Me gusta caminar
en medio de la noche por las ciudades alrededor. O manejar. La de Halloween,
que veinte años atrás siempre estaba nevada y ya no, venteaba casi con furor.
Siendo otoño, las caídas hojas, amarillas, rojas, marrones, jaspeadas, crecían
espirales que en la antigüedad hubiesen creído muertos levantándose. O
corriendo (las hojas) igual a largas serpientes de vetados ojos. El auto
temblaba con el embate ora izquierdo ora frontal. Con ruido colándose por las
gomas protectoras de las ventanas que se gastan y resquebrajan.
Sin duda, clima
para muertos, para tumbas ateridas, olvidadas.
Casas decoradas
con lápidas, con sábanas que vuelan aterradoras porque sin aviso se levantan.
Calaveras, ahorcados, piececitos sangrientos marcados en rojo fosforescente que
entran a un garaje y no salen; cabezas, fémures, una pierna aplastada que quedó
fuera del maletero cuando lo cerraron. Humo en algunos hogares. El frío se
acerca. Y bosque, mucho bosque, árboles por todo lado, grandes búhos grises que
vuelan chillando.
Esto es más que
un juego donde los niños amenazan si no se les da caramelo. Mucho más. Antiguo.
Pútrido, de hojas por el suelo y dolor.
Hay que
observarlo desde la sombra, en soledad, a la una o dos, cuando hasta los
insomnes se han tirado a dormir. Ubicarse en la hondonada, en medio de arbustos
que camuflen la presencia que espantaría policías y vecinos. Alerta adrede,
aguardando la expresión de los tiempos que aclare por fin por qué hoy, justamente,
se ha marcado la fecha para el retorno de los idos.
No es un juego,
me repito, mientras devoro un chocolate.
No.
A ratos atraviesa
el panorama alguna figura tambaleante. Ni fantasma ni difunto: una víctima de
los opioides que llenan los cementerios con sesenta mil cuerpos al año. ¿Dónde
están los últimos que no los veo? Debieran penar en largas filas como las
Santas Compañas que cruzan el desierto de Potosí, a quienes no importa el adobe
de las paredes de Cotagaita. Nadie. No cuento la vida salvaje que explota en
cacería. Ojos de ciervo joven, negras brillosas canicas. Garbo. Lentitud al
caminar. Las zorras de bota blanca corren agachadas y lloran. Coyotes andan de
a dos, de a tres, y nadie existe, porque los osos están en las colinas, que se
les oponga. Parecen perros descuidados, magros.
Luego me fui a
acostar. Entre cuatro almohadas revolqué mis obsesiones, el dolor agudo y
quemante de los tobillos cansados: cinco horas en el pedal de freno y embrague.
La televisión relataba muertos en la adyacente ciudad de Thornton. Alguien
caminó hacia el Walmart, mató, y salió campante para subirse a un Mitsubishi
rojo. No lo han encontrado. Lo tienen fotografiado, magro como coyote,
anglosajón, con rictus de máscara de Halloween. Hizo su fiesta; sería lo que
deseaba, ponerle cuerpos a la ya muchedumbre de ellos en plástico.
Recordé Virginia,
mi primer noviembre, y el terror que producía caminar sus calles, siempre
después de medianoche y pensar que los mapaches eran psicópatas que me
perseguían para hacer cuero de mi enfriada piel. Lo bueno es que nunca nadie me
vio correr, con la nieve encima de los zapatos, hasta encontrar un claro, un
faro de luz opaca, buscando la casa del capataz para irme a los mercados.
Juego, juego.
Como a las seis
de la mañana, distraída la cabeza en sueño leve, me visitó mi padre, no según
lo había visto en los últimos años, viejito, encorvado, pero con fieros ojos
verdes. Apareció joven, de unos cuarenta, y me tocó la cabeza cincuentera
diciéndome que todo estaba bien. Había luz en ese cuarto ¿dónde? Y fue tan
extremo que vi las figuras de tres
cuadritos colgados por encima de su hombro. Si hay detalle, hay presencia, no
mareo repentino, un no saber qué pasa. Estuvimos los dos en una sala de fuerte
luz artificial. Me apoyé en su pecho.
Se esfumó.
El comentarista
de televisión seguía hablando de sus muertos. Lo anulé, apagué su voz porque
hoy había tenido el mío, visto el mío con varias décadas encima. Ahora son las
once y el día está gris. Hojas muertas que se barren y aparecen de nuevo. Me
sirvo un pastel de cereza, de bandas cruzadas. Café sin azúcar. E imagino que
mi clepsidra volcada, la arena, se decanta con suavidad hacia el vacío.
02/11/17
_____
Publicado en INMEDIACIONES, 02/11/2017
Fotografía: Papá y yo
Fotografía: Papá y yo
Maestro. Un fuerte abrazo.
ReplyDeleteOtro, Jorge. Y, como pregunta alguien en Facebook, ¿para cuándo el libro, maestro Muzam? Abrazos.
DeleteConmovedor recuerdo de tú caballeroso papá, un personaje de antigua cepa, lo tengo en la memoria con su mirada profunda, verde y seria
ReplyDeleteGracias, Fernando, esa mirada que es parte, felizmente, de mi vida diaria.
DeleteCopio las cuatro palabras del entrañable amigo Jorge Muzam.
ReplyDeleteQuerido Pablo, a la espera de tu retorno. Extrañamos la música, la poesía, el arte. Abrazos.
Delete