Escribo de mí
mismo porque no conozco mejor a ningún otro. No sé, puede ser una razón. Tal
vez otra sea que escribo de mí mismo por el gusto de remojar mis pies cada día,
cual gorrino satisfecho, en mi propio lodazal. Claro, que de satisfacción poca
en mis letras... pero de aquellos lodos estos barros -o como sea que se diga-.
De hecho, puedo ponerme social y estupendo. O sea, asegurar que escribo de mí
porque soy tan poco importante como el pensionista acuciado por el precio de la
lechuga, el desempleado a cuya mesa se sientan los buitres del hoy ahora ya, el
inmigrante de países y personas que se aferra a la vida aunque esta se disfrace
de odio y concertina, el niño cuya frazada huele a factura eléctrica
imposible... o aquel otro que no termina de comprender por qué ese cura tan
simpático, profesor de religión, le acaricia cuando Dios ya no ilumina y la
penumbra engulle la capilla...
No sé, ya digo,
por qué destrozo el vocabulario recorriendo la cartografía desastrosa de mi
cuerpo, y pienso ahora -inevitable- que tal vez lo haga para mostrarlo
atractivo a tus labios, qué sé yo. Al final, va a resultar que todo es cuestión
de ombligo. Por eso de mirar el propio, lo digo. Y por eso otro de mirarte a ti
perdiéndote en sus arrabales.
Dejó
escrito Henry Miller algo así como que la vida de cualquier
hombre es lo suficientemente apasionante como para poder ser escrita y devorada
por millones de lectores. Y es así que sigo fiel a su palabra, único Evangelio al
que me asomo con el ánimo de pervertirlo y desprestigiarlo. Por eso admiro a
quienes son capaces de crear tremebundas ficciones pero, a medida que el reloj
me recuerda el sentido inapelable de su recorrido, recuerdo que me importan
-dichas ficciones- poco menos que nada.
Así que entiendo
la literatura como literatura del yo, cada vez con mayor intensidad. Pero jamás
lo explicaré como hace quien ha hecho de su vida palabra y de su palabra vida.
Hablo de Jorge Muzam... ¿no lo han leído? Pues háganse un favor:
lean y, de paso, comprendan por qué no sé escribir más que de mí mismo... que
el Maestro lo explica mejor... y desaparece mejor que nadie:
-
Literatura del
yo por JORGE MUZAM
Habitualmente no
me motiva escribir ficciones. Creo en su poder, creo en las técnicas
literarias, en ciertas teorías que la sustentan. Pero para mí no pasan de ser
mekanos narrativos, ajedrecismos retóricos o circos selectos de palabras
camuflando ideas más cercanas a la intuición que al sistema. No siempre fue
así. Mi entusiasmo literario juvenil se encauzó por ese lado con resultados no
del todo desdeñables, a juzgar por los generosos comentarios de mis lectores de
entonces. Recuerdo mi primer cuento. Sucedía en Santiago, a bordo de un bus
Nuevo Amanecer. Lo pilotaba un vejete chiflado y sudoroso bastante
enojado con la vida. El relato era contemplativo, introspectivo, plagado de
analepsis e inevitablemente triste. La soledad urbana suele ser más gélida para
el alma que la soledad rural. Sentía afecto por ese cuento. No sé dónde quedó.
Hoy no podría reconstruirlo porque necesitaría mi espíritu de esa edad, y la
verdad es que soy muy distinto.
Escribir
literatura autorreferencial me salió naturalmente, quizá porque me aburría el
juego de disfraces de la ficción, el cambiar nombres, superponer situaciones,
crear clímax (la vida nunca tiene un clímax sino reiteradas patadas en la bolas
que te mantienen a medio morir saltando)
Nabokov decía que
tales inclinaciones eran propias de la primera etapa de un escritor. Deslumbrar
a los demás con la propia miseria. Luego el creador se estibaba hacia la
sensatez y creaba un universo autónomo donde su yo convivía como uno más de los
personajes de ese universo. No lo dijo exactamente así, pero así lo quise
entender yo.
Lorena Ledesma,
mi mujer, escritora y crítica literaria tan feroz como insobornable, considera
a los autorreferenciales como el postre más selecto del voyeurismo intelectual.
Porque no solo hablas de ti, de tu desastre mental, sino de quienes te rodean,
de quienes te detestan, o te aman. Y seguramente tus apreciaciones serán tan
horrorosamente subjetivas como sabrosas de leer.
En lo que narro
no suele haber progresión dramática, enseñanzas moralizantes o ideas políticas
categóricas. Más que avanzar suelo hundirme, más que levantar ánimos suelo
deprimir a mis lectores. Y si algunos se sienten identificados es porque la
época es una zorra de mil colas donde nadie sabe a qué diablos aferrarse. Mi
realidad autorreferencial es apenas una parcialidad anímica. Un pedacito de la
agria torta de mi miseria. Soy mucho peor y mucho mejor de lo que cuento.
