Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Como un soñado
coma, suponiendo que las sensaciones persisten en letargo. O un paraíso sin
Evas ni manzanos, a pesar de que benditas sean, y benditos.
Comenzó con una
noche sin dormir, los eternos paseos entre sombras y animales salvajes. Donde
impera el silencio y la luz no vivifica sino que engaña, es subrepticia,
femenina, sagaz, traidora y bella. Siguió con el habitual amanecer helado, la
compra de pan francés, de carne en trozo por un lado y molida también, en el
casi extinto -en mi refrigerador- fresco perejil. Añadimos Mozart, en trabajos
corales. Ligia dijo que la estremecía; lo dijo en portugués que por donde se
mire suena mejor que el traqueteo macizo del español.
A ratos contestar
teléfonos triviales que preguntan que cómo y que dónde y si estás o no estás.
Nada que altere la rutina de ir preparando una fiesta para 17, controlando el
gusto de los conocidos y sospechando el de los nuevos. Se vacía generoso el
vino negro en el tuco de peceto y poquillo menos en la salsa boloñesa, a la
boliviana, a la mía, la boliviañesa.
El “mensajero”
retorna al amigo Marcos Tabera. Música, música y musicantes. Fusión de ciudades
y razas como otra cosa no suele ser una salsa cualquiera, para el tallarín o el
pastel de pollo. Cuatro frascos acompañan el ritual: sal, pimienta, ajo y
tarragona. Vinagre tinto de vino, hojita de laurel. Ha pasado media día y yo
sin dormir. Me levanté a las diez de la noche, atravesé cuatro ciudades
fraternas, pegadas entre sí. El televisor descansa fortuitamente callado.
Adoniran Barbosa irrumpe con el samba blanco de los italianos del Brasil. Y se
suceden más: haitianos y senegaleses, en francés e inglés. Las dos y las tres.
Cuatro cinco y seis y llevamos destapadas tres botellas de ron, un malteado
irlandés, lo que queda de scotch y malbecs con tempranillos.
Música. Y
musicantes.
Como un coma,
asumí, que te tiende ajeno a las veleidades del poder, al arbitrio incansable
de quienes ni tiempo tienen de saberse inseguros, vanos, vacuos. Se pinta la
barda de madera de sombra y camina tenue la noche que cumple un círculo de 24
sin dormir.
Dos días. No diré
consumidos sino aletargados. Siesta larga con satisfacción indiscernible de no
saber nada, más que mucho. Sabores como única ligazón con el entorno. Grupos
humanos reducidos, falansterios de gula y trago. No hay noticia de tiranos ni
de zánganos, de odaliscas o gabrielas montaño. Felicidad primigenia ¿primaria?
Caminar por jungla de voces sin determinar sus fronteras. Elucubración de
siglos para respuestas simples. Preguntas sencillas para contestaciones
fáciles, cuando el abecedario no ha todavía creado voces como “sátrapa” o
“dinero” y prima el agudo grito soprano de un coral de Mozart, tan triste como
su réquiem, tan rico y placentero, toda una muerte fuera del sobresalto.
Cuando despierto,
y sin embargo dormido no estaba, reflexiono que no oí jadeos furibundos de los
Trumps y los Morales, que no escuché el sesgado susurro de perro del Linera, ni
vi senadores con pollera ni al Bosco que se paseaba por mis tierras duales
rescatando monstruos. Así, con soporte, la escritura adquiere placidez y pierde
compromiso. Se convierte en pincel y pinta; en acuarela entre agua y color.
No quería
despertar, y nunca dormido estuve, pero sonaron los cobradores el timbre
diciendo que les debía del parking, del pomelo, del internet y los elotes
cubiertos de mayonesa. Sonaron una y otra vez para mostrar que The Donald era
el putañero más grande de la historia en un país beato. Blancanieves y los
siete enanos en versión porno se acerca posiblemente más a la saga original que
al lavado de pasiones de Walt Disney.
El amanecer del
lunes me arrojaron periódicos en la entrada y tuve que leer, reafirmar mi condición
pensante. Pues melancolía no falta, “os diré”, del momento en que estaba muerto,
pero bien vivo trasegando ron y había olvidado los nombres.
12/03/18
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Publicado en EL
DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 13/03/2018
Imagen: Marc Chagall/Hombre en la mesa, 1911
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