominante y su sintaxis represiva. Represora.
El ejercicio
desplegado por Ángel pone en evidencia, por otro lado, que no existe una sola
verdad, sino una serie de verdades. La experiencia postmoderna contribuye a
esta práctica, mediante estrategias alternativas que estructuran discursos en
los que, para reescribir y representar el pasado -en la ficción y en la
historia- hay que abrirlo hacia el presente, para evitar que sea conclusivo. En
tanto metaficción historiográfica, la novela confunde deliberadamente la noción
de verificación, como problemática esencial de la historia, mientras que la ficción,
por sus características más actuales y ampliamente demostrables, resultaría
verdadera. Sabemos, después de Barthes y de toda la teoría postestructuralista,
que ambos discursos constituyen modos de mediación del mundo con el propósito
de introducir significado. Es preciso que nosotros, lectores, logremos acceder
y crear las significaciones que la metaficción historiográfica se empeña en
revelar, en este caso, a través de las novelas convocadas.
En ese contexto, Las
andariegas nos sitúa en un escenario de intensa auto reflexión donde
la dimensión consciente de la historia, evidenciada a través de una abierta
intertextualidad paródica, organiza todo el texto. La veracidad de la historia
se vuelve problemática y la certeza de una referencia directa se desvanece. Los
pasados intertextuales, como sucedía en la novela de Ferrufino-Coqueugniot,
devienen elementos estructurales de la ficción postmoderna y funcionan como la
marca formal de la historicidad, tanto literaria, como del “mundo”. La parodia
intertextual ofrece un sentido de presencia del pasado, pero de un pasado que
solo puede ser conocido a través de sus textos, de sus huellas precedentes,
sean éstas históricas o literarias. La intertextualidad reemplaza la
cuestionada relación autor-texto, con un nuevo vínculo que se establece entre
el lector y el texto, uno que sitúa el locus del significado textual como parte
de la historia y del discurso.
Cuando el pasado
se transforma en literatura, como sucede en las dos novelas que hemos revisado,
entonces lo que es instalado, así como subvertido, es la noción del trabajo de
arte como un constructo cerrado, autosuficiente; como un objeto autónomo que
deriva su unidad a partir de las interrelaciones formales de sus partes. En
este intento característico por retener una autonomía estética, mientras a la
vez retorna el texto al “mundo”, la postmodernidad afirma, así como socava,
esta percepción formalista de la historia y la ficción. No hay que olvidar que
el “mundo” al que regresa el texto no se refiere a lo que comprendemos como
“realidad ordinaria”, sino al mundo del discurso, el mundo de los textos y sus
intertextos. Este mundo, como afirma Hutcheon, mantiene vínculos directos con
el de la realidad empírica, pero no constituye en sí mismo esa realidad; la
representación de lo real no es lo mismo que la realidad. Lo que la ficción
historiográfica pone en cuestionamiento es, tanto el concepto ingenuo de la
representación, como la igualmente inocente afirmación de que existe una total
separación entre arte y mundo. La postmodernidad es arte autoconsciente al
interior de lo que Foucault (1984) denomina como “archivo”. Y ese archivo es a
la vez histórico y literario.
Lo que nos
interesa destacar, una vez más, es que tanto parodia, como intertextualidad son
elementos constitutivos de la novela postmoderna y funcionan como estrategias
privilegiadas para cuestionar y desequilibrar la noción de un significado
único, cerrado y centralizado. Las novelas que hemos visitado a lo largo de
este curso constituyen dos de los muchos modelos que pueden ser abordados desde
la perspectiva de la metaficción historiográfica. No para dar cuenta de una
relación estable entre historia y ficción sino, por el contrario, para socavar
y descentralizar toda noción fundamental en términos de lenguaje y textualidad.
El Señor Don
Rómulo y Las
andariegas, desde sus propias realidades y contextos pueden leerse como
instrumentos no solo lingüísticos y textuales, sino sociales y políticos, que
nos sirven para revisar algunas de las maneras en que pasado y presente se
funden en una suerte de intertextualidad liberadora. Como lectores, ambas
novelas nos exigen trascender las Historias –con mayúscula- y los Textos y nos
demandan no solo el reconocimiento de las huellas textualizadas del pasado
histórico y literario, sino también la responsabilidad de aceptar lo que la
ironía y la intertextualidad han logrado hacer con esas huellas.
De ese modo, en
tanto lectores, debemos admitir la inevitable textualidad de nuestro propio
conocimiento del pasado, así como el valor y la limitación de una forma
discursiva inevitable del conocimiento, situada entre presencia y ausencia,
presente y pasado, historia y ficción.
Cochabamba, junio
2013
Bibliografía
Ángel, Albalucía. Las
andariegas. Barcelona: Editorial Argos Vergara, 1984.
Chatman, Seymour. Historia
y discurso. Taurus Humanidades, 1978.
Ferrufino
Coqueugniot, Elena. “Literatura, ideología y poder: El texto como
conspiración”. En Página y Signos, Número 3, 2008.
Ferrufino-Coqueugniot,
Claudio. El Señor don Rómulo. Cochabamba: Nuevo Milenio, 2003.
Hutcheon, Linda. A
Poetics of Postmodernism: History, Theory, Fiction. New York: Routledge,
1988.
Lukács, Georg. The Theory of the Novel.
Cambridge, Massachussets: The MIT Press, 1971.
Motte, Warren. “History and Form”. Graduate Seminar.
University of Colorado at Boulder, 1998.
Rabinow, Paul (ed). The Foucault Reader. New
York: Pantheon Books, 1984.
Said, Edward. Literature and Society. The Johns
Hopkins University Press, 1980.
Sontag, Susan (ed). Barthes: Selected Writings.
London: Fontana, 1983.
Warhol, Robyn and Diane Price Herndl. Feminisms: An
Anthology of Literary Theory and Criticism. New Jersey: Rutgers University
Press, 1993.
White, Hayden. The Content of the Form: Narrative
Discourse and Historical Representation. The Johns Hopkins University
Press, 1987.
Williams, Raymond. The Postmodern Novel in Latin
America: Politics, Cultures and the Crisis of Truth. New York: St. Martin’s Press, 1995.
______
Curso dictado en
el Centro Patiño, Cochabamba, junio 2013
Imagen: Cubierta
de El señor don Rómulo, 2003