Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Pollo del
General Tso, picante. Muy parecido al pollo con ajonjolí, cocinado con piña,
dulzón y delicioso. Recurro a las enciclopedias virtuales y dicen que este
plato lo ofrecen los restaurantes chinos de Norteamérica y recuerda al líder
militar de la dinastía Qing, Zuo Zongtang. Sin embargo no hay referencias que
lo relacionen con la comida ni ella es típica de su región, Hunan.
A pesar de
saber por mi experiencia en los mercados de abasto de Washington DC cómo
cocinan, y con qué, los restaurantes chinos, siempre que puedo me asomo y
devoro magníficos sabores y el misterio de los vegetales chinos. Lo hice otra
vez, domingo conduciendo el automóvil solo en una rutina no tan extrema.
Comida
popular, como la que rescataba Anthony Bourdain, el sociólogo del sabor. Ahorcado,
vaya, quizá gracias a la enfática Asia Argento, la hermosura de la muerte. A
veces los riesgos valen; mejor que no, aunque ya tarde.
Popular.
Del pueblo. El sabor es un recurso del hambre (pensando en un texto de mi amigo
Maurizio Bagatin). Del hambre viene el engaño para hacer creer que lo que es no
es, que lo que se come es mejor. Y el picante, el gran adulador, que con
picante todo pasa. Historia aparte la de la antropofagia. Decían en el Congo de
los 60 los combatientes negros, que suave era la carne de los cascos azules
suecos de las Naciones Unidas, y dura la de los ¿ruandeses?, no recuerdo.
Siendo
popular, los parroquianos eran ¿cómo describirlo?, un hato de inmigrantes
varios, noventa por ciento negros, con geografías desde el cuerno de África
hasta una joven jamaiquina que mostraba el vientre y metía las dos manos bajo
su falda para acariciar los nacientes vellos del pubis, mientras comía una res
al estilo mongol, también picante, con arroz frito.
Los
cocineros chinos se alternaban para su almuerzo, mezclados con los clientes, y
sorbiendo largas y oscuras algas de mar.
Una mujer
mexicana con dos hijos; un boliviano; un asiático que por los ojos era
camboyano o malayo. Al fin entraron dos norteamericanos, de la especie
granjera, y recogieron un inmenso paquete de platos para tal vez una fiesta.
Les faltaba baño, como es usual, pero estaba lejos yo, tomando un té, para
percibir efluvios.
En el
teléfono me escribe una hermosa rusa, del oblast Novgorod, diciendo que se
siente sola. Yo también, le contesto. Algo habrá que hacer al respecto. Algo,
respondo. ¿Qué haces? Como comida china. Nunca he probado comida china, afirma,
y me asombro que ellos que se han metido hasta el ombligo del mundo no pasaran
por esa pequeña ciudad a doscientos kilómetros al sur de San Petersburgo. Algo
habrá que hacer respecto de la comida china, de la soledad y del amor. Pero
otro día, no hoy, que mi rutina está emperrada en que siga un cronograma
establecido para mi único descanso. Si hubiera una mujer cerca, el hambre y el
sabor, no podría estar yo conmigo. Eso, hoy, no es posible. Ni con jengibre ni
con sésamo. Hoy no.
Cuando
salgo a la calle, la muchacha jamaiquina está sentada en la acera. Tiene un
vientre hermoso, los ojos un poco torcidos, el pelo enrulado, y conversa con un
rasta gordo y desafinado. Al pasar observo el ombligo canela, un tinte precioso
de mixtura. Sigo mi camino, pensando en el té que voy a preparar, en el ron de
la tarde de domingo, en la lectura, en la terraza, en las visiones y los
embrollos que hay que olvidar.
Preparo el
té helado. Hace calor mas presumo lluvia. No veo la cordillera del Tunari, no
veo a la virgen del Carmen y su nieve. Mi padre sabía todas las nevadas del
año. La Asunta, cómo me acuerdo, y la distancia insalvable se hace cercana en
la memoria. He de comer ese polvo otra vez, me aseguro. Hay que tomar pasos,
sin embargo, solidificar el suelo donde nos asentamos. Hay que sacrificar sentimientos
para eso, pero, como el sabor, ellos matizan el hambre sin acabarla. El amor es
una desesperación con especias. No otra cosa. Prefiero vivir de pan.
04/08/19
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