Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ahora, sentado en el silencio de la calle Clarkson, me pregunto si soy el mismo que bailaba con Gloria en la casa Machuca de Colcapirhua. Mirando cómo aquella movía los pies y las caderas que eran míos. Bailaba ella con Juan Pablo Amusquívar y sentí celos de la vida. Tenía que buscar la muerte justo en el momento del éxtasis. Observé un pozo como boca desdentada. Simplemente me arrojé en él y golpeé la cabeza en el fondo seco. Buscando a Eva en el otro mundo.
Gloria se
asomó al borde gritando su amor. Subí por las piedras del hueco. Arriba había
una roca de diez kilos; la levanté y la dejé caer sobre mí. Gloria lloraba no
aguanto más. Luego no me acuerdo. Desperté
con el ruido de los chhiru-chhirus en la enredadera de casa. Llamé a
Gloria. No quiso atender. Quería huir, el espectro del foso la perseguía. Es
amor, le dije y lloré su abandono. A la semana estaba entre sus brazos, piernas
cruzadas, sexos de maremoto que parpadeaban.
El pozo
tenía eco; la música rebotaba en la piedra húmeda. El agua del sexo se enfría
con feliz sensación.
Me gustaban
tus pies, tus piernas eucalipto. Cabello de luto tal vez un collar. Me llamabas
anarcodelincuente. Me amaste hasta que el futuro diputado te robó con cobarde
artimaña y falsa política cuando no estaba. Mujer aterrada de la vida
descarnada halló abrigo en la revolución inerte. Cuánto ha pasado, cuánto más
pero recuerdo. El amor rítmico, música con sobresaltos de batería y de tambor. Abriste
un vino que predijo sangre. Bebí igual y morí, tantas veces.
Bailas
eterna joven alta caderas, santa viciosa de la creación; tú y las demás.
Eternas únicas te amo y te retorno no mueres mientras yo viva.
10/2020
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Imagen: Frida Kahlo/Niña con máscara de muerte, 1938
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