George “W” Bush
fue objeto de mi ira por un largo período. Tanto que mi primera reacción ante
el derribo de las torres gemelas fue de alegría. Serían las seis, o algo así,
mientras subía por la avenida Alameda hasta la casa en Aurora. Cesó la música
en la radio para dar la noticia de que un avión se había estrellado contra una
de las torres de Nueva York. Me apresuré, pisé a fondo, en ese momento policías
y ladrones habían detenido actividades para mirar con pasmo lo que ocurría en
la pantalla de televisión. Llegué a tiempo, despertando a mi esposa y
conectando el aparato, para ver el segundo avión que penetraba como cuchillo el
acero. Pronto, un tercero y un cuarto: Pentágono y el campo abierto en
Pennsylvania. Este, según comentó un conocido comentarista que no volví a ver,
había sido derribado por cazas norteamericanos, narrativa que no se volvió a
mencionar. Jamás. Muchos años después leí los comentarios de Chomsky: los había
pensado entonces, no todos y no calcados. Parecidos.
Bush siempre fue
un campo de guerra, estupidez y guerra, soberbia y guerra. Hoy George Bush
semeja un formal caballero comparado con el bruto mayor que ha poblado la
tierra: Donald Trump. Entre los dos hubo un delicado mulato ilustrado, que
aunque no lo hizo del todo bien, sirvió. A ambos lados: para abrir, en el lado
bueno, y para desnudar todo el mal que estaba escondido por el otro.
Recuerdo Falluja,
que comparé entonces a Argel. Recuerdo mi nota sobre al-Zarqawi ¿Quién podía
imaginar que en él nacía ISIS? Caminitos que el tiempo ha ensangrentado, donde
no se borran las huellas, se marcan en sangre fresca y perduran cuando está
seca.
“Mi” monstruo
norteamericano dio paso a uno nacional (que se convirtió en plurinacional y
plurimonstruo): Evo Morales Ayma, el Bien Amado. Al menos Georgie no se pensó
como extensión divina mientras que el nativo de Orinoca sí. Los gringos de las
oenegés machacaron tanto que con greda lograron levantar un ekeko que pervive
por ya más de una década. Corrieron a los gringos, tan buenos e inocentes
ellos, y hoy reina Evo rodeado de eunucos, baja calzones de “cada una ministra”,
hace parir sin distinción de edad ni rango y se muestra ante el público con
manitas de mujer y meneos feminoides. Extraño caso de hermafroditismo
¿político? O simples veleidades de autócrata que lo hermanan a Trujillo y a Idi
Amin.
Pobre Evo, como
pobrecitos los gringos: suizos, suecos, alemanes, belgas y cuánta bandera rica
se aunó para conformar un tirano, además de los consabidos, y violentos,
jesuitas que a pesar de que hablan con suavidad guardan un punzón asesino entre
las faldas. Algunos notables, sabemos, con méritos pero jesuitas igual. Pobre,
digo, porque su estrella se despintó ante el arribo de su sosías norteamericano:
el otro millonario (porque Morales es millonario), Trump.
La geografía del
curaca aymara se ciñe alrededor de dos lagos, uno mojado y uno seco, Titicaca y
Poopó. Este último pronto se olvidaría de los mapas si no lo rescatara la
poderosa banda del mismo nombre que arrebata en este momento, con soplido y
bombo, la diablada. Quedó chico el monstruo local, el Frankenstein que
inventaron los gringos (ayudados por “españoles”) ante la aparición de la
ballena rosada, el Moby Dick que lanzó al mar el Partido Republicano de los
Estados Unidos y que hoy preside la Unión y tiene bajo el pulgar la guerra
atómica. Avatares del Tercer Mundo; a pesar de que el dinero los iguale, los
equipare, los fraternice, siempre algo los dividirá.
Tienen, los dos
postreros esperpentos, el mismo tipo extravagante de cabello, o pelo para
precisar, los mismos dengues de bailarines de burundanga y vanidad de bolero.
Nacionalistas, moralistas, revolucionistas cuando les conviene. Lo opuesto si
no, todo vale, mientras llene la bolsa. Pero uno se superpuso al anterior. Qué
pena, “mira como son las cosas, ya ni me acuerdo de ti”, cantaba Yaco Monti…
29/05/17
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Publicado en ADELANTE BOLIVIA, periódico digital, 06/2017
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