Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Todo parece
nada, un día otro día. Se vacía la botella de ron y no la toco, corre por entre
los pezones de mis amores y evapora.
Un día otro
día; el domingo, sábado, y el lunes, domingo. Escucho automóviles pero no
observo choferes. Entre el mundo y yo una persiana color crema. Gritan las
mujeres, gritan y no me alcanzan. Me he volcado en el ataúd, como Gogol; me he
ido de la tumba, como Gibrán.
No sé qué
me gusta más de ti, si tu nariz o tus pies. Son largos, ambos, delinean el
cuerpo, lo esculpen. La desnudez de tu nariz estremece, las nervaduras de tus
pies, rimmel sobre las uñas. Un día otro día. No dormí por la mañana y sin
embargo soñé bastante. Se me apagaron los ojos y muerto ya hubo calma de línea recta.
Paz de la geometría, filosofía griega.
No lloro
desde mi nacimiento (mentira); No duermo desde 1989. Este país devoró mi noche,
la convirtió en foco de neón. Desde aquel enero, que para mis padres significó
el alejamiento del drama y acercó la inseguridad del futuro, no descansé. Me
inflamé de la retórica norteamericana del tiempo oro, y aunque el oro se
desvaneció entre amores como alcohol sobre pechos de mujer, quedaron las horas
despierto que todos dicen la vida me va a cobrar pero que en números afirma que
viví más que cualquiera. Si cuento tres horas de letargo cada día, digamos cuatro,
y las multiplico por treinta y dos años hay una cifra monumental de ganancia en
tiempo despierto. Allí amé, sufrí, leí, fui cruel y apacible, bucólico y
eufórico, besé casadas y viudas azotando mi piel como cuero de curtiembre. Vi
Istanbul y Panamá; Nueva Orleáns y Narbonne. Encima de camiones, colgado,
sentado en el pretil, viento en rostro, subí y bajé la cuesta del Meadero, la
de Yocalla, la de Sama, más al sur; miré el color de helado de las quebradas en
Humahuaca y sentí el áspero vino casero en Montiel, tierra gaucha. De la
apacheta de El Negro se veía Morochata, pero era aparición y no pueblo. Gendarmes
argentinos, a las dos de la mañana, paraban los buses y bajaban pasajeros para
encontrar terroristas. La puna helaba en Tres Cruces. De cruces se llenaban los
cuarteles, y las curvas hacia el precipicio. Igual a los remolinos del Madre de
Dios, cuando Antje me contaba que su amiga alemana se sumergió y nunca salió.
Estas últimas cosas cuando todavía dormía, pero iba preparando la senda que
anunciaba que había que verlo todo o morir. Nunca lo veré ya, ni después de ido,
pero por estas pupilas ha corrido mucho, lo más triste, el desastre. Y lo más
bello: mujeres. Que no venga el sueño, que las cabras con lomo de oro pastan en
los valles georgianos, que leo hace poco que todavía preparan aloja en
Cochabamba. La creí perdida, de color púrpura, apenas saliendo de Quillacollo
hacia la entrada de Chulla, en casa de algún compadre de mis padres. O, ebrio,
una chichería en Vinto Chico con las paredes de adobe con afiches británicos de
la Segunda Guerra Mundial. Ya despierto no lo vuelvo a ver, menos dormido,
muerto quién sabe, si los muertos en Madagascar todavía cenan con los vivos.
En Tres
Cruces ahora incautan cocaína, en los años setenta eran gente. Los vagones
congelados esperaban sobre rieles el visto bueno para pasar. Entre sombras
caminaban otras aún más oscuras, agentes secretos de la muerte, sedientos y
hambrientos.
No he
dormido, y no quiero dormir. Si recuerdo el sur es porque vengo; no olvido
secos ríos por los que un día me juré subir hasta encontrar las aguas. Si descanso
se irán, la modernidad y el narco van consumiéndolo todo. También tengo que escuchar
los tambores rituales en los acantilados de Malí, rincones en donde el pueblo
dogon talla máscaras de dos metros. Danzantes del fin del mundo, acurrucados
contra la piedra, igual que fieras asediadas.
Máscaras,
ellas esconden si tenemos los ojos abiertos o cerrados. Entumecidos,
enrojecidos. Un corrido perrón, El mono
de alambre, a todo responde que “chinga tu madre”.
Las
acequias de Bella Vista cantaban. En Chocaya bramaba el agua, y tú, G, te
desvestiste para contarme cuarenta años entonces que te afeitaste el sexo por mí.
Hoy es moda. Ayer, cuarenta años entonces, no. Debajo de la cremallera apareció
una visión, tenía rugosidad de marraqueta y olor de durazno. Pervivimos en las
emociones, lo sensual, la piel sobre piel de greda, cabellos frotados de
jamillo.
Un día,
otro día. Ayer y hoy, la muerte contra los ojos abiertos. Cuando los cierro,
permanecen abiertos, sigo viendo, mirando, observando. Lo hacían Homero y
Milton y Borges. Por una senda de cáscaras de castaña caminan mujeres a traer
sal y hielo. Con paños mojados cubren las barras para que no las mate el sol.
La sangre del hielo es transparente pero es sangre. Y tú te escondes sin saber
que lo que haces lo sueño yo.
22/09/2021
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Fotografía: Máscaras Dogon, Malí
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