Suicidas
islámicos se hacen volar con explosivos. En Yakarta, París, Istambul. Quiero
creer que se trata de algo nuevo, del siglo, del anterior a más, pero viene de
antiguo. Lo encuentro en Monjes y
bandidos, desde el Adriático hasta las fronteras iranianas (Espasa-Calpe
Argentina, 1949). El método ha cambiado; la violencia no. Occidente no ha sido
ajeno a ella tampoco, pero a partir del fin de la Segunda Guerra las cosas
parecieron diferenciarse. Vino Bosnia para recordarlo.
Sin embargo este
no es un libro sobre la violencia. Está plagado de ella pero sus páginas viajan
no solo por la geografía comprendida entre la otrora Yugoslavia y Persia, en el
siglo XX, sino por la historia. Tiene un tinte herodosiano, por Heródoto, ansía
ser amplio y erudito y lo logra. Apenas hay referencias que lo sitúan en lo
contemporáneo, ya que pareciera un texto anciano, una crónica de aquellas
perdidas y recuperadas.
Comienza en el monte
Athos, con un delicioso y decadente retrato de los monjes y su entorno.
Jardines, árboles centenarios, el lunar donde se ha alojado la paz. Pero las
paredes se descascaran, los tesoros desaparecen; manuscritos bizantinos que
terminan en mercados mediterráneos envolviendo flores y verduras. Como
digresión, así era en la Cochabamba de los 50, cuando los documentos del
archivo histórico se usaban para vender tostado y q’opuru.
Breve paso
mientras se adentra en las islas del Egeo, Chipre, Rodas, acercándose a
Constantinopla para seguir a Damasco y Bagdad. Trashuma lo que hoy es tierra
prohibida, génesis de la humanidad y su mortaja. Hoy refugiados del Asia Menor
mueren en las costas; Soubrier menciona la reconquista turca de las ciudades
griegas en Anatolia, de cómo en Mundanya millares de griegos perdían la vida
ahogados queriendo alcanzar los barcos ingleses que los salvarían. Todo lo que
pasa ya pasó, sin aprendizaje. Como contraparte está la belleza de las
construcciones, albaricoques, melocotones y membrillos en medio de jardines.
Mausoleos de Bayaceto y Mahomet I, el loco; la Mezquita Verde (en Bursa) y la
perfección del arte seljúcida; la demoledora cita, entre otras siete coránicas,
que el sultán hizo poner sobre su tumba: El mundo “es una carroña y los que se
empeñan en vivir en él son unos perros.”
A su modo, el
autor hace un recuento de la antigüedad cristiana en tierras ahora mahometanas.
Una cruzada del recuerdo y la debacle, la muerte en oleadas invasoras. Libro
escrito en 1945, justo después del Holocausto, detalla, no de la manera
sistemática como hicieron los alemanes, el genocidio cristiano en Oriente, un
drama que no se inicia (en ambos lados) con la llegada de Pedro el Ermitaño sino que se insume
en el mito antiguo del rapto de Europa, el de Helena, Troya, y el histórico de Alejandro
Magno, Jerjes y Artajerjes…
Se obsesiona con
los kurdos, indoeuropeos asfixiados entre árabes, turcos e iranios y monta con
ellos, de noche, siguiendo la senda del bandidaje y la rebelión. Otra vez, la
crónica parece sacada del corazón de la Historia, no de un mundo cuyo último
conflicto fue ostentoso presagio de tecnología de guerra. Aquí no, es el hombre
a caballo, el patriarca, donde bigote y barba tienen significado, y los viejos
fusiles no son mejores que el curvo cuchillo.
En Oriente, “todo
lo que no sea una extensión pelada se llama jardín”. Vergeles. Llega a Halabja,
en los contrafuertes de Avroman, donde dice que se come con el revólver al lado
y hay terribles relatos de bandidos que freían a sus víctimas persas, que, hay
que decirlo, también son duchos en el arte de la tortura. Entre los detalles de
viaje inserta párrafos por lo general sangrientos del pasado. No se debe al
morbo de relatar el espanto, sino que los siglos se desarrollaron así, con la
furia mongola, la sangre derramada por Tamerlán y etcéteras siempre pintados de
rojo.
De ejemplo
Arbelés, fortaleza milenaria, cuyos muros desmoronados muestran el paso del
tiempo mezclado con el horror, paredes similares a las que “vieron triunfar a
los soberanos de Assour cuando Sardanápalo hacía extender las pieles de
millares de cautivos desollados vivos ante los altares de Ishtar, después de la
guerra contra el Elam”.
“Lo oriental no
lucha contra el tiempo: se abandona a él, facilitándole la tarea, y los
caravaneros que pasan delante del Erbil,
los albañiles que terminan la destrucción de las casas antes de reconstruir las
nuevas, miran y palpan sin emoción estos testigos de un pasado enorme…”.
Poco espacio para
un libro que destapa un universo, concentrado en un relativamente pequeño
núcleo geográfico, el crisol del tiempo, en donde las más salvajes tribus del
Kurdistán: Zibari, Chirbani y Mizouri, cortan a pedazos a los tibios.
Alternancia de la persistencia y la creatividad con la violencia, donde al lado
de arabescos de gran belleza, en Mosul, los posaderos presentan a Soubrier un
caldo de pollo cubierto de plumas y entrañas, un agua hirviente donde se hubo
de poner al ave viva y cocinarla.
Unas palabras, un
capítulo en Soubrier, sobre los Yezidis, que adquirieron notoriedad el año
pasado con el genocidio y esclavitud que sufrieron por parte del Estado
Islámico. Escondidos en el monte Sindjar, en una “región prohibida, detrás de
una frontera vulnerable”, los yezidis que veneran al profeta Cristo y respetan
los Evangelios. Una obsolescencia que aún no ha sucumbido a siglos de
depuración étnica y religiosa, igual a las tribus nómadas musulmanas que
todavía, en la estepa kirguiza, firmaban en tiempos del autor con la cruz de
sus antepasados. Y los uygur, que hoy confrontan a China, islámicos que un día fueron
cristianos.
19/01/2016
Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/01/2016
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