Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cierta vez me
preguntaron qué me hubiese gustado ser. Pensaron que mi opción de quién, más
que de qué, estaría entre Günter Grass y García Márquez, pero no. Contesté que
platillero en una banda. ¿No lo oyeron? Platillero, haciendo piruetas con los
platos dorados, girándolos entre mis manos como si fuesen mariposas, en la
celebración del Señor del Gran Poder, o del Gran Joder, vamos.
Lo recordé este
amanecer lluvioso -llueve menos que en Macondo- mientras la casetera tocaba La Motilona, cumbia de Los Alegres
Diablos. Chas, chas, que aquí viene el ritmo, platillo en la cabeza, media
vuelta, giro y contragiro, arriba, con los dedos, igual a los negros
basquetbolistas norteamericanos que de la pelota hacen un mundo que da vueltas
sin parar.
Contemplo las
bandas, uno de los espectáculos impresionantes del universo, esa mixtura, de
aparente caos en que multitud de instrumentos aúlla al mismo tiempo en
angustiosa fraternidad. He pensado, leyendo novelas tradicionalistas y mirando
fotos de las sociedades geográficas, que nos han registrado en la historia -a
los bolivianos- como nativos taciturnos mirando el horizonte. Por detrás crece
la hirsuta paja, se levantan peladas tetas/colinas de piedra implacable y un
hato de llamas pasta en los confines del mundo. Pero Bolivia es país alegre,
despiadado en el desenfreno, incluso entre aquellos taciturnos amoratados por
el frío que cubren la melena de cabra debajo de chullus de lana con increíbles
colores y diseños. Tan alegre que me parece que la mejor representación del
país, si tuviésemos que ponerle una concreta apariencia física, sería esa del
platillero con un terno brilloso, blanco, gris metálico, rojo, algo chillón,
discordante, que hace movimientos sensuales y cabriolas al mismo tiempo que
produce música. Síntesis de un mestizaje que uno y otro lado tratan más que
desdeñar, evitar.
Desde los
platillos de la batería, que acompasan con suavidad las canciones y a veces se
acarician con un ramillete, hasta los personales, algunos tan grandes como de
un metro de diámetro; dorados, eso sí, porque hay que preciarse de una
profesión sin duda más antigua que la de dar trasero por dinero, la de golpear
dos objetos planos sin ritmo al principio y luego seguidos ya por otros sonidos
que acompañan su básica y elocuente voz.
Cierto que el
diablo, la diablada, son imponentes, que cuando salen del socavón o de
cualquier bar de la avenida Siles donde festeja el pasante, en medio de
estruendo de cohetes, poca cosa se les puede comparar, pero si alguien no ha
visto un platillero de Bolivia, tronado por el alcohol más que por la
veneración del virginato o señorío, sudado en su piel de cobre que brilla con
el agua, no ha visto nada. Porque si este platillero ya asimiló el infierno del
ritmo y alucina con un opio, el de la música, que nos lleva a Baco o, más
antiguo, al fuego mismo primigenio, nada lo podrá parar hasta que caiga
rendido, sonido de metal al suelo, y duerma cubriéndose del sol con un plato
que se calienta al rojo y lo despierta para continuar. ¿Dónde? Siempre hay
dónde y siempre hay cuándo y nunca por qué. Como la patria que ríe pero no se
la puede ver. Ni tampoco cuando llora.
Entrecierro los
ojos porque no he dormido, no por veleidad de poetastro infeliz y exiliado que
no soy. Por el sueño, y sabiendo que a través de él, de tanto pensar, de
repetir una y otra un vinilo o un compacto inundado de platillos, he de
convocar los fantasmas de ayer, cuando Bolivia pasaba penosamente de sociedad
rural a esbozo urbano. Diablos, morenos, kusillos podrían ser los espectros de
esa inevitable transformación. Si acaso la modernidad los acucia para renovar
vestimenta, glorificar el milenio con aberraciones de mal gusto o lo que fuere,
hay un espíritu que permanece incólume, anciano, que se sobrepone al tiempo y
nos renueva a tiempo de devolvernos atrás.
Incluso en un
entierro, cuando la banda toca un lento huayño de pena o ataca un bolero de
caballos de guerra, suena el plato, espaciado, no enloquecido, de cuando en
cuando, como una ráfaga de recuerdo con ruido de vidrio roto. Tubas, trombones,
sensatos tambores apenas tocados y chas, chas, de a ratos, ya no el platillero
con terno sino uno modesto, de camisa blanca, pantalón negro, avejentados
zapatos de charol y olor a jabón de tocador con dejo de almizcle. Luego la pala
deja caer la tierra encima del cajón, chas, chas, y el libro de horas se ha
cerrado.
Platillero hasta
el fin del mundo, obviando públicos y dioses, ensimismado, entusiasmado con dos
soles amarrados a las muñecas como guantes de boxeo. Llevar el platillo a veces
de sombrero, otra de abanico, y estrellarlo contra el otro y disfrutar como de
cópula el temblor del bronce, mayor mientras mayor sea el diámetro, dorado
porque tiene que ser, y fundido con sudor de herrero, gota de oro, pizca de
plata y orín de burro.
13/05/2017
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Texto publicado en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Volumen 15 Obra Completa, Editorial 3600, La Paz- BOLIVIA, 2019.
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