Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Hace unos días
leí en la prensa cruceña un texto acerca del tiranicidio, la cautivante idea de
que en manos de cada uno puede hallarse el bien común. Tema arduo, complejo,
pero de ninguna manera discutible. No lo niego: festejé cuando hicieron volar a
Anastasio Somoza, y festejé la lectura del ajusticiamiento de Trujillo, entre alegrías
que la muerte suele traer.
Años ha, escribí
una columna en la que relataba la llegada de la marcha indígena a La Paz. Decía
entre otras cosas que al interior del palacio presidencial, ventanas y puertas
cerradas, corrían hilillos de orina por los pantalones de los déspotas que
habían reprimido en Chaparina. Nuestra mediterraneidad imaginativa impidió que
aquello consumase un fin. Pasó, pero el escrito despertó iras en los
gobernantes, y, lo que es peor, entre los que se consideraban opositores. Un
periodisto (y nótese la o) chilló en contra mía, a quien no conocía ni en
“pelea de perros”. Seguro, porque a pelea de perras no asisto yo, perras en
celo como él, o ella no sabemos, y una caterva de lameculos del gonismo y de
sus asesores gringos James Carville y compañía. Amén de un director de
periódico que hoy muge porque no le queda otra, pero que quiso congraciarse con
el gran curaca defenestrándome. Tengo detalles que recibí de muy cercanos al
asunto de cómo se desarrolló todo, con nombres y apellidos, y del altoperuanismo
de los de marras, incluido un argentino al que llaman “estafa” (por algo será).
Ya habrá tiempo de darlo a luz.
Volvemos al tema.
Contemplando al narcotraficante Diosdado Cabello en la Asamblea venezolana, y a
su par Nicolás Maduro por doquier, no hay otra conclusión de que resolver el
problema pasa por un tiro en la cabeza y no por berrinches democráticos. La
democracia no existe más en América Latina; la destrozó la izquierda, riéndose
de sus propios muertos. La última sesión de la OEA, privada a pedido de los
totalitarios y sus secuaces menores, le ha dado sentencia de muerte.
Vergonzante la actuación de Brasil y de Uruguay. No hay que quejarse después
cuando a ellos se les apliquen las prácticas que hoy defienden. Todo vale para
mantenerse en el poder: crimen, abuso, tortura, asesinato, hambre, falta de
información y más. Pues bien, vale para unos y vale para otros. Las cartas
están jugadas y hay que apostar. Deshacerse de los tiranos no es criminal, es
una opción profiláctica y patriótica, hasta humanística si le damos connotación
filosófica.
Hasta dónde y
hasta cuándo la burla. La de sobrevivir en el lodo de la ilegalidad, loando el
pan de limosna que se recibe, o el dinero, o las joyas o los puestos, no
importa qué. Al ciudadano le asiste el derecho a defenderse contra quienes lo
atacan o lo quieren convertir en una ficha. En el caso venezolano, si la
policía mata, hay que matar a la policía. La muerte de un represor viene a ser
un bálsamo de esperanza. Responder con la misma fuerza. Ya lo dijeron los
fidelistas: “al que asome la cabeza, duro con él”. La respuesta está en la
propia retórica del adversario.
El agudo chillido
de los sirvientes eternos no debe intimidar. Los cobardes -peligrosos- se
esconden. Ya habrá tiempo de cazarlos en sus guaridas. Me refiero a los que
lambisconean a izquierda y derecha en busca de prebendas, medallas, palmadas de
aprobación, a los que usan su pluma para satisfacer el ego de los amos, a los
que no tienen ni decencia ni hombría para ocultar que ponen el rostro en la
entrepierna de cualquier tipejo con mando.
Como hombres nos
asiste el derecho a defendernos, a desbrozar el matorral desde el que escupen
las alimañas. En Venezuela no hay solución pacífica, como erróneamente sugiere
Capriles. Son otras las reglas del juego y hay que jugar bien.
24/03/14
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 26/03/2014