Que Pablo Cerezal
y Claudio Ferrufino-Coqueugniot escribieran el libro es un detalle. El artista (José
Ramón da Cruz) tiene el don, y el derecho, de apropiarse de la memoria
colectiva y moldearla según su gusto, la circunstancia, el lugar y la bebida.
Porque interpretar y crear desde, o a partir, de otras mentes, es como saborear
un dulce trago de ron añejo en un vaso largamente utilizado.
José Ramón
decidió llevar a la pantalla en forma de documental aquel libro (publicado en
Bolivia, 3600, 2015, y en España, Lupercalia, 2016). Hablan los autores e
imagina el cineasta los espectros. Entre un lugar y el otro, con dos, tres
mares en medio, a las imágenes claras les sucede la borrasca, como que la
realidad transita hacia el campo de lo irreal y la brújula pierde el norte
magnético. Así las páginas se convierten en figuras, y otro arte, el cine, a
través de su propio verbo recuenta una historia que ha dejado de ser privada
para hacerse colectiva.
La muñeca Lewandoski
(Raquel Arias Fermín) -curioso y extraño carácter que utiliza el director para
recorrer la prosa-, personaje que me recuerda las muñecas colgadas en la niebla
de la ciénaga en una isla mexicana, acelera el paso por callejas difusas que
pueden pertenecer a las deleznables villas descritas o a nada. Pareciera, en
principio, una marioneta de Jano bifronte, lo que estaría acorde con un libro
escrito a dos manos (no a cuatro porque somos solo diestros), y sin embargo al
rotar a tal velocidad muestra un rostro multiforme, atento a todo lado y
desencajado porque hablamos de desencantos, un poco de tragedia y mucho de
desastre. Una muñeca Barbie no congeniaría con el esperma de estas líneas, ni
con la sangre y menos el llanto.
Pablo Cerezal
dice, creo, que la ciudad es el latido de los perdedores. Son ellos, las
barriadas escoriadas y no los parques floridos, los que atenazan en la sombra
lo que podríamos llamar de algún modo el corazón de las calles. ¿La Lewandoski
es un títere o un fantasma? Goya que pinta las tristezas de la guerra o,
nosotros, la melancolía armada desde una mesa de bar y una lápida de sepulcro.
Gira y gira el personaje quizá queriendo en este ateísmo recalcitrante susurrar
un rezo.
“En 2012, el escritor español Pablo Cerezal inicia un exilio voluntario en Cochabamba, Bolivia. Allí descubre la literatura de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, autor boliviano exiliado, también voluntariamente, en los Estados Unidos de América. Las redes sociales favorecen la amistad entre ambos y, juntos, inician una aventura literaria sin parangón hasta la fecha.
En “Madrid-Cochabamba”, el cineasta José Ramón Da
Cruz adapta libremente la obra literaria homónima fruto de dicha amistad,
indagando no sólo en la dura experiencia de sus autores, sino también en la
relación entre hombre y ciudad desde la “existencia bruta” de elementos tan
cotidianos como la música, el sexo, el desarraigo, el alcohol o la muerte.
Ciudades tan distantes y distintas fecundan un desasosiego que, oculto tras los
desastres de la vida urbana, se convierte en símbolo de identidad universal. La
urbe como monstruo primordial… o como lejano resplandor”.
Un rezo un beso,
jugando con palabras de sentidos tan distintos. Besar trae la afición del
pecado; lamer, la de la muerte; cantar, la de lo eterno. Da Cruz alterna entre
la límpida voz del joven Cerezal y la gangosa del viejo Ferrufino, canciones,
la profunda garganta de Leonard Cohen despidiéndose, como si supiera que el
chamuco lo rondaba mientras él quería seducirlo. Neil Young mueve las piernas y
golpea el suelo; la guitarra sigue las líneas de Corazón de oro. Creeríamos estar en el campo de Ontario norte,
cubierto de florecillas salvajes, y sin embargo vamos con el barquero hacia el
infierno de nuestra propia mitología.
Lou Reed aparece.
Un fulgor. Casi imperceptible su imagen se asemeja a la de la muñeca.
Yuxtaposiciones. Las ciudades crecen ladrillo sobre ladrillo, barro sobre barro
cuando la pobreza no alcanza a quemar la arcilla y es el sol el horno
implacable y barato. José Ramón da Cruz transita Madrid, desnuda edificios en
un ambiente que semeja viscoso a ratos. Y se lanza de lleno en el misterioso
mestizaje de Cochabamba donde gente lampiña -y joven- se mueve, sea en un baile
indio, en una romanticona entrega o con niños maromeros. Los pueblos viejos
tienen ciudades; los otros, nosotros, gente.
José Ramón da
Cruz, con un grupo extraordinario a su lado, con Ariel Soto-Paz (RODANTE FILMS)
en Bolivia, ha refundado un libro rico en imágenes, con brea caliente para
pavimentar las calles o convertir al mundo en espantapájaro emplumado. Los treinta
minutos de su documental Madrid-Cochabamba
(las variaciones Lewandoski) (MÍNIMO PRODUCCIONES) tienen el peso de obra
de arte en sí misma. Los autores son un pretexto; los lugares, patrimonio común.
Denme un pretexto e inventaré una historia, parece decir, una que en su caso,
con la muñeca que interpreta Raquel Arias Fermín, esconde una pesadilla.
Hay vistas aéreas
de las dos ciudades. Madrid con edificios de cuadras disformes como
mondadientes sin centro fijo. Cochabamba, con el pico Tunari al fondo, valle
con cerros poblados color de caca. Allí se vive, se ama y sufre. También se
escribe y, con suerte, ahora digo, se filma. Entre nosotros se extiende un mar
y somos tan distintos como el limón y la canela. Pero cuando el agua se seca
estamos todos en el terrón inmenso desnudos y tan iguales el uno con el otro.
2017
_____
Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 26/02/2017
Imágenes: Muñeca Lewandoski
Imágenes: Muñeca Lewandoski
Un fuerte abrazo Claudio!
ReplyDelete¡Igualmente!
Delete