Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Recuerdo las
líneas de Walter Benjamín en su visita a Moscú dedicadas a los juguetes. Apreciaba
él el arte popular y sabía que los juguetes representan lo profundamente íntimo
de los pueblos. Suelo ver, en lo que en los Estados Unidos llaman Folk Art, la
adustez de los pioneros, la modestia y también candidez de los peregrinos, el
dolor de los esclavos, la dicotomía de las culturas y la hibridez de las razas.
Qué puede dar mayor explicación que los objetos que los pueblos crean para que
sus niños jueguen. Nada.
Carlos Monsiváis
con una colección de doce mil piezas de arte popular lo comprendía de manera
similar. En las miniaturas mexicanas se
reflejan no sólo las costumbres, los gustos sino los sueños. Monsiváis contaba
con objetos relacionados a la lucha libre, ese multitudinario circo que seduce
al mexicano como a ningún otro, que percibí en los cromos mínimos que venían en
las revistas de Editorial Novaro, con dibujos o malas fotografías de los ídolos
de entonces: el Santo, sí, pero también Huracán Ramírez, Mil Máscaras..,
inmortalizados en madera, yeso, tela, papel, barro.
Coleccionar… Lo
hacían Balzac y Zola, casi patológicamente; y la afición de Diego Rivera en
arte precolombino y de Frida Kahlo en la mal llamada artesanía, fundaron un
museo cuyas piezas sin ellos habríanse desvanecido. Lo hizo Haydée Santamaría,
guerrillera y creadora de la Casa de las Américas, que reunió artículos de la
América toda, la simple y plebeya, que se exhibieron este año con la temática
especial de Cóndor contra Toro, en
homenaje a José María Arguedas.
Y es en Arguedas
en quien pienso, con los mágicos zumbayllus (trompos) capaces de adentrarse en
lo recóndito del alma y llevar las voces en el aire de su majestuoso giro. Casi
una invocación, también un hechizo, de los pueblos del Ande, de la historia que
debe venir en algún momento justa, correcta, no disociadora; al contrario,
uniendo los lazos que juntan al indio con el mestizo, para impulsar la osadía
de un nuevo Perú, que bien pudieron ser Bolivia, Ecuador, Guatemala, México.
Trompos que para
nosotros niños no tenían las mismas acepciones, pero que entrenaban a vivir,
porque el juego de trompos, sintomáticamente llamado Troya, materializaba la
guerra. En principio estaba el desafío, los participantes. El premio para el
vencedor era la destrucción o el aporreo de los que pertenecían a los rivales. Se
jugaba por “tacazos”, golpes que el ganador, sosteniendo un trompo con punta de
clavo, descargaba sobre el del perdedor enterrado a medias en el suelo. Para
tal fin se disponía de otro trompo, no el que bailaba o subía a las manos, sino
aquel utilizado en el momento de la punición y que llevaba no un clavo común y
suave en su extremo inferior sino una “púa herrera” que por lo general partía
en dos el madero enemigo, lanzando a los niños a la desesperación de perder un
precioso objeto, máxime si los jugadores eran tan pobres que el trompo
significaba un lujo de colores, un orgullo, un amor.
Siempre fui nulo
en manualidades y torneos, a diferencia de mi hermano mayor Armando, genial y
creativo. De él venían los mejores voladores (barriletes, cometas), livianos,
hechos con papel maché y pajas sacadas de las escobas de casa. Les ponía colas
entrelazadas, a veces rostros, vivos colores y era admiración verlos subir
tanto en el cielo que llegaban a ser un punto, un alfiler en el espacio. A veces tan alto que imposibilitaba
rescatarlos. Armando era el mejor jugador de bolas, de latas, que consistían en
tapas de cerveza o refresco aplastadas. Aquellas que se aplanaban con martillo
valían por encima de las con piedra (estas últimas se veían mal y mostraban con
claridad el origen social de quien las ofrecía al juego). Se jugaba “a lo hombre” y “a lo mujer”, de
mayor habilidad y pericia el primero. Jugar “a lo mujer” traía el desdén de los
presentes, a no ser, como cuando jugaba Elena, que mujer fuese la participante.
El estilo de las mujeres difería del de los varones. En el agarre, la posición,
la forma, el impulso.
Se jugaba con
“chuis”, frijoles de formas y manchas impresionantes. Es posible que desaparecieran
variedades de frijol cuando desapareció esta afición. Los comprábamos en La
Pampa, que entonces parecía hallarse en los antípodas, bajando nosotros de Cala
Cala. Oí que varios no eran comestibles. Hoy mientras recorro el gigantesco
bazar en que se convirtió la Pampa, ya no veo a las campesinas sentadas con
canastas llenas de “chuis”. Se los
empujaba en el juego con el pulgar, casi como lo hacían las niñas con las
canicas. De éstas, las princesas sin duda se llamaban lecheras, de tonos lechosos
completos, cuyo valor era el de muchas bolas normales. Había “paradas”,
“t’ijchos”, “toyotas” (las bolas más grandes), y las pequeñitas cuyo nombre no
recuerdo y que caían perfectas cuando se ponían “orejas” o “unis”, vocablos
específicos de algunas estrategias de la competencia.
Los zumbayllus de
nosotros eran trompos a secas, y había maestría en manejarlos. “Cordelais” se decía a hacer bailar el trompo
en el aire, sin jamás tocar la tierra y que terminara en la mano. Era una
sobrada para iniciar la Troya, que comenzaba con un círculo en cuyo centro
descansaba el trompo del otro, y a quien había que sacar. Mi hermana Elena
poseía un trompito con rayas horizontales de color. Era una miniatura no
fabricada para juego sino para placer. Ajustaba ella el cordel y lo lanzaba.
Apenas tocaba el piso se ponía a “dormir”.
Girando semejaba no girar. Esos trompos, los que “dormían” y no hacían
ruido eran los “sedas”, en oposición a los “rat’acos” que saltaban dando
tumbos. Yo me conformaba con hacerlos bailar. Troya no era para mí, ni
cordelais, ni seda. Mis trompos eran modestos y duraderos, mientras Armando
campeaba por la calle con su púa herrera destrozando los sueños de los demás
niños, con la inocente crueldad de la edad, en un tiempo que fue frágil y se
perdió sin remedio.
2011
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