Saturday, October 31, 2020

De la memoria en jueves


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Cómo evitar la nostalgia? Si no se cae en la quejumbre está bien; parte de la memoria. Además que todo alrededor, hasta el palo de fósforo, retrae momentos, personas, eventos. Así con el disco que acabo de poner de Jethro Tull.

Evoca 1977, o 76, cuando viajamos de promoción por Bolivia con los compañeros de curso. Las minas, Huanuni, gracias a que Pepe, ya ido, era de allí. Aún recuerdo las inmensas bolsas de pan que nos dieron para continuar viaje. Desde la pulpería. Agua congelada en la caída, la bocamina entre síntesis de mugre y escarcha. Mejillas hinchadas de coca, guantes, que el metal quema a la intemperie. Jethro Tull en una tiendita exclusiva de Sucre, en discos forrados herméticamente de plástico, discos norteamericanos, muy visibles, tan diferentes. Cubiertas con arte que recuerdo y no puedo describir. Las notas en el tocadiscos, la flauta de Ian Anderson, guitarra y batería. Piano. Luego, dos años atrás, en uno de los lados del parque Shevchenko, de Kiev, el cartelón que fotografié y que anunciaba al grupo en concierto para enero.

Luego, ya de ahí en adelante, con Chino y Ricardo, ya idos, en sesiones de música donde nos sentábamos o echados en cama entre varios escuchábamos lo “último” del rock. El joven entusiasmo porque tal día, en radio tal, pasarían Simon & Garfunkel. Tan lejos de la sociedad de consumo, atentos a lo que salía de la Telefunken que me gané a los 16 años con un artículo para La Voz de Alemania.

Alterno entre música y milanesas que no quiero quemadas. Hay que cambiar el aceite porque se ensucia con facilidad. La mejorana se tuesta rápido y deja puntos negros sobre la carne que en realidad no lucen tan mal. Preparo un almuerzo tardío ya que viene un amigo hablando de suicidio. Pierde un trabajo tras otro, tiene que pagar el médico de su bolsillo y no puede acceder a sus medicinas de diabetes porque cuestan casi cuatrocientos dólares. Una milanesa alivia el intelecto y la frescura de la lechuga anuncia calma. Ya para qué esta pinche vida, afirma. Respondo que hay que tener un plan y huevos forjados. La paciencia del Génesis, trabajar y descansar. Hay algo pedagógico en las metáforas bíblicas. Hace cinco mil años también el hombre se suicidaba. La muerte por mano propia, el ultraje mayor a la divinidad, no es nueva.

Evadir la soledad, soslayarla, hacerla obvia, normal, hasta que llega un momento en que te enamoras de ella y creas, fecundas. Nadie necesita a nadie, en amor hablo. La costumbre confunde y hace que talentosas mujeres se enamoren de inservibles patanes, o viceversa. Seguridad… lo imposible de lograr, pero vale la lucha. Me dice mi amigo, cuya mujer lo abandonó hace dos años, que extraña cómo aquella le gritaba, lo insultaba cuando volvía a casa o hacía algo supuestamente incorrecto. No pertenecer a nadie, no poseer nada, deshacerse de lo querido. Y crear. Los fantasmas de Alfred Kubin son terribles y hermosos.

Mi chimenea tiene dos maderos que jamás serán quemados. No puedo encenderla porque vivo en un barrio histórico y hay riesgo. Pero está allí y me da placer, me hace hasta sentirme Thomas De Quincey cuando revuelvo el té y como galletitas de chocolate. Los sábados, a las dos de la mañana, suelo prepararme un dulce ron rojo con macadamia y sentarme en la terraza junto al silencio. Si llueve, mejor. Pasa algún vagabundo con profusión de plásticos, una bella muchacha se mete de cabeza en un basurero buscando comida. La metanfetamina produce monstruos, quizá, como en Kubin, placenteros. Los adictos a la metanfetamina (hielo) caminan al otro lado, no sé si el de la muerte, y se deleitan masticando trozos de pan ya masticado.

Sorbo calmado, sonrío si es que se puede ver la sonrisa en la oscuridad. Mondo perro, miré en mi juventud esa tremenda película italiana. Pero sorbo la bebida dulce y fuerte. No necesito comprar nada, ni moverme, solo escuchar el siseo de las hojas, la lluvia en piano forte o sotto voce. Instantes de eternidad, sin ruido ni parafernalia. Quizá las mujeres que envejecen son quienes mejor lo comprenden. Los hombres que envejecen se marean, por el contrario, de ganas contradictorias.

Los asnos de Goya se reúnen en concilio. Yo sorbo mi trago y calculo que si vivo cinco años más haré esto; si diez, lo otro, pero no con el ímpetu de ganancia sino del asombro. Hay mucho por ver y palpar. Los asnos no lo pueden entender, los mulos cocean. Hay que dejarlos, tarde para domar la estupidez. El Génesis se hizo para quienes supieran entenderlo. Al resto lo aguarda el maremoto. Hagámonos un espacio en la barca de Noé. Y que no falte el vino. Ni las lecturas. Ni la música sin cuyo sonido seríamos nada.

Caían las hojas de otoño en el Parque Shevchenko. Amarillas. A pocos pasos, la universidad del mismo nombre más una plaza con el bronce del poeta cagado por las palomas. Rojo como el ron con macadamia el edificio universitario. Un cafecito mínimo en vaso pequeño de plastoformo, igual a aquel café con leche que mozos de traje blanco ofrecen en la plaza 24 de septiembre de Santa Cruz de la Sierra. Atesoremos las sensaciones, muchas hay y pasan por cierto desapercibidas.

No moverse que la noche ya se mueve por sí sola. Contempla y sorbe tu trago. Así, ajeno y solo, observando la familia de mapaches recolectando comida de la basura y yéndose a dormir en las alcantarillas. La luna está cortada pero brilla. Sombras sobreviven. Desaparecerán hasta mañana con la luz del sol. Los espectros están vivos. Y si aquella te gritaba y la extrañas, pues hoy ya no grita.

31/10/2020

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Imagen: CFC/Silla

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