Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Como corresponde, me toca agradecer a los auspiciadores del Premio Nacional de Novela, que alcanza hoy su treceava versión. Al Estado de Bolivia, por medio del Ministerio de Culturas, a la embajada de España, al Grupo Santillana y su firma Alfaguara, a los jurados y, sobre todo, a los escritores, sin cuyo concurso no habría premios que repartir.
¡Trece premios! Impresionante logro en una sociedad como la nuestra en la que
siempre ha sido tan difícil acceder a la lectura y a la información, y peor a
la remota posibilidad de que la obra de uno alcanzase reconocimiento. E
impresionante también el empeño del escritor boliviano de superar escollos al
parecer insalvables y que nos han siempre puesto en situación de desventaja
ante nuestros pares latinoamericanos, ni qué decir del mundo. Cuando repetimos,
porque nos gusta repetir lo poco que pensamos que somos por un lado, y
mitificar por el otro, hay que considerar que nunca estuvimos en igualdad de
condiciones con los demás. Y que si la literatura boliviana todavía no ha dado
grandes nombres no se debe a cierta discapacitación física o idiosincrásica,
sino a un conjunto de circunstancias ajenas al devenir literario. El Premio
Alfaguara de Novela vino a aliviar esa suerte de desamparo en el que trabajamos
los artistas de la palabra en el país. Encomiable pero jamás suficiente.
Mientras no se desarrollen políticas al respecto y se comprenda que el oficio
de escritor es tan válido y tan duro como cualquier otro, no podremos
acercarnos a la idea de una sólida literatura nacional, plurinacional, o como
quiera llamársela, un espacio normal y colectivo de creación y no una cueva de
alucinados, nihilistas, favoritos, apadrinados, que trabajan solos y se escudan
detrás de torres de marfil o de un ostracista silencio.
No quiero con esto implicar que hay que crear escuelas de escritores. No se
aprende a escribir en la academia. Se aprende en la vida, y si algo tenemos en
Bolivia que nos puede ayudar a hacerlo, tal vez lo único que tenemos, es una
dramática experiencia de vida que arrastramos por centurias. El caldo de
cultivo está, también los artistas, pero se necesita la infraestructura para
desarrollarlo, maestros, bibliotecas, libros, becas, incentivos, clubes
literarios, revistas, diarios, centros de estudio, con igual afición a la que
ponemos para presentar campos deportivos, estadios, que también son bienvenidos
¿O no tenemos nada para contar? Creo que no nos alcanzarían muchas existencias,
ni perpetuidades, para terminar de narrar lo que es Bolivia, en la forma en que
se desee, en estilo tradicional o de vanguardia, histórico, surreal o
metafísico, con la soltura y genialidad de cualquiera. ¿Que Bolivia no tiene
tradición literaria? Falso, no quizá en la cronológica descripción de grandes
hombres de letras que tendría una Francia, pero sí en la fantástica tradición
colectiva no escrita que habita en nuestra diversidad, nuestros dolor y
alegría.
Me he sorprendido, con la explosión tecnológica, y el contacto hecho con
jóvenes a través de ella, de cuánta esperanza late en las letras bolivianas, y
cuánto trabajo hay, del número cada vez mayor, y obstinado, de gente que
escribe a pesar de. En Bolivia son muy pocos, entre los autores, los que tienen
oportunidad de subirse al micrófono y decir lo que piensan –como lo hago yo en
este instante- Que ese lunar se expanda. El premio nacional de novela tiene que
ser un punto de partida y no un final. Suena demagógico, pero no lo es, no
puede serlo. Si un país no escucha sus voces, es el país el que pierde.
El sueño de todo escritor es ser reconocido en la tierra donde nació. Hay hasta
algo de filial en ello. Es normal y es precioso. Por eso la significancia para
mí al obtener este premio supera otras que podría quizá tener. Es un poco
devolverle a la tierra lo que nos ha dado; a los padres, hermanos, amigos,
parejas e hijos, a los días y años sin fin en que se trashumó por sus calles,
pesares, desdenes y fiestas, también. Porque uno no puede evitar, y en mi caso
no quiere, saber de dónde vino y dónde va a morir, por encima de cualquier infaltable
patraña que el tiempo trae a bien o mal venir.
Tal vez suene como huero discurso político, sin serlo. En mí, ahora, deseo
creer que se premia la ardua labor de los que escriben, los de antes, los
contemporáneos, pero sobre todo los jóvenes. No se premia conmigo a la élite,
de eso pueden estar seguros, yo vengo del montón y del trabajo, de esa Bolivia
multifacética y dispersa que todavía se busca a sí misma. Pero, antes de
terminar, una observación que creo pertinente ya que dio en controversia. El
arte de escribir es también la penuria de escribir. Y como para tallar el
carpintero una mesa suda y se hiere las manos, lo mismo el que escribe. Retorno
siempre al viejo y sustancioso Wilde y su mayor consejo: escribir se logra con
un diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de trabajo. O algo por
ahí cerca, que tampoco es matemática.
La Paz, diciembre 2011
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Leído en la premiación del Premio Nacional de Novela Alfaguara 2011, 06/12/2011
Publicado en La Ramona (Opinión/Cochabamba), 10/12/2011
Imagen: Portada de Diario secreto, Alfaguara, 2011