El nuevo milenio
trajo consigo numerosos cambios en las sociedades latinoamericanas. Hay quienes
se apresuraron en subrayar una condición emergente para cada una de sus aldeas,
antes apeadas del tiempo; en otras palabras, la llegada de la modernidad. De
pronto, muchos se sintieron en una situación tal de bonanza que ya no creían
vivir en una ciudad latinoamericana sino en un suburbio estadounidense. Así, se
apresuraron a darle espesor ficcional a esa realidad que consideraban novedosa
y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida como para creer en su
inmutabilidad. Pienso, por ejemplo, en la literatura del chileno Alberto
Fuguet. Los personajes de sus novelas se desplazan en espacios cerrados o de
tránsito como malls, restaurantes, cines o aeropuertos, consumen
marcas de moda y hablan en inglés lo mismo que en español. Incluso se ven
atravesados por esas cuitas posmodernas que tanta marca dejaron en la
producción cinematográfica de los noventa. Con el tiempo, como uno de esos
productos tecnológicos de obsolencia programada, esta literatura ha envejecido
de manera tal que no parece de finales del milenio pasado sino del siglo XIX.
No nos detendremos en buscar las razones de este envejecimiento, en mi opinión
antes formales que ideológicas, lo que importa es advertir que, como una línea
paralela, progresivamente más afirmada, otro modo de abordar y producir
literatura se ha asentado en América latina.
En efecto, con el
nuevo milenio también llegaron otros escritores, más atentos a dar cuenta de
una realidad latinoamericana en crisis permanente, donde los individuos se
encuentran desorientados, no tanto por su dificultad para copiar un modo de
vivir o sentir como por su incapacidad para reconocerse en ningún modelo. Esos
escritores dan cuenta de realidades donde la violencia —social, institucional,
política— no es extraña ni ajena sino moneda de todos los días. Asimismo, se
trata de escritores más atentos a subrayar el mestizaje, el sincretismo de las
diferentes sociedades latinoamericanas, junto con la manera en que este permea
la vida cotidiana, compuesta de color local y afanes globalizantes. En ese
sentido, resulta sintomático que este grupo de escritores, pienso en gente como
Eduardo Halfon, Yuri Herrera, Héctor Abad Faciolince, Gabriela Alemán —y tantos
otros que han hecho de su literatura una indagación formal de hiatos y
fracturas— sin haberse puesto de acuerdo, como lo hicieron mediante manifiestos
y proclamas los del Crack y demás, hayan orientado sus inquietudes estéticas en
los mismos cauces. Lo cual puede hacernos pensar en una sensibilidad común, que
trasciende fronteras y espacios; sin embargo, a mí me sugiere, por negación, la
volatilidad del modelo literario de los noventa, su cortedad de miras. Así, con
excepción de Missing (2009), la literatura de Alberto Fuguet, junto
con las de sus cómplices literarios, parece condenada a avanzar en círculos,
cada cual caricatura del precedente.
Claudio Ferrufino
Coqueugniot (1960) pertenece a la segunda clase de escritores. Su novela Muerta
ciudad viva (El País, 2013) es un fresco boliviano compuesto de
multitud de viñetas. Pese a lo fragmentario del relato, como si la novela
estuviera compuesta por escenas antes que por una intriga en el sentido clásico
del término, Muerta ciudad viva encuentra una coherencia en
función del personaje principal, o héroe novelesco. Subrayo la palabra héroe
pues el anónimo protagonista recorre la Cochabamba ochentera como si se tratase
de Ulises en su regreso a Ítaca. Solo que en una variante sudamericana, llena
de alcohol, drogas, mujeres y todo lo que supone penetrar en la noche. En lugar
de ser un epígono de Ulises que llega, al final de tantos periplos a la patria
tan anhelada, el héroe de Ferruffino naufraga, simbólicamente, una y otra vez.
Pareciera que su viaje, de bar en bar, de prostíbulo en prostíbulo, estuviera
condenado al fracaso.
No obstante no es
así. Inmersión morosa en la noche, precipitada errancia en el día, la novela
plantea un aprendizaje erótico —marcado por la muerte, más simbólica que real—
en una ciudad que se considera desprovista de literatura, aunque llena de algo
parecido: la vida. De esta manera, se plantea un descarnado retrato del artista
inmoral y tercermundista que recorre una topografía marginal y decadente. En
dicho retrato, la ciudad —tal y como lo indica el título— es algo más que un
espacio de desplazamiento, ella parece ser el escenario de un aprendizaje
invertido: nada en él tiende a lo edificante, todo se orienta hacia lo inmoral.
Se trata de una inmoralidad que recuerda la vivida por los personajes de las
novelas picarescas, tal y como señala en la contratapa el escritor boliviano
Guillermo Ruiz Plaza. Digo recuerda pues reducirla al ámbito específico de la
novela picaresca, puede inducirnos a olvidar que se trata de una inquietud
esencial de la novela como género, antes que un periodo o escuela específicos.
