Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ayer los
rusos bombardearon el parque Gorky, en Kharkiv. La noticia decía que quedó
destruido. Tantos árboles, tanto verde, juegos de entretenimiento, la rueda
Chicago, el salón de té. Profunda tristeza, odio contra la fobia criminal del
marrano de Moscú. Si a mí me tocó algo íntimo, imagino lo que los ciudadanos de
aquella hermosa vieja capital sintieron.
Salimos de
Sharikoff con Ekaterina, desayunamos allí. Al frente había un tanque recordando
la invasión del 2014. Fotografié. Como Roman Vishniac haciendo tomas de la vida
hebrea en el oriente de Europa antes de Hitler, arrebaté, sin saberlo, al
dictador el gusto de avasallar. No puede hacerlo, Jarkov es ya en mí eterna, su
cabeza inflada nada logra contra la memoria. Y Jarkov es Ekaterina Martinenko para
siempre, de pantalón negro y botitas con cierre al costado. El té que diluye en
la taza tiene un sepia melancólico. Gira la rueda y nos elevamos hasta el cielo
desde donde se ve la ciudad, como era, como siempre será.
Kate, la
llamo, tuvo que salir con sus tres compañeras de casa para escapar de la
muerte. Fines de febrero del 2022, principios de marzo. Larga travesía en auto
eludiendo ciudades bombardeadas. Hacia el oeste, Lviv el destino. Viaje de
muchísimas horas y mayores miedos. Los “orcos” (así tildan a las tropas
invasoras) queman alrededor, matan niños, estupran, degüellan. Mi amiga Anna huyó
de las bestias de Kadyrov, desde Sumy hasta Polonia. Ekaterina no quiso dejar su país.
Está con cientos otros albergada en un gimnasio con una comida diaria. Tejen
redes militares, durante el día, esas que sirven para mimetizar los tanques.
Orcos peores que los de Tolkien, jabalíes inmundos de la gran mentira. Yo que
soñé tomar esa carretera que llevaba de Kharkiv a Belgorod ya jamás lo haré.
Cuánto de Rusia ha muerto para mí. Gozo de verlos perecer, chisporroteando como
palomitas de maíz, haciendo el mismo ruido. ¿A nombre de qué, esto? Le inventan
revoluciones, progresismos, desnazificaciones; bailan alrededor del trapo rojo
los sicofantes del mundo, sicofantas y sicofantos. Pero he de verlo, su
apocalipsis. Nadie es Dios, Dios ha muerto. Aunque lo inflen con inflador de
bicicleta, aunque le pongan cachetes de niño bueno, he de mirar a Putin en la
orgía de los diablos despedazando su blanca carnecita como pechuga de pollo,
haciendo cazuela, o guiso de sardanápalos regados con vodka. Sí, rabia, pero
hay que manejar la ira para obtener alegría. Con calma espero, escribo y sorbo
mi vaso de agua. Ya les viene, el fin es lo único que viene.
Por un
precio irrisorio, el taxi nos llevó del desayuno al entretenimiento. En el
laberinto de espejos las caderas de ella se hicieron mil caderas. Andaba yo más
feliz que musulmán mártir. En la entrada, si no equivoco, decía Gorky Park, en
inglés. Si no, no importa. Nombre mítico. Ni siquiera pensé en Maxim Gorky.
Traías chamarra de kaki verde, posamos cercanos en un pasadizo para la foto.
Hombre de barba vieja y ojos de quien ha visto mucho. Tú, fresca como sol
vestido de kaki verde, soldada de la guerra del amor, guerrilla de sueños y
deseos, sombras de hojas sobre tu cabello negro. Una rodilla apenas adelantada,
las mujeres saben cómo pararse. Callecitas y kioscos, café humeante. El parque
Gorky, pues estoy aquí, a miles de kilómetros de la pena, con una mujer tan
bella y cosaca además, con parientes en la tierra zaporoga, con padres
cultivando un mínimo huerto entre las explosiones del Donetsk. Gente de huevos,
valientes hasta el cansancio. Desde Lviv me escribe: cada centavo vale tanto
aquí, cada pedazo de pan. Sus amigas se dispersaron. Comenzó a hablar con otra
refugiada con un niño de siete. Tal vez el padre muerto. Los hombres de
occidente, mayores de cuarenta años, de pronto se han vuelto solidarios. Todos
quieren acoger a las bellas solas, algunas más hijos sin padre. Ya lo había
visto antes como fenómeno de la pobreza. Ucrania no era el paraíso. La magia
negra comunista la deshizo, como todo lo que toca esa escoria. Ucrania era
pobre. Hoy peor. Pero Ucrania bella, incomparable, campos sin fin, lontananzas,
el cielo de mis sueños, Odessa, Kiev y Kharkiv, la vida ofertada para mí, lo
opuesto de la muerte. Nada lo impedirá, nada que me prohíba tener una casa con
maleza descuidada en el campo de Poltava. Desde niño, cuando leía acerca de sus
aldeas, las comparaba con el bucolismo cochabambino. Entre esos dos campos voy
a morir, sentado en silla al frente tomando el sol, en soberbia placidez de
modestia, en aguas que corren y rumoran sonidos de infancia. Eterno retorno,
algo que no comprenden los monstruos cebados en riqueza y poder.