Rencoroso, pendenciero y abominable con el hijoputismo. Generoso, inofensivo y
tierno con los que nunca dañarían a sus semejantes. Potencialmente muy
peligroso, indisuadible, he sido mi Frankenstein, médico y monstruo,
reconstruido con despojos, he cosido torpemente mis emociones con hilo barato,
mis ideas con alambre galvanizado, pero no quiero hablar de eso ahora.
No sé exactamente
adónde voy con este chisporroteo de palabras. Escribo por defecto,
compulsivamente, airadamente. Soy consciente de que tal arbitrariedad narrativa
me puede conducir a un limbo despoblado de lectores, algo parecido a lo que le
ocurrió a Juan Emar y Mauricio Wacquez, extraordinarios escritores chilenos que
caminaron siempre al borde del abismo de la experimentación. Sin embargo, a
Foster Wallace, digresionista, payaso y cirujano del alma herida, parece no
haberlo afectado.
Respecto a qué
tipo de realidad narramos, me quedo con las palabras del argentino Juan José
Saer: "Nuestra percepción es fragmentaria. Simplemente realizamos
una síntesis. Algunos la llaman racional, yo prefiero llamarla imaginaria,
porque solo una parte es percepción, y la otra es recuerdo e imaginación. El
realismo literario pretende que la realidad es perfectamente perceptible en su
totalidad a través de los sentidos y de la razón; que el tiempo tiene una
dirección determinada. Yo pienso que cuanto más realista es una literatura,
menos se parece a la realidad. La más irrealista de todas es la novela realista
y lineal".
Las formas para hablar
de sí mismo pueden ser múltiples. Diarios, memorias, autobiografías, frases
sueltas, ficción pura, o especulativa. Mo Yan, Nothomb, Hrabal, a veces Auster,
Murakami, Philip Roth y Karl Ove Knausgård suelen escribir
autorreferencialmente. Mis admirados amigos Claudio Ferrufino-Coqueugniot,
Miguel Sánchez-Ostiz, Ricardo Mena y Pablo Cerezal, mi compañero de fórmula,
Claudio Rodríguez Morales, o ese sacerdote del cosmos que es Pablo Cingolani en
las alturas de La Paz. También Carver, Bukowski, Bertoni y Rodrigo Lira a
través de sus poemas. Con todos me siento hermanado. Es posible que haya muchos
otros tan buenos como ellos, y autorreferenciales, pero no es posible conocerlo
todo. De alguna forma siempre se habla desde la ignorancia.
Hay casos como el
de José Donoso en que para hablar de sí mismo necesitó disfrazarse, construir
un edificio narrativo de cimientos muy firmes para recién ahí prestarle su ropa
y su ser a un personaje secundario, como sucedió en El lugar sin
límites. Pero Donoso también llevó un diario secreto, guardado celosamente
incluso de sus familiares, un diario con intenciones psicoanalíticas que no
pensaba mostrar en vida. Pero como siempre estaba urgido por dinero, no tardó
en venderlo a la universidad de Iowa. Parte de esos diarios fueron revisados
por su hija Pilar para escribir Correr el tupido velo. Lo que se
aprecia en esos diarios es al escritor desnudo, temeroso, egoísta, envidioso,
homosexual, paranoico, errático, muy inseguro, aspectos que ocultó en su vida pública.
Hay otros que
necesitaron una parafernalia mayor para desglosarse, como el enmascarado
Fernando Pessoa, monstruo mitológico de 72 cabezas...
A García Márquez
le preocupaba la sobreexposición. Convertir su vida privada en objeto de
escrutinio público. En algún momento manifestó: "Es como si te
pillaran con los pantalones abajo".
William Faulkner
fue explícito al respecto, como queda consignado en el prólogo de sus Cartas
Escogidas: «Estoy chapado a la antigua y soy además un tanto
lunático —había escrito a Malcolm Cowley—. No me gusta que mi vida y mis
asuntos privados puedan ser utilizados por todos aquellos que puedan pagar el
precio que está marcado en el libro, o porque tienen un amigo que lo compró y
se lo va a prestar». Y: «Mi ambición, como persona reservada que soy, es que me
borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros
publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para
prever lo que iba a ocurrir como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado.
Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de
mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y mi epitafio, sean ambas:
Compuso libros y murió».
Julio Ramón
Ribeyro, en cambio, escribió sus diarios con una intencionalidad claramente
literaria. Hombre generoso, quiso que sus ideas estuvieran disponibles para los
futuros aprendices de escritor, o para quien quisiese transitar por esas
palabras cimentadas por una vida de duro trabajo. Si aún no podemos conocer por
entero su obra es simplemente por el egoísmo especulativo de su viuda.
Nubes negras
avanzan hacia el sur. Esporádicos truenos retumban en las paredes rocosas del
Malalcura. Llueve sin parar. Imagino la perplejidad de las plantas ante esta primavera
desvanecida. Entre mis papeles viejos encuentro una frase de Pascal Quignard
que me seduce como para finalizar este texto: "Escribir es
desaparecer".
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO (blog del autor), 25/01/2017
Fotografía: Pablo Cerezal
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