Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Alguna vez todos leímos los cuentos de los hermanos Grimm o de Andersen. Es inolvidable la
imagen de la casa de golosinas en Hansel y Gretel. Creía que sólo existía en la
imaginación y me sorprendí alegremente al comprobar que no era así: las
edificaciones de la ciudad de Québec, en el Canadá, tenían las paredes azules
como cielo y tejados rosas que parecían bombones. Sentí los lejanos vapores de
la infancia transitando por la sangre.
No sé mucho de
arquitectura o de tipos arquitectónicos, pero creo observar que la construcción
francesa de la ciudad proviene del sector norte de Francia, de la Picardía.
Québec no es Toulouse sino Amiens, algo trastocada. Sin embargo no es una
simple imitación; por el contrario, su espíritu es muy particular. Québec, a
pesar de cualquier similitud con otra villa, es sólo ella.
La danza de
colores no se repite con mucha continuidad, mas una de aquellas casas color
crema y rojo basta para dar a un barrio entero la faz de un pastel: el lunar
embellece la cara.
Québec tiene el
río Saint-Laurent (San Lorenzo) que es como portar un camafeo antiguo y caro
sobre el busto. Es posible situarse en los barandales de las orillas y
descansar la mirada en el agua interminable mientras brisas frías soplan en
cotidiana actitud.
París tiene sus
cafés y sus bares. Cochabamba sus sillas adormecidas bajo los árboles. Pero
Québec tiene los refugios más acogedores que vi: mezcla de madera y ladrillos, parecen contemplar la vastedad de un mundo que se resume en sus diminutos
escondrijos en un alarde de soberbia contradicción.
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Publicado en TEXTOS PARA NADA, Opinión (Cochabamba), 1987-1989
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