Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hace un año la gente cruzaba de acera para no infectarse. Peor si quien venía en sentido contrario era extranjero. Siempre son los extranjeros los que incendian el Reichtag, los que traen violencia y vicio. Y en algún momento todos fuimos extranjeros, peor aquí que los visitantes de entonces, puritanos vestidos de negro, en doscientos años acabaron con el otro, los otros que también se exterminaban entre ellos mismos.
Los tlaxcalas
mataban a los mexicas y los aztecas se comían a los otomíes. España, a pesar de
la Noche Triste, se levantó entre los que sucumbían. Lo mismo en el Perú.
Aquellos, al norte, no sé si quechuas, chachapoyas o del barro de Chan Chan,
huyeron espantados ante el guerrero dorado que bajó de las naves, solo. Pedro
de Candía, que griego como era, rememoraba a Aquiles Pélida saltando a
enrojecer la arena y poner carmesíes los ríos, bajó enviado por Pizarro y su
huella no ha dejado de asustar, ni de agachar incluso a los indianistas cuando
asoma un Borbón.
Martín
Trujillo me comenta acerca de un texto mío sobre trompos. Para él, Cocula; para
mí, Cochabamba; muy diferentes no somos. El trompo baila igual por encima de
Mictlán, o en las afueras de Laja, o cuando resuena la María Angola con su
tintineo de oro en Cusco. Amamos las mismas mujeres de cabellos negros con
refulgentes ojos de diablas. O rubias, rojos cabellos de hembras sedientas de
carne.
Banjo y
violín. Zapateo. Jalisco o Wyoming. Beth me dice que es algo apache mientras
Gwen asegura su sangre cherokee. Recuerdo que cuando veíamos las películas de
Billy Jack, el indio era la mierda de la historia, su color gredoso tan malo
como el oliváceo de los mexicanos según alegaba el juez Roy Bean en Borges y en
Robin Wood. Ha cambiado. En un país de inmigrantes que asesinó la historia
anterior hoy es motivo de orgullo esa gota que queda del estupro y del oprobio.
Hasta en la insurrección de enero 6 en el Capitolio de Washington DC hubo gente
de Trump vestida como hechiceros shoshones. Pero muchos de los alcohólicos de los
rincones de Denver muestran piel oscura, ojos achinados de los guerreros de
Caballo Loco. No solo los echaron al olvido sino al basural. Dígase lo que se
diga, prime el honor de descender de aquellos, la historia no se puede
revertir. Mi amigo Frank Dávila es comanche, en parte, pero es un gentleman de
tono suave y perfecta dicción inglesa. Sin embargo, por ahí escondidas lleva
las feroces pupilas de Quanah Parker. Comanches y comancheros. Del sur
sedicioso que combatía Lincoln, salieron comanches y wacos montados para pelear
contra el yankee. Tema muy complejo que solo uso como referencia acá.
Las
canciones que me rodean vienen de un disco tributo a Alan Lomax, gran
rescatador y estudioso de la música popular. Viajes mitológicos los de este
sur, con polvo de desierto y linces subidos en la cima de cactos gigantes;
viajes que obsesionaron a Jim Morrison, a su mente poblada de espectros indios
y que dada su extensión geográfica son siempre nuevos y misteriosos, a pesar de
que en medio se levanten urbes de luz construidas por la mafia. El monstruo de
Gila, colorido de amarillo y negro, parece acezar por el calor. Suena el
cascabel de las víboras. Los valientes de Victorio montan a pelo y corren
aullando hasta la muerte. Las piedras están habitadas por seres mitológicos,
benditos y malignos también. Y en Mesa Verde flota en el aire un estupor como
de horror.
A veces,
tanto que conduzco auto, me detengo en la nada. Lo primero que viene a la mente
son los westerns cinemáticos que nos abrevaron, pero luego la brisa peina los
pelos del pasto y en el silencio se escucha multitud. Quién sabe si rastro de sangre
hay en la tierra del suelo, o, siendo tan grande el espacio, nadie la holló, ni
los caballos salvajes ni la España que los dejó al huir con monteras
atravesadas por flechas con punta de ónix. En la noche escucho los instrumentos
musicales mayas, hechos de barro y de viento, y se me eriza la piel porque de
vellos carezco.
Lord, lord,
reza el góspel. Los pueblos del oeste agitan polvo pero también desentierran
largos odios que evidentemente no se han olvidado. Cómo hablar del sur, del
oeste hablar, sin mencionar a Gerónimo. Un viejo tema folklórico cuenta de un
vaquero que recibe una bala en el pecho y sabe que muere, y pide que seis
cowboys le entonen una canción de responso, que diez muchachas le canten
mientras pedruscos y hierbajos van cubriéndolo con lentitud de pala y brazo.
10/06/2021
Publicado en INMEDIACIONES, 11/06/2021
Imagen: Monstruo de Gila
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