Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Confuso, me
describiría así, mareado, ilusorio, metafísico. Enfermo. Agonizante; flor de tarde
quemada por hielo. Colores de Oaxaca, flor de azalea. Juchitán, Chiapas, cruces
verdes y espantosa muerte con aroma santo. Leo a Rosario Castellanos,
trastabillo, el mole se torna negro, piedra muele a piedra, molcajete
inmemorial donde con mi sangre preparo salsa hasta hacerla espesa, greda
dispuesta a cacerola, transmutación del barro.
Pienso en
el Cónsul de Malcolm Lowry. No he visto tanto México y tanto lo siento. Rulfo
me suena a sosías antropófago. Nos devoramos, sabemos que en nuestras venas
corre sangre de tierra. Lo percibo en Colcapirhua, Cochabamba, debajo de una
pirca que protege cochinos para el chicharrón; en Juchipila, volando por encima
de los alaridos de los tarascos, de los indios cocas y los zacatecos. Me di
cuenta cuando dentro de ti, Francine, vi nuestras pieles como ropa de arlequín.
Entonces supe que entre los dos había más que una fuga, que un vuelo de avión.
Cada quien con sus muertos y sus vivos. Podría no ser importante, lo podríamos
obviar, pero vive allí como bomba de tiempo, mecha encendida, bala perdida.
Entonces me senté con Rulfo a la vera de la cuesta (Sayula) y nos dijimos que
era tiempo de permitirles irse, que el peso de nuestros rostros de ídolo será
en cualquier hora insufrible carga y que no debiéramos llenarlas de
innecesarias cadenas. Salud, Juan, le dije, y nos pusimos a reír acerca de qué
pomada era mejor para que no dolieran las balas. Un rey zope atravesó el cielo;
no era el Concorde, no, estoy seguro. Luego dormí.
Despierto,
estoy cansado. La garganta ha tomado color de lava. La peste se enrosca en las
piernas y no sé si quiere picarme como sierpe o besarme. Quito la fiebre con
toallita mojada; el pincel delgado traza líneas coloridas sobre el alebrije. Me
escribió Zinaida ¿lo hizo? ¿O escuché a Leonardo Favio cantando una vieja
canción colombiana de nombre similar? Erba
di casa mia, las hierbas de casa. Ahora que pienso, en medio del delirio
hablaba con mi madre para que preparase llajwa sin quilquiña porque siempre la
odié. Si el pantalón o los zapatos la tocaban en el patio, el olor quedaba
pegado por varios días. Muy apreciada en Bolivia, en México le dicen pápalo
(del náhuatl papalotl, mariposa). Es una de las muy pocas cosas de la
ancianidad que no amo. Será esa gota de sangre vasca que antes de perder su
corazón azul a los dioses sangrientos olió el papaloquelite y me heredó aquel
miedo asco. Porque paradójico como resulte soy de aquellos que esgrimió el jade
cortante y sufrió el embate del pedernal en las arterias. Los muertos vivos.
Tengo que
cortar zanahorias para el guiso y caigo en cuenta que trocé los dedos. No es
que difieran mucho, hasta textura parecida. El dedo meñique, zanahoria púrpura;
el índice ya doblado por la artritis se asemeja más a un delicioso parsnip.
¿Ves, Juan?, le digo a Rulfo, este nuestro canibalismo atávico. Sonríe el
maestro, y toma fotos de cuerpos muertos a la vera de los caminos. Nunca deja
de ser tiempo de sacrificio acá, susurra. Mueve el brazo de un cadáver para
captarle la sonrisa. En un par de días serán calaveras de azúcar para las
hormigas. El rey zopilote vuelve a dividir las nubes y estamos ambos de acuerdo
que no es superhéroe gringo. He decidido no cocinar los dedos. Los planto en el
suelo seco y añado un par de litros de sangre. Con suerte vendrá un vergel. Los
antiguos instrumentos de viento suenan invocando. El didgeridoo de los nativos
australianos, el erke del sur boliviano y de los lambayeques del Perú: la
trutruca mapuche. Caracoles de la costa purépecha, muy ligados a la tradición
andina del mullu-pututu. Sonido y color. Arte y muerte.
Gotas de
sudor sobre el teclado. Este piano de textos va a fundirse así. Trato de
secarlo. Digo piano porque es mi manera de hacer música, ligar palabras. Aunque
hoy como fallido cocinero tendré que escribir con los codos, pero, en sentido
figurado, ¿qué texto que no se respete no ha sido escrito por muñones? Amor y dolor,
placer y desgarro. Brillante polvo de Spondylus. Encima de la biblioteca yo
guardaba un hermoso Nautilus, negro y rojo, al lado de un sextante para insuflar
aire marino a la montaña. En una de las varias carpas gitanas que tuve, que fui
dejando por caminos con señales de nombre de mujer. No llevaban ellas a
ciudades sino a piernas y hacia ellas dirigía mi carreta. El tornado tamaño
cinco, el más grande, que siempre me persiguió, iba alimentándose con lo que
dejaba: nautilus, awayos, guardianes del Orinoco, monedas polacas. Engullía
todo y cuando abro la persiana está allí, aguardando por el resto, sabiendo que
desnudo no cargaré nada conmigo. No lo necesitas, sugiere su hambre, pero yo
voy a nutrirme de tus sueños. De ellos necesito para arrasar campos y eriales.
¿Te das
cuenta, Pedro Páramo, que salida no hay? Pero, aunque lo sé… me niego al gris.
Si he de terminarme que sea en lecho colorido, al ritmo de la Sandunga, y con
la Llorona cariñosa.
11/11/2022
(Día de la liberación de Kherson)
Publicado en Revista 88GRADOS, 27/11/2022
Imagen: Carlos Mérida/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940/Carnaval en Huixquilucan, litografía, 1940
No comments:
Post a Comment