A marchas
forzadas, saliendo de Lima, atravesando Bolivia otra vez, hacia Buenos Aires,
entre el chas chas del tren y el frío, Juan Pablo mira por la ventana del vagón
comedor. Este viaje, desde Oruro hasta Villazón, no es viaje sino pesadilla.
Noche insufrible; por las ventanas rotas penetra el hielo. No se puede dormir.
De refilón ojea el exterior, siempre parece que hay agua, un lago sin término,
cerca y en lontananza, y montes que semejan islas. Dormita, despierta, mira,
piensa: los urus, pero no veo plantas de totora, no veo chozas, por qué tanta
agua, será la inundación, se habrá inundado. Rostros cetrinos de nativos con
los ojos cerrados le hacen creer que viaja por Mongolia, otra vez la estepa, a
una hora de Ulan Bator. Pero en Mongolia veo los caballitos al trote, o las
moles de los yaks que en sí parecen construcciones. El correo del zar, Miguel
Strogoff, la altura impide que se bombee suficiente sangre al cerebro. Se
marea, delira, cree que los mongoles lo acechan, lampiños y enigmáticos,
sedientos de sangre, canibalismo, los aymaras son como los congoleños:
antropófagos. Dios, Dios, y se desmaya o duerme.
Despierta a las
dos de la mañana. Hora insegura. Podrían ser las tres, las 4 o las 5. Uyuni. Una
estación vacía entre el viento y el polvo. La mente más despejada. Dormir le
hizo bien. Se arrebuja en la ancha chalina de alpaca que le regaló su madre,
sabiendo que su niño se expondría al yermo impertérrito y salado de la Bolivia
andina. Da unos pasos. Gente agachada en grupos. Le recuerdan esas películas
gringas donde los mexicanos siempre aparecían de cuclillas. Faltan los
sombrerotes. Aquí los reemplazan los chullus.
Con dificultad,
por los guantes, saca del bolsillo de la chamarra el resto de un pan de Toco
que trajo desde su barrio cochabambino, donde estudiaba y era feliz entre
cafecitos y porros que permitían comprender mejor las argucias de El Capital,
lectura imprescindible para la materia de economía política. El “toco” está
duro como piedra, congelado. Le quiere romper los dientes, araña el paladar. Hace
como otros pasajeros y se arrima a una pared de adobe, con rastros de líquido
congelado all over. Baja el cierre, y busca su miembro para orinar. Carajo,
esta cosa se ha convertido en un forúnculo, un pliegue más de piel. El sexo se
ha escondido, se acobardó. Y filosofa dentro de sí sobre la quizá imposibilidad
de tirar en clima semejante. Felizmente nadie lo ve. Esta cosa, cosita, que
mea, es denigrante…
Vuelve a
recostarse. Adentro, a pesar de los cristales rotos hay un calorcillo con aroma
áspero de pies, que refugia. Cualquier cosa a ese frío de mierda. Y le dijeron
que Uyuni era hermoso. Otro mito, se repite, otro mito de esta puñetera Bolivia
cuya característica es mentir.
Chas, chas. Chas,
chas, se pone en movimiento la locomotora y gimen los vagones cuyas ruedas
también se han solidificado. Se compró un café que bien pronto pierde calor. El
plastoformo no se hizo para aguantar tal temperatura. Sin embargo puede remojar
el pan y moverlo en la boca hasta que penetre hacia el estómago como tibia
pasta vivificante. Ya ni le importa que la vecina india que tiene en frente aviente
unos pedos que se abren camino entre sus ropas, ni que los contrabandistas,
aduaneros, militares y policías que no cesaron en toda la noche de comerciar o
de putear, caminen entre las líneas de asientos apoyando las manos en butacas o
en cabezas sin distinción.
Cuando llega el
día las cosas se facilitan. Se ha bajado al valle y se hace templado. Da gusto
sentarse en las gradas entre vagones y mirar pasar eucaliptos y tierras rojas.
El cobrador
anuncia que arriban a Villazón, que vayan preparando sus enseres y no dejen
nada. Será una burla, y mira el desvencijado vagón, que a la luz del día
muestra el paso del tiempo y la mugre incesante. Villazón es la última etapa de
su Bolivia, que ama pero que decidió abandonar. La palabra futuro es
inexistente aquí. Se da fuerzas, intenta llorar, pero al frente, cruzando ese
puente que se eleva sobre una pila de excrementos, está la Argentina. Y en
ella, en La Quiaca que es tan mestiza como Villazón, le sirven un asado jugoso
con papas fritas, y cerveza Salta en
botella chica. La radio toca zambas, cómo no.
Ha desaparecido
el hedor. Extraño, pero aquí huele diferente, como si la misma gente se hubiese
transformado por arte de encantamiento.
