A Anton Chejov le
gustaba jugar con miguitas de pan mientras nadie lo veía. Olvidaba que Gorki
era muy detallista y que habría de contarlo. Chejov, el gran hacedor de
diminutas pelotas de pan.
Ricardo, un amigo
antiguo, me pidió que escribiese sobre este autor. Como no soy buen crítico, me
situaré en sus anteojos y relataré las cosas que va (o iba) viendo Chejov en su
diario trajinar.
El campo ruso es
intensamente amarillo. Trigales crecen sin medida. La silla de mimbre, fuera de
la casona, mueve el horizonte de arriba abajo.
Cuando graznan
las cornejas trae mala suerte. Graznan todo el día. Un caballo cansino trae
fatigosas visitas y no queda otra opción que aburrirse. El centeno se mueve al
son de la brisa.
Soy los ojos de
Chejov.
La noche ha caído.
La bujía enciende un sol opaco. Letras y tinta se entremezclan como
fantasmagóricas figuras venidas del bosque. El ventanal da a la luna. Es
cuestión de memoria, escribir: la visita al médico que enloqueció entre sus pacientes;
el soldado francés y el beso a un fantasma; todos los cuentos posibles, todas
las argucias, presunciones, presagios, males, bienes humanos. Yo, Chejov, como
Dios voy inventando el mundo.
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Publicado en
TEXTOS PARA NADA (OPINIÓN/Cochabamba), 13/04/1988
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