Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Raquel
Valverde, aquel fantasma literario de mi amigo Maurizio Bagatin, puso hoy a
Cézanne en las redes, y se soltó con Francia, con París, con Gainsbourg y la Deneuve.
Pensaba yo escribir otra cosa, andaba en devaneos de Glorias y Colcapirhuas,
pero, mientras escucho a los Gipsy Kings, recordé Francia. Tuve la fortuna de
ver a Léo Ferré, que solo vino por “nosotros” (siendo nosotros la Internacional
Anarquista del año 86, en París). Cantó a Apollinaire y a Verlaine, creo,
vestido completamente de negro y con medias carmesíes; era el artista una
bandera. Alguna vez creímos; fui crédulo pero siempre indisciplinado. Los
ácratas después de la Internacional se reunieron en una finca de Ménilmontant,
a beber y conspirar. Tomé el metro para asistir pero desistí luego y caminé por
las vías del tren de esa villa que había
cantado Charles Trenet. ¿Qué haría yo, me decía, entre los aguerridos omoristas
japoneses, los italianos de Senza Patria, los holandeses, irlandeses, con Léo
Ferré, qué le diría a Léo Ferré, que la anarquía en Bolivia preparaba bombas de
petróleo y que caerían las dictaduras? Para mostrar tenía un hato de pésimos
poemas y el recuerdo de Gloria, de Elke, de todo lo que soñé mío sin real
pertenencia? Nada tenía que decir y solo miento de vez en cuando a mujeres, no
en cosas serias (¡!) Me fui, nunca más una Internacional aunque bajé hacia el
sur, a Castellón, con media docena de miembros de la FAI. En Figueras preguntó
el gendarme: ¿Qué haces con estos? ¿Dónde está la coca? Bienvenidos a España.
Castellón, Valencia, Madrid, otra historia, con una botella de tinto del
Partido Comunista Español en una cava barcelonesa.
Volvemos a
Francia, a una cama que me cedieron anarquistas chilenos. Me acercaba a señoras
viejas y les pedía diez francos, monedas pesadas de color café. Con ellas no
compraba pan, sino llamaba a Alemania, a llorarle mi soledad a una mujer que
quería vivir con responsabilidad. En Radolfzell, ella, pueblito donde vivieron
los maestros expresionistas del color, cerca del gran lago que comparten con
Suiza. Hubo un tren y hubo un boleto, que de París con parada en Estrasburgo me
acercaba a mi amor. Bar argelino, cerveza Kronenbourg, y no sé si desidia o desesperanza.
Caminé a la estación, Gare du Nord, tal vez, o de Austerlitz, y devolví el
pasaje. Señora vieja, diez francos, y un par de minutos por el auricular, donde
le susurré que no iba, que perdido estaba y no existían vías de tren ni caminos
que me acercaran a mí. Punto aparte, ni siquiera punto final, porque a pesar de
eso, años después, dormíamos de vez en cuando. Vienes solo cuando estás
borracho, sentenció. Claro. Borracho subía esos tres pisos y bebía de sus
pezones rosa. ¿Qué más?
Llevaba
conmigo una guía Peuser de París que perteneció a mi tío Hugo cuando visitó París.
Con el dedo seguí las líneas que me llevarían caminando desde Porte de Vanves
hasta el Luxemburgo. Con altos en las librerías de viejo buscando Madame
Putifar, del licántropo, Petrus Borel. Con Marcel Schwob y el francés de los
coquillards en la Biblioteca Nacional. Debajo de un bronce de pie de
Sainte-Beuve en el Luxemburgo, tratando de seducir a una norteamericana que
había estado en Bolivia y que conoció a Eudoro Galindo…
París y la
Isla de Francia. Huellas de los pintores impresionistas. Tal como habían
pintado: el puente de Argenteuil, Pontoise. En Pontoise se reúnen el Sena y el
Oise. Tenía hambre -Petrus Borel- observando las mansiones de la ribera, con la
pesada mochila que mis jefes argelinos llenaban de propaganda comercial y que
repartíamos casa por casa, nosotros, argelinos, iraníes, marroquíes, malianos
(de Malí) y que tenía que estar vacía al fin de la tarde cuando nos recogían de
un lugar determinado. Despedían a muchos porque traían papeles de regreso; a mí
no, cochabambino, que siempre volvía vacío. Había dejado casi todo en las
alcantarillas y en el Bosque del Lobo. La tarde era para disfrutar aquel
paisaje, para ponerse un largo pasto en la boca y distraer el hambre. Cuando
tocaba repartir propaganda en los modestos edificios de inmigrantes sentía el
olor a comida casera. Comino y cardamomo. Nunca lo olvidaré.
Estuve en
París unos meses y luego a Canadá, a cabezas sangrientas de alces, blancura del
invierno, la bahía congelada, sopa de cebolla, el hogar de la hermana. Y vuelta
a París, ya sin el desasosiego de no saber si tendría a mi mujer de entonces de
vuelta. No, y se lo dije desde un teléfono público de Lodève, en las montañas del Larzac, que adiós para siempre que me
iba a España y vivat la anarquía. Recados de un teatro que solo tuvo fin cuando
aparecieron otras protagonistas. Mientras tanto el sexo suplantó al amor si es
que ambas no son palabras huecas.
En la
Federación Anarquista Francesa robé El
concilio de amor, de Oskar Panizza; en la CNT de Valencia, robé uno de
Ulrike Meinhof, a pesar de que el librero de esa casona medieval del centro,
cerca de las murallas, me entregó un afiche de la Columna de Hierro donde juró
había combatido. Agua de Valencia, sidra, alcohol, y qué lindo habla este
hombre, comentaban los cenetistas…
Abel Paz,
Salvatore Siracusa, conocí gente interesante en París. Los viejos descreyentes
búlgaros, de la Federación Anarquista Búlgara en el exilio, daban fogosos
discursos mientras sus mujeres, ataviadas todavía a la usanza de la Piaf,
fumaban en largas elegantes boquillas, con boina y mantón.
No volví a
París, quizá nunca lo haga mientras se ensancha mi lista de ciudades deseadas,
casi tan larga como mis muchachas: Kazán, Hue, Praga, Cracovia, Durban,
Cardiff, Salvador de Bahía, Catamarca, Kamenyets Podolski, Uzhorod… Tambov. Et J'aime beaucoup Paris, bien sur.
El domingo congelado afuera y cálido en casa está pasando con la intrascendencia
de la calma. Así lo quiero. Una amiga llamó y contó de sus sueños. Aconsejé
dejar todo: hijos, propiedades, asegurarse no tener hambre y gozar la libertad.
O qué otra cosa es la anarquía.
A las seis de la mañana, en París, los trabajadores desayunábamos croissants
con cerveza. En un parquecito del bulevar Brune, un cochabambino que solía ser
yo se escondía con cuarto kilo de gruyère, un galón de
leche, y una baguette. O lata recién abierta de un franco, y fría, de cuscús
marroquí y chorizo.
25/10/2020
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Imagen: París, 1986