Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Se
extienden estas palabras más allá y más acá de la herradura montañosa de Europa
Central. Té de las tres de la tarde, té negro. Y café luego. Pan francés, cuchillo
para esparcir y queso azul, danés. Música, música. Macedonia, Serbia, Bosnia…
Uzhorod es
una villa medieval ucraniana cerca de la frontera húngara. Oksana, bella rubia
de 28, hijo de 6, cuenta que su marido purga condena de diez años. Por hacer lo
que siempre se ha hecho en la región: contrabando. Cigarrillos esta vez, entre
Ucrania, Rumania y Hungría. A veces traía mucho dinero, narra, sin saber yo de
dónde. Me casé a los veinte y alumbré dos años después. Hasta que el hombre
cayó en prisión y lo divorcié. Nos ha olvidado, al niño y a mí. Los hombres de
Uzhorod son todos criminales. De fondo una pequeña ciudad equidistante de tres
mares: Báltico, Adriático y Negro. Hermosa. De crepúsculos de sueño. Montaña y
bosque. Flores salvajes.
Las dos
puertas de mi cuerpo siempre estarán abiertas para ti… Deseo que seas el único
invitado. He tenido a veces invitados pero ahora quiero un esposo. Escribí
estos versos para ti y los envía. Hablan de amor. Amor en Uzhorod, cerca o allí
mismo donde los gitanos de Herzog pronunciaban con miedo y veneración: “Nosferatu”.
Bayas
coloridas para preparar mermelada, o tartas incomparables. Apuro el último
vasito de ouzo para ponerme en ritmo. Denver se atolondra de calor. He abierto
ventanas y puertas sostenidas por una cadenita mal pintada de blanco. El disco
compacto va por la séptima canción, el número del hijo-lobo. En Uzhorod, al
menos ocho horas distante, habrá caído la noche. Sobre los Cárpatos se cantan
tristes canciones, de abandono y muerte. Los contrabandistas, como los viejos
haïducs, beben alrededor del vivac en un claro de luna. La nostalgia, dicen, es
la enfermedad que nos permite vivir. Parece que mata; a veces, mata.
Imágenes me
acechan, visitan, entenebran y angustian. Desde Kusturica hasta Mór Jókai. La
brisa del Danubio cubre media Europa, desde la ilustre Viena hasta las marismas
del delta, donde se escondían los personajes de Panaït Istrati: Codine. Los
años no me pesan en cronología; lo hacen en libros. En el recuerdo de páginas
calculo mi edad. ¿Istrati? Antes de 1987, pero sobre todo en 1987, cuando los
ojos de azul claro como lavanda, los de Francine, me asomaron Kyra Kyralina
entre sus pezones rosa. Los leí, ellos y el libro, antes de la debacle y previo
al incidente donde quise volar desde el balcón y la mitología terminó allí,
cosiéndome la pierna en el hospital Viedma, sin anestesia ni desinfección que
tanto alcohol tenía en las venas. Nunca más la vi. Aullé como perro en celo por
los campos de Sarco y Condebamba. Nunca más la vi, se la llevaron los aviones
que son mis enemigos a muerte. Ícaro.
Nunca más
la vi. Nunca más a muchas mujeres; ni siquiera a Kyra Kyralina ni a su autor.
Jamás, dice la zamba, jamás…
Pero no he
muerto. Sueño. Los Cárpatos de Verne no son tan interesantes como los del
fantasma de la noche, el vampiro. Bram Stoker, aunque el tema y los personajes
lo excedieron para su propia historia. Recuerdo, ni un año pasó, y esa Europa
Central añeja se me clavó como puñal, como punzón de talabartero. Sé que no
tengo los dedos, ni el dinero, para contar cuánto he de ver y a cuántas jóvenes
he de amar. Tal vez solo literatura. Los ojos son pretexto de literatura; los
glúteos también. Y si me dan a elegir entre París y Odessa, iré a Odessa, al
brillo de las cosas muertas, a los acordes de jazz en el empedrado insomne, a
las bailarinas “del poste”, de brazos y piernas increíblemente fuertes, en el
club de caballeros. Criminales o caballeros, ni el signo de interrogación cabe
ante tal ambigüedad.
Terminó el
disco. Significa que acabó el tiempo de las palabras. Algo de Sidney Bechet
pondré, ya que convocamos a la nostalgia, al necronomicón del recuerdo, que
guarda monstruos con mucho peores que los demonios primarios. Pienso en Goya,
pienso en Bukovski, pienso en el vendedor de medallas soviéticas debajo de la
escalinata de Odessa, el que al saber que era boliviano adivinó que venía de
Cochabamba. Compré una medalla con estrella roja, simple, barata, para premiar
con migajas a los buenos comunistas, cosa que no soy.
Brisa. Bajo
los párpados. Me gustaría estar en Uzhorod. Oír, si quedan, a los lobos. Y en
los ojos de ella tener no uno sino dos luceros de la mañana.
25/08/19
No comments:
Post a Comment