Desperdigados
por la mesa tengo libros del medio y del este europeos. Mucho de lo que escribo
anota al menos un resquicio eslavo. Irina me espera, debajo de sus pies hay
cientos de calaveras de suecos muertos en el siglo dieciocho. A un paso está
Mirgorod, Gogol en su fase oscura y el iluminado Gogol. Mi tenedor atrapa una
salchicha y la junto a pepinos en escabeche. Comida rural, hierven la col y el
repollo, el borsch ha adquirido tinte sangriento. Un vaso de kvass, pan
fermentado, y de pronto estoy en una viñeta de las que amé, en isbas con mujiks
vestidos de siglo veintiuno. Leí tanto que la literatura me ha atrapado, me ha
metido en sus páginas, me ha hecho personaje de mis propios vicios. Pero
también entro en un café moderno de la calle de León Tolstoi y pido un
capuccino de sutil aroma. Luego me sentaré con los universitarios de la
Shevchenko a comer fideos ramen. La síntesis del mundo me persigue y me manejo
con soltura en ella. Entre lo urbano y lo campestre, péndulo de tierra negra
con Demetrio Rudin. Bajeles de terribles guerreros que descienden el Dnieper
cantando mientras observan cortadas cabezas turcas de souvenir.
En teoría
nunca volveré a pisar el parque Gorky. En teoría no leeré más las historias de
Máximo Gorky sobre los vagabundos del Caspio. Mentira, todo es mentira, creo
que dice algún bolero por allí. Nadie me ha cortado los pasos, todavía, e incluso
sin pasos seguiré viajando. Nunca han de acabarse para mí los dorados de la
espiga ni el verde de la alfalfa. Ni nunca la memoria, el recuerdo de Kate,
alta y joven, entre los árboles de Kharkov.
29/07/2022
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Imagen: Gorky Park, 2018
Sublime querido amigo, sublime. Entre congoja y esa rabia inevitable. Ahí queda también, desde ti, en ese parque. Un fuerte abrazo de tu amigo Miguel A. Berrocal
ReplyDelete¡Gracias, querido Miguel! vamos dejando lo nuestro por todo lado. Espero hacerlo más ahora que me estoy liberando del trabajo. ¡Abrazos!
Deletesiempre en movimiento eh? lamentablemente tuve que regresar antes de lo previsto pero he visitado otras ciudades. Ruma, que está en Serbia, las ciudades allí, en los terribles (!) Balcanes, se parecen todas, residuos imperiales de Francisco José. pero ¿cómo te sientes cuando regresas a Cochabamba después de una indigestión del Oriente? o de Europa? (EE.UU. ya los ha digerido, creo) sin embargo, la miseria en Bulgaria es terrible, los hospitales son repelentes y un velo de inmundicia se extiende por toda la nación. Serbia, aunque fuera de la UE, definitivamente está más viva, la gente también. ahora te dejo terminar de leer tus Crónicas Marcianas.
ReplyDeletedobre viéciur.
Kikka, a Cochabamba recién vuelvo este año para quedarme. Son 33 años, no cristianos, que no vivo allí. Denver es mi centro desde hace mucho. Pero me siento bien en cualquier lado, a pesar de cualquier cosa. Lo de Bulgaria lo imagino. Creo que siempre fue así, a la cola de los demás países balcánicos. No hablo de su pasado antiguo que fue rutilante en su momento. Lo de Serbia, me doy cuenta. Esa región es uno de mis siguientes pasos. A más tardar el próximo año. Me informaré acerca de Ruma que no conozco. Saludos y buenas tardes.
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