Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ni para qué
decirlo, esos ojos y cabellos negros eran lo más precioso que había
contemplado. La mesa tendría dos metros de largo por uno cincuenta de ancho.
Platos encima, delicias extrañas y otras conocidas. Avellanas y hierbas
aromáticas; licor de ciruela, creí, y vodka. Era armenia.
Un maduro Karol
Seferyan sentado a la cabecera. Sus acólitos, jóvenes y hablando ruso en muy
alta voz, tenían a mano bates de béisbol que había visto usar en las oficinas
del periódico The Denver Post donde todos trabajábamos.
Karol había
llegado humilde y se sentaba en la noche, con su hijo de diez años, esperando
que se abriera la bodega. Yo detenía el auto, sacaba lo necesario y abría la
puerta. Supuestamente nadie tenía otra llave, pero Karol estaba siempre allí
adentro, sentado en la sombra, contemplando quién sabe qué. No tenía ni
automóvil, ni dinero ni casa. Envolvía periódicos por centavos la pieza e
indagaba acerca del negocio, que dónde, que cuándo, que cómo.
Le enseñé lo que
sabía y nadie sabía lo que yo en esa sucursal de un diario con un millón de
tiraje en domingo. Conmigo siempre se portó con gran respeto. Avasalló todo y a
todos, menos a mí. Se adueñó rápido de cada uno de los trabajos en el
periódico, menos del mío. Tuvo rusos, armenios, georgianos, mongoles,
ucranianos, bielorrusos, kazajos y judíos que laboraban para él. Su cheque,
hablo de treinta años atrás, era de once mil dólares semanales, una fortuna.
Me tentaba con
regalos, con dinero y adolescentes rusas para que cediera mi puesto. Le acepté
comidas, bebidas, invitaciones. Nunca pasó la línea. Luego en su mansión recién
adquirida del downtown acuchilló a alguien y lo enterró entre los árboles de su
patio. Cayó preso, lo leí en el diario. Pero un par de años después, a eso de
las diez de la mañana, apareció en el Denver Post. Llevaba sombrero jipijapa y
manejaba un convertible. Se había vuelto marchante de arte e importaba cuadros
desde Rusia. ¿Cómo salió de la cárcel? Era inteligente, versátil, verboso. Me
abrazó, me llamó su hermano, que me amaba y no olvidaba. Después no lo vi más.
Dejaba a su hijo conmigo a veces. El niño jugaba con mis hijas, cenaba en casa
hasta que Carl (Karol) lo recogía. Le habían jurado muerte en Budapest antes de
huir a América. Un personaje. Delgado, pequeño, inmensas negras cejas, nariz
aguileña. Nunca había ido a la guerra, como lo hicieron muchos de sus
trabajadores. Su guerra vivía en la extorsión y el embuste. Lo buscaré en las
redes, ahora en el tiempo que ya no hay escondrijos.
La familia arriba
de nuestro departamento llegó de Rusia pero eran armenios. El hombre de la casa
se llamaba Tigran. Como Petrosian, le dije, y sonrió. La esposa que devolvió el
favor cuando les llevamos un par de pizzas grandes trayéndonos chocolates
ucranianos, coloridos y deliciosos, era una hermosa mujer teñida de castaño. De
improbable físico, ojos maravilla, sonrisa y pasos que si no medidos eran simplemente
perfectos. Tigran, sencillo trabajador, hombre afortunado. Despertar con
aquella beldad sería como llegar al paraíso sin santos intermediarios ni purgatorios.
Podría imaginar carne y piel, fantástico vicio de la lujuria. Pero de allí a
convertirme en mirón había un gran salto que no tomé. Contemplaba cuando ella
aparecía, claro. Su hija, joven, seguía sus pasos y ya será ahora otra mujer de
belleza icónica. Algo pequeñas, cierto, pero con magia de alebrijes en
miniatura.
A Karol no le
conocí pareja. La tendría, supongo, o tal vez resulta como cuenta mi amigo
Gabriel que en el negocio criminal no hay tiempo para el amor. Muchos ejemplos
lo desmienten, el capo de Sinaloa sin ir lejos, pero también debe haber
santones del crimen, frugales y estadísticos. Poco me contó de Armenia aunque
yo lo demandase. La geografía y el nacionalismo a veces no se alían con el dinero,
suele este ser autónomo de raza y religión. Conocí otros, empleados o asociados
de Seferyan, que venían de la guerra de Nagorno-Karabaj y se preciaban de
muertes como si de elegantes trajes se tratara. Discurríamos con un amigo alto
y gordo de Yefim, en su apartamento de la Pequeña Rusia, sobre diversos temas.
Me hablaban en ruso de corrido y podía entender bastante por el contexto y la
expresión. De allí se tejió en el periódico la leyenda de que hablaba ruso cuando
simplemente la empatía hacía que comprendiese sin detalles lo que querían
decir. Fui así el traductor oficial del idioma ruso en un warehouse con casi
cuarenta de ellos y nada de inglés. 1991, 92, hasta que llegaron los bosnios.
Sucedió lo mismo, me convertí en especialista en explicar a los jefes
norteamericanos lo que sus nuevos trabajadores anhelaban y pedían, en
serbo-croata en este caso. ¿Qué ayudó a ello? ¿Mis extendidas lecturas del
universo en general y en singular también? Libros, cine, música, pintura…
De las diversas
etnias que pasaron por el periódico solo permanecieron los mexicanos. Los
mongoles se adiestraron como cajeros de banco. Rusos y ucranios abrieron
empresas de bienes y servicios. Los hijos de los primeros inmigrantes
estudiaron. Hoy hay una pléyade de noveles doctores eslavos en Colorado. Los
bosnios contrataron chihuahuenses trabajando para ellos en la construcción.
Aquellos rubios musulmanes, salidos de las páginas de Ivo Andrić, supieron oler el potencial
de hacer dinero con experimentados y sufridos mexicas, zapotecos, chiapanecos,
otomíes sin papeles bajo su jurisdicción. Les fue muy bien.
Tengo que
hacer un paréntesis y recordar la roja rosa que pusiste entre tus piernas, Daniela,
en el Belgrado del 2008… Pictures of you,
canta The Cure, mientras tomas sol en tu casa de Budapest y el sol del Danubio
calienta tus pezones como morteros en guerra.
Dije que
buscaría en la red qué fue de mi amigo Karol Seferyan, master del crimen, y no
lo hice. La noche de Cochabamba es ya noche jubilada y tengo tiempo de hacerlo.
Si no lo mataron supongo que es dinámico empresario. Yo tengo sesenta y tres,
él andará por los setenta. Sabía vivir y ofrecer festines, bien lo sé. Eso
impactó a los gringos ajenos a la opulencia de los pobres. El Arcángel me
escribe a las diez de la mañana: I hate getting old. Respondo: Me too. Tac tac,
resuenan los ineludibles bastones del baile de los Auki Auki.
20/10/2023
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