En línea recta de autores como Luciano de Samosata, Rabelais, Melville o Defoe,
los personajes de Ferrufino se interrogan acerca de los alcances de sus actos y
elecciones pero no como filósofos sino como seres anegados de inquietudes, para
quienes lo físico —el cuerpo, los humores, las secreciones, el sexo mismo—
ocupa un lugar tan preponderante como lo intelectual o estético.
El tiempo, en
este marco, adquiere un valor casi ritual de repetición que, a su manera, es
aprendizaje. Se trata de inmersiones en la noche que no dejan respiro para la
experiencia pues prometen, en el cuerpo de la mujer, en las calles citadinas,
más de lo que entregan. La madrugada no deja nada al artista no tan
adolescente; nada que no sea una resaca y la necesidad de volver a experimentar
los excesos. Así se lee, por ejemplo, en uno de los numerosos pasajes en los
que el narrador resalta el abismarse en el alcohol del protagonista:
Luego de la
mona de dos días, tratando de olvidar pero queriendo recordar, volvió a leer.
Refugio, dirían en lugar común, pero refugio en serio. Aparte del alcohol
siempre estaban las páginas y al hacer un recuento se podría afirmar que en los
largos periodos de abandono era donde había leído mejor. Stephen Dédalus. Se
sentía retratado. Pensaba que también tenía que contar. Pero las historias
cabían en los dedos de una mano, ni siquiera de las dos. Eso no lo deprimía, ni
la miseria, ni el haber nacido en el culo del mundo como afirmaba. La única
depresión la traían las mujeres, paradójicamente con la mayor alegría. Si fuera
creyente, se recalcaba a sí mismo, creería que lo que disfruto lo pago en una
jarana y castigo perpetuos. Dar el pecado y mortificarlo luego. Qué Dios era
ese que aterraba a las multitudes con egoísmo tal. (p.92).
Si el periplo
urbano del héroe hace pensar en Ulises, el lenguaje utilizado, junto con el
estilo y también la moral que alientan la ficción nos hacen pensar en Louis
Ferdinand Céline. De Céline, Ferrufino Coqueugniot tiene esa mirada
desencantada con la que se enfrenta al mundo, a la vez desamparado aunque lleno
de cinismo. También esa vocación por no ver en el contacto humano más que los
equívocos, incluso las traiciones. Pero hay algo más. Del genial autor de Voyage
au bout de la nuit, Claudio Ferrufino ha recuperado el aliento ético, ese
compromiso indesmayable por la literatura. Todo alrededor parece descomponerse,
qué demonios importa. Mientras exista vocación por contar, y en ella se
encuentre una mirada llena de sensibilidad, la humanidad puede ser
reconstituida en su cruda verdad.
En un estimulante
artículo, el crítico español Ignacio Echevarría —con quien podemos estar en
desacuerdo en varios puntos pero en quien reconocemos honestidad intelectual—
se refiere al “estilo internacional” que marcara gran parte de la literatura
latinoamericana de los años 90 y comienzos del nuevo milenio. Por “estilo
internacional” Echevarría entendía la “uniformidad referencial, temática y
estilística” que las nuevas reglas del mercado imponían a los escritores
latinoamericanos con inmisericorde voluntad. Felizmente, todavía nos quedan
autores como Ferrufino Coqueugniot quien, desde Bolivia, Francia o EEUU, en un
movimiento radical por deshacerse de localismos, suerte de nomadismo
intelectual y artístico, plantea una literatura de relieves, donde lo
latinoamericano antes que un producto es una indagación, política, social, pero
antes que nada vital y formal por partes iguales. Esa es la literatura
latinoamericana que parece, siguiendo la estela de Roberto Bolaño, plantear una
realidad ficcional menos complaciente, más fracturada. La misma que, desde sus
diferentes frentes, delinean escritores como Richard Parra y Diego Trelles Paz
(Perú), Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela), Juan Cárdenas (Colombia) y, desde
luego, Claudio Ferrufino Coqueugniot, quien sin cansancio, con mucha
espontaneidad y clarividencia, intuyó los derroteros actuales de la literatura
latinoamericana. De lo que su literatura nos depara, no podemos decir gran
cosa, aunque sí esperar las nuevas entregas de ese fresco del fracaso y la
redención que parece decidido a elaborar.
Que el camino le
sea oscuro como la noche de Cochabamba.
Madrid, junio de 2016
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Félix Terrones
(Lima, 1980), es autor del libro de novelas cortas A media luz (2003) y del
libro de microrrelatos El viento en tu cara (2014). En el género de la novela,
ha publicado El silencio de la memoria (2008) y Ríos de ceniza (2015). Diversos
relatos suyos han aparecido en antologías y publicaciones peruanas e
internacionales. Algunos de sus relatos han sido traducidos al inglés y al francés.
Doctor en estudios hispanoamericanos por la Université Michel de Montaigne –
Bordeaux III (Francia) donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos
en la novela latinoamericana. Editor y antologador de la obra de Sebastián
Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Colabora con diversos
medios europeos y americanos con críticas y artículos. Ha traducido la novela
Conquistadors del escritor francés Eric Vuillard, de próxima publicación. Vive
y trabaja en la ciudad de Tours (Francia).
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De SUBURBANO, 18/06/2016