Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Mítico bar
de Denver. Jack Kerouac en espectro, entre los agresivos gays de pelo corto y
las muchachas que caminan adormiladas hacia el baño. Tomo en la barra dos
Guinness, admirando la velocidad y la soltura de la bartender, su simpatía.
Tiene la espalda tatuada y sostén negro de encaje, falda corta, es toda una
sombra porque fuera del negro no carga otro color. Dientes blanquísimos. Sonríe.
Un músico en el rincón izquierdo, rodeado de fans, canta canciones de los
Beatles y otros. Mediocre, en mi opinión, y toma Coors desde las botellas
gordas, de boca ancha. Coors es una mala cerveza, local, pero en el alcohol
todo pasa. La circunstancia lo habilita, siempre.
Contemplo
una espalda que levanta los brazos, se agita con la música de los de Liverpool.
Los omóplatos son delicados, le estudio los músculos. Un hilito al medio
sugiere que tiene brassier. Los hombres miran sus celulares. Se los muestran a
sus mujeres; las imágenes reemplazaron la conversación. De a ratos les tocan el
culo, muy de a ratos. Mientras tanto las ignoran, y ellas se desviven por
frotarles la bragueta. Tomo mi cerveza negra, escucho, miro. A mi lado hay un
viejo con saco elegante hablando con la mesera. Dice que se llama Raúl y toma
vino tinto primero y luego whisky. Su cuenta son 32; la mía trece. No hablo con
nadie, ni intereso a nadie. Una mujer alta es la única mirada que consigo con
algún interés. Sé que hay que construir la presencia. Vendré cada sábado, ya me
verán, me pondrán sin hablar Guinness en la mesa y de ahí, quizá, a mencionar a
Kerouac. Lo imagino solitario, borracho. El mundo no ha cambiado desde entonces
ni nunca. Una bola de cabrones, un hato de putas, y alguna que otra persona de
vario sexo. Apuro el segundo vaso. Pienso pedir un corto de ron, pero en los
estantes solo hay puertorriqueño, malo, dulce, basura. Me gusta el buen ron,
las buenas mujeres, malas pero bonitas.
Llueve.
Calles Grant y 9, a poco del centro mismo. Árboles y oscuridad. El bar como un
diente de leche brillando. Manejo a casa, muy cerca. El trago me subió porque
llevaba ya ron en la sangre desde la casa del primo Waldo. Conversamos de la
muerte, esa hembra conversada y fatal. La fiel, la descarnada. El placer de la
carne efímero como un mango maduro, de pelusa suave y largos cabellos. La fruta
del paraíso, ese siempre perdido y apenas vislumbrado. Creo que debimos haber
tenido fe, portado chalecos explosivos. Hombres de poca fe, me insulta Cristo
desde las páginas, pero también me echa bienaventuranza desde el sermón de la
montaña. El diablo… el desierto… Mefistófeles y Dr. Faustus. Dónde vender mi
alma si nadie quiere comprarla, la cambio por un harén de 25 muchachas
ucranianas. Se las vendo barato: mi alma, no las muchachas.
Cocino. Mi
cena solo será guiso de arroz con pollo. Sin modestia digo que pocos lo harán
mejor que yo. Pimienta negra, sal y ajo. Achiote y mejorana. Un chorrito de
algún alcohol. Papa, puerro, morrón, cebolla, tomate. Las especias del edén. Si
nunca lo encontramos o encontraremos al menos nos queda la cocina, la comida
que viene de tus manos. Igual a sembrar, cultivar, cosechar.
Jack
Kerouac. On the Road estaba en el bolsillo de mi chamarra en aquel aeropuerto
cochabambino donde llovía. No iba a Estados Unidos entonces sino a Madrid. Las
estaciones de mi fracaso. Puedo enumerarlas. O los libros que compré lo anotan
sin riesgo de falla: Buenos Aires, 1984; Valencia, 1986. En mi despedida había
reunido, para orgullo de mi padre, a varias de “mis mujeres”. Detrás, donde
están los gladiolos, una prestó a mi cuerpo su dulce boca. Me volvió a prestar
el resto más tarde. En la noche terminé por el Parque Lincoln, cubierto con una
frazada burda, como soldado del Chaco; como filósofo.
¿Dónde
están las mujeres aquellas?, pregunta un tango que quisiera haber escrito.
Bailado. Poco queda: el goulash cargado de Daniela (había lluvia también); Bach,
Chico Buarque. Se las recuerda por detalles externos, por sensaciones que tuvo
la piel y se desvanecieron. Todo es juego de memoria. Ellas en la fábula del
matrimonio; yo en el concierto del desamor.
No para
divertirnos sino de por vida, dice una. ¿Cuándo, dónde? Ni el uno ni el otro
existen. El pollo se cocina en un jugo rojo, la casa huele, esa foto parece ser
Milán. Divago, distraigo el intelecto con humores de salsa. Música llanera, por
favor, de los llanos colombianos. Arpa. Eso es baile. Pastizales, machetes. Nos
hundimos en la mediocridad de salir con mujeres y dejar que el teléfono las
seduzca. Dónde la conversación. ¿En el silencio?
La muerte
te dará silencio. Más del que te hace falta. Y extrañarás las bocas, los versos
y las canciones. En los llanos del Apure, en Tiquipaya. Doñas Bárbaras, látigo
sin consuelo.
El bebé
tendrá tus ojos, repite otra. Estos achinados para imposible esconder la sangre
mongol. Sueñas, niña, de mí ya no saldrá nada, papeles sueltos, letra muerta,
una cueca que un día aportaré con líricas. Me la prometió Marcos Tabera, que la
haremos juntos y la bailaremos borrachos el día del juicio final que es todos
los días. O cada los días, a la usanza cochabambina.
02/06/19
Enorme texto, maestro. Un abrazo fraterno desde Chile.
ReplyDeleteCorto;duro;expresivo.
ReplyDeleteBukowski con gran bigote,a lo Zaratustra...