Aunque hay
cientos de kilómetros desde aquel punto fronterizo a Buenos Aires, destino
final en la América del Sur, Juan Pablo no hace anotaciones en su diario de
exilio. A veces una palabra, todas relacionadas a comida, como si la culinaria
fuese la fase vital que diferencia las tierras, y hasta a veces piensa que las
razas. Anota: Ledesma: sándwiches de milanesa; Ojo de Agua: chivito asado;
Rosario: pasta napolitana. Y de pronto el bus, porque cambió tren por éste,
penetra en los extramuros del Gran Buenos Aires. Entonces comienza una carta:
Querida mamá, he llegado. La próxima te la mandaré desde Marsella. Te extraño.
Tu hijo, y bla bla bla.
Le han aconsejado
un lugar para dormir barato. Entre viajeros se corre la voz de dónde y cómo
comer, y las movidas para hacer de una estadía, peor una de paso, lo menos cara
posible. Entre latinoamericanos es asunto de boca. Los judíos son diferentes,
han creado un network solo para ello, y los veteranos hebreos que viajan por el
mundo, un año cada uno y pago, cuentan con una guía impresa, país por país con
detalles de alojamiento, alimentación, clases del idioma local, sugerencias,
advertencias. Nada librado al azar. No me gusta, a pesar de la seguridad, se
dice Juan Pablo, mientras acomoda la mochila en un camastro de un cuarto en
Constitución.
Diez dólares
diarios. En la parte delantera hay un boliche bastante inmundo, donde sirven
escalopes y milanesas, junto a empanadas, algunas facturas, vino en jarra y
café rancio. Por el precio no se puede pedir más. El barrio es un maremagnum de
inmigrantes, putos y meretrices. Los canas pasean de a dos. Hay que tomar en
serio a la proverbial policía bonaerense: es gente habituada al asesinato y la
tortura. Siguen usando los famosos Ford Falcon que retrataron la represión en
la no hace poco terminada dictadura. Hace dos años apenas. Mira el calendario
grasiento por los efluvios de la cocina, y no miente: 1984.
Hace
averiguaciones. Le ha sido imposible entrar al puerto. La idea desde un
principio fue la de tomar un barco con destino a Europa, a cualquier lugar, con
Francia como el destino que machaca en el cerebro. Marsella primero, o Tolón,
para luego ir subiendo hacia París. Tanto le han contado sobre las delicias de
la capital francesa.
Uno, dos, le pago
por dos semanas adelantado. Observa que no ha de ser tan fácil. Barcos hay, los
puede ver. Un marino marroquí le asegura conseguirle una entrevista con un
capitán de medio pelo. No importa. Lavar la cubierta, pelar patatas, lo que
venga. Y los días pasan y se va haciendo habitué de la plaza. Comienza a
conocer a los personajes de esta Clichy argentina. Y le va gustando. Los más
divertidos son los gays, que abundan por allí. Son conversaciones que alternan
entre culo y Borges, y “dime, querido, ¿no lo querés hacer? Duele un poquito al
principio, después te habituás”.
No lo practica.
Al contrario, conoce a una holandesa, mochilera, que entre liar un faso y otro,
con esa brutal yerba paraguaya que se fuman, le gusta coger. Para entonces ya
se trasladó a un cuarto de alquiler y aprende con Elfie, así se hace llamar la
amsterdita, a enhebrar cuentas de colores y cerámicas pintadas a mano y cocidas
al horno para hacer collares. Hasta aprende unos pases de guitarra. Letras
simples con ánimo de profundas de Sui Géneris. Tras de las paredes que ayer se
han levantado… y vainas así que llenan su vida, mientras espera los instantes,
que pueden ser de noche, al amanecer o al mediodía, en que a Elfie la arrebata
el deseo y su vulva hambrienta lo devora como filete de ternera. Ya no va por
el puerto. Cambió el jeans original por unos capris de hombre, de lino. Con
ellos está más acorde con sus congéneres, amigos, y gente del gremio hippie que
atiborra Constitución. Ya no le escribe a mamá. La última misiva le mentía que
veía las dársenas de Marsella acercarse. Que no se preocupara que la carta no
tuviese sello francés, porque se la entregó a un amigo argentino que la pondría
en el correo de su país.
A mamá le
preguntaron, cuando fue a comprar pan, ¿Y qué es de Juan Pablito? Una
maravilla, vecina, está terminando Sociología en la Sorbona.
21/03/12
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013.
Hace tiempo tuve uan idea acerca de un cuento con el camino como contexto. leyéndote sé que también puede ser un personaje. Genial esta crónica. Estaré al pendiente de las próximas.
ReplyDeleteGracias, Corven.
DeleteHermosa crónica. Me dieron ganas de viajar al lado de una holandesa. Jejeje. Saludos, Claudio.
ReplyDeleteNada más simple, hombre, toma un tren. Saludos.
DeleteHermosa crónica. Me dieron ganas de viajar al lado de una holandesa. Jejeje. Saludos, Claudio.
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