Chuquiago, deriva de La Paz (Editorial 3600)
“¿Cuándo, carajo?
¡Ahora, carajo!”, de ahí el título de este artículo, de las interminables
movilizaciones, del movimiento y la permanente estática. Subiendo, bajando, en
peregrinación y búsqueda; en inercia. Multitudes y olores. Pis y fritanga.
Pajpakus y ladrones, contrabandistas. Poetas suicidas y el vientre indescifrable
de la ciudad que no se ve, estómago que deglute, sombra que caga. San
Francisco. Gente, en olas; gente que desaparece sin rastro y menos gloria, que
quizá se eternice en el mentado misterio, mitad racista mitad esotérico, de que
los aymaras ponen cuerpos, vivos o fríos, en los cimientos de las edificaciones
que se multiplican, en aras de la insaciable boca antigua que dicen india pero que
más parece simbiosis de terrores de todas las razas entremezcladas. Villa de
ritos.
Mientras tanto
cae bien un chicharrón en las afueras de los aluviales bordes de Pampahasi, con
camote y papa humeante, y llajua fuerte rozando fuego, mirando a lo lejos la
garganta de Uta Pulpera, la de los autoinmolantes, similar en lo macabro al
bosque japonés de Aokigahara, allí donde la vida no vale nada.
Comienza el libro
con un epígrafe de Sáenz, de la Piedra
imán. Sáenz que va a trashumar estas páginas, igual que Viscarra, y Arturo
Borda para un casi epílogo de vellos erizados, con bagaje de oscuridades y
versos soberbios, con la casaca formada de retazos que tenía Mariano Baptista
en su oficina, y que vi yo, mucho después, en una silla donde una modista
(supongo) la reparaba. El saco de Sáenz, el que todavía visten, a veces, los k'epiris
del mercado Calatayud de Cochabamba, sus aparapitas.
Cronista,
Sánchez-Ostiz, de una muy vieja escuela que vino adosada a los caballos y la
espada. Que destruyó mientras enamoraba las piedras sacrificadas. Que se quedó
aunque se fuera. Por eso van nueve veces que el también poeta recurre a La Paz
como al éxtasis de su calma, al calorcillo tan humano, febril y hasta hediondo,
de un mundo que jamás fue vencido, que se ajustó a las nuevas condiciones que
la historia exigía y moldeó a su invasor a su gusto y semejanza. Hay poderes
más profundos que el poder de mandar, son aquellos del alma, del embrujo
imposible de aliviar. El gran escritor navarro ya no puede vivir lejos de sus
coqueras, de las mesas con hechizos, de la sospecha de las bocas innombrables
de la ciudad colonial, de los lazarillos, que terminan siendo amigos, que
vapulean sus sentidos en excursiones intensas. Sahumerios que atraviesan
espejos, líneas borradas, ni tiempo ni distancia y, en paradoja, la convicción
de presente y pasado sin siquiera mirar hacia el futuro.
En la belleza del
Baztan (ese mismo de los Goyeneche), en su Navarra natal, el escritor extraña
el río subterráneo de La Paz, recuerda la riada, el ekeko, los platillos
carnavalescos debajo del puente Abaroa, los diablos y los Kjarkas borrachos
cantando la noche entera en el piso de arriba, lo que le induce a decir
melancólico: “debí subir”. Debió, debió, porque el frenesí boliviano ya es suyo,
porque su identidad va más allá de los papeles, de policías y fronteras. Pertenece
a los sartenes de las cocineras del Lanza, el Merlán, a yatiris y reciris, a
ciegos que leen en plomo derretido su nave ya encallada a orillas del lago. De
huaquero pasó a huacorretrato. De allí no se puede salir.
¿Es La Paz la
ciudad de la incoherencia? Pregunta que me hago yo, no el autor. También me pregunto
si no es este el libro más importante que se ha escrito sobre la ciudad, de no
ficción aunque ficticias parecen las situaciones y los seres. En realidad no
importa. Lo que sí aseguro es que no son páginas de extranjero, de fotógrafo,
de gringo con ánimo perdonavidas. Miguel Sánchez-Ostiz recorre sus memorias con
infatigable afecto; los hijos de los que él habla, a veces materiales y otras
ilusiones, esperpentos, enanos, beldades y flores no lo inquietan ni en la peor
de sus fealdades o méritos. Se ha sentado a recordar y en su recuerdo a amar.
No es Malcolm Lowry en trágica inmolación ante lo mexicano, más bien
Eisenstein, si conciben la diferencia.
Tugurio de La
Muerte, el Bocaisapo, El Lido. Insondables y míticos. Leyenda de oscuridad que
desnuda el autor; la entiende pero no la persigue como fin, como estampa
turística o “maldita”. La narra según la vio, la oyó, percibió. La Paz es esa
vieja que en el cementerio de La Llamita arranca pingajos de una tumba y se los
guarda (necrofagia saenciana), mientras refleja rosado al Illimani, el perfecto
achachila.
Ciudad de
entrañas. El indio y España hundidos en el mismo hoyo, empiernados por
eternidad, sin comprenderse pero amantes que se odian y sin el otro no pueden
vivir. No necesitan siquiera parir mestizos: ya el aire es mestizo, azul
radiante.
Aparte de la
muchedumbre enmascarada, hierática o carcajeante del pueblo está la otra ciudad
tirada al sur. O al centro, en cafés y tertulia. Anota el navarro nombres
prominentes que moldean su espíritu, que hablan de ella e intentan calificarla,
explicarla. Digo en la contratapa que de los paceños el que se busque aquí, en
esta amplia crónica paceña, ha de seguro encontrarse, desde Armando Soriano
leyendo sonetos, hasta el poeta músico Pablo Mendieta Paz, Jaime Nisttahuz,
Mariano Baptista, Juan Recacoechea, Adolfo Cárdenas, el arquitecto Juan Carlos Calderón,
Humberto Quino, Fernando Molina, los prohombres de la casa de Alberto Crespo
Rodas, H.C.F. Mansilla, René Arze, los hermanos Enrique y Ramón Rocha Monroy,
Beatriz Rossells, Cingolani, Edgar Arandia, Gastón Ugalde, tantos otros. Y
Ricardo García Camacho, amigo y guía, poeta en este viaje al principio de la
noche.
25/07/17
Publicado en TENDENCIAS (LA RAZÓN/La Paz), 30/07/2017
Fotografía 1: Fernando Trocca, de su blog personal
Fotografía 2: EL DIARIO
Fotografía 1: Fernando Trocca, de su blog personal
Fotografía 2: EL DIARIO