Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
¿Que es
linda la vida de pareja? Claro. Pero mejor es la independencia. Teme el morirte
solo, aconsejan. Solos moriremos. No somos reyes egipcios para enterrar otros,
a la fuerza, con nosotros.
25 de
diciembre. Brahms, Schumann, Rossini. Filmes, caminatas en el viento frío.
Fotografía, lectura, panetón italiano y puerco al horno en receta de mamá.
Algunas mujeres en el chat. Hablan de fiesta y solitud. Hombres que cuentan de
la ausencia de un femenino en su cama. Yo tiro tranquilo los zapatos a un lado,
calcetines al otro. Preparo un baño de tina y me hundo en ella como Séneca, sin
la muerte. Cuando salgo, dejo música tocando para los fantasmas que pueblan la
casa de 1920. Para su tranquilidad.
En el Messenger
de Facebook aparece la mujer que caminó cerca por veinte años. Raro el tiempo,
el hombre, como si nunca hubiera pasado, igual a huesos roídos sin gusto y con
desdén. No me vengan con nostalgia. Ese es atributo al que no alcanza la
mayoría. Mundo de ventajas, de aprovechamientos, de ganancia aunque para ello
se arriesgue pérdida, pequeña o grande. ¿Despecho? No puede haberlo a pesar del
dolor. Ahora ella, la otra, es un punto verde en el mundo virtual, como un
granito de molle. Nada más. Pero no hay que entristecerse. El amor suele ser
tan banal como el mundo. Palabra falaz, que si está presente de veras llega a
ser el regalo perfecto. Casi inexistente por ello. ¿Dónde están esas mujeres?
¿Y esos hombres para ellas? A veces la felicidad se toca con poco; a veces con
un plato de comida, o un hogar. Si bailamos canciones haitianas, eso fue.
Bailamos, en pretérito. Simple, nada complicado. El espíritu inventa cosas que
no son. Que existen, seguro, pero vuelve la pregunta ¿dónde están? Por lo
general morimos con la carga de las malas elecciones, de las decisiones
pésimas.
Soltar.
Soltar la rienda. La propia, porque a los demás no los tenemos domados. No hay
por qué. La felicidad vive dentro de casa, en los coros de Hugo Wolf que suenan
ahora, a las 6:55 de la tarde. He leído, y compartido, a Mamani Magne, a
Averanga, a Cerezal. Breve el tiempo que queda. Las hijas aprenden a vivir y se
debe aprender de ellas, observar la existencia que se agranda, que crece en los
nuevos, dejando atrás porquería inentendible.
Tiempo de
café. Aroma que inunda, calor de caldera y de radiadores antiguos por los que
corre agua hirviente. Así tenía la casa de Bulevar Chacabuco, en Córdoba, donde
se conocieron mis padres. Esparzo por el pan blanco mermelada polaca de cereza
amarga. Me gustan los mercados étnicos, distraerme y conocer el universo humano
tan variado, cercano y distante: harina de mandioca de Togo, que hermana África
al Brasil; delicias croatas; adobos indonesios; galletas de té bosnias, pasta
italiana.
Discutimos,
no conversamos, con alguien masculino (adjetivo engañoso), del por qué no me
traigo a dormir al departamento una mujer cada semana en mi libre sábado. Lo
básico de esta pregunta, lo elemental, es la ausencia del darse valor personal.
Eso se adquiere con experiencia, no en los libros de autoayuda que son pasto de
tontos (perdón si insulto). Si visito bares, si bebo cerveza negra, si observo
mujeres y me deleito con culos, no implica que mi presencia allí se deba a eso,
o no en exclusiva. Voy, me quito la chamarra, me siento, como papa frita, tomo
Guinness y alterno un bourbon. Mi placer. El retorno también lo produce. Abrir
la puerta, hacer lo que quiero o quiera sin necesidad de servir a nadie, de
agasajar, quizá inútilmente, a la que visita. Llegará el tiempo. Si no viene no
hay problema. El secreto, escribí treinta años atrás, radica en estar solo.
Dana se me acerca pero es casada. Eludo el drama por más que me guste mucho y
saber que entre pieles me pondría contento. Nadia me dice de “mi” carisma, pregunta
si estoy casado. Ella sí. Otra vez, le hago el quite al drama, al llanto de
destrucción de hogares, penas, tragedias innecesarias. La paz pesa más que la
belleza. Mujeres muchas hay, como hombres, en un asunto que no debe, no puede,
ser desesperado. Enseña el silencio. La soledad juega de imprescindible
maestro.
Salí ayer,
25, a capturar imágenes y jugar con mi teléfono. Hacía frío y luego de sentarme
en la avenida abandonada, preferí retornar. Sin música no vivo, y los discos se
sucedieron. No soy descreído del amor, pero me parece que las situaciones pecan
de ambigüedades y somos fácilmente corrompidos por el fraude. No se trata de andar
con pies de plomo sino de sensatez, muy esquiva esta, difícil de aprehender,
pero aparece, se presenta y se acompaña de calma. ¿Por qué destruirla? Si a la
vuelta de la esquina está la Mujer, pues la disposición no mermó; solo que
ahora se hizo ausente el niño desesperado, el cantante de rancheras que a pesar
de los pistolones y las cananas llora como magdaleno.
¿Sola Navidad?
Para nada, si estoy conmigo. Y Haydn.
26/